En 2004 se cumplieron veinte años de la muerte de Julio Cortázar. Fue un año de homenajes de muy variado estilo. Algunos de ellos se refirieron a la labor del autor de Bestiario como traductor. Entre otros, el texto de Juan Gustavo Cobo Borda, ya publicado en este blog, al que ahora se suma el artículo de Carlos Fortea, que publicó La jornada semanaldel 19 de diciembre de ese año. En él puede leerse sobre los vínculos que su actividad creadora le aportó a su trabajo de traductor y lo que éste pudo haber tenido de importante a la hora en Cortázar se ponía a escribir.
La perenne continuidad de los parques
Hay un cuento de Julio Cortázar –"Continuidad de los parques"– en el que el personaje principal lee en un sillón verde una novela a cuyo final un asesino mata a un hombre que lee en un sillón verde una novela, y si a mí se me antoja metáfora de la traducción es probablemente porque como a muchos traductores todo se nos antoja metáfora de este oficio de espejos, pero también, probablemente, porque sé que el hombre altísimo que siempre fue joven y escribió ese cuento maravilloso y docenas de cuentos maravillosos más era también autor de no pocas fantásticas traducciones, y debió pensar acerca de la forma subrepticia de acercarse a Yourcenar, a Poe, a Defoe, y robarles el alma mientras leían en un sillón verde.
En el mes de febrero hizo veinte años que murió el gran Julio Cortázar, a quien tanto debió mi juventud, y si el mejor tributo a cualquier escritor es leer sus textos, el mejor tributo a cualquier traductor es mantener vivas sus traducciones. Lejos de mí la idea de que Cortázar necesite ayuda para esto, y lejos de mí hacer aquí una valoración de sus traducciones en tanto que tales, obras que me he limitado a disfrutar pero que no estoy en condiciones de analizar y valorar en detalle. En cambio, pienso que no ha de ser impertinente recordar en este año de conmemoraciones la trayectoria misma del traductor Cortázar, el papel que nuestra profesión de máscaras representó en la vida y tal vez en la obra propia de este gran artista de las vueltas y máscaras de la realidad. El 25 de enero de este año, en El País, un artículo firmado por Pepa Roma despachaba esa tarea con una frase clásica: "Lo que más sorprende al día de hoy es ver cómo un autor que era considerado ya la figura más destacada del boom latinoamericano se veía obligado a ganarse la vida haciendo traducciones y buscando trabajos como revisor de textos en organismos internacionales como la UNIDO, la Atomic Agency o la UNESCO". Trabajo de menesterosos. Un trabajo que el autor venía desempeñando al menos desde 1937, cuando un Cortázar de veintitrés años, joven profesor en el Colegio Nacional de San Carlos de Bolívar, a 300 kilómetros de Buenos Aires, empieza a hacer traducciones del francés para la revista Leoplán, bimensual dirigida por Ramón Sopena y José Blaya Lozano. Por entonces no ha publicado un solo texto propio, y está empezando pues una doble dedicación a la literatura, común a muchos otros escritores, con la traducción como fuente de información literaria y forma de modelar el estilo propio.
En estos años, según todos los testimonios, Cortázar dedica mucho tiempo al aprendizaje de lenguas extranjeras. Traduce del francés, lee a Rilke en alemán, y a principios de los años cuarenta ya se siente en condiciones de empezar a traducir una obra señera de la literatura universal: Robinson Crusoe, que será, en 1945, su primera traducción literaria publicada en formato libro. Es el comienzo de una actividad que hasta 1948 tiene como resultado la traducción de las Memorias de una enana, de Walter de la Mare (1946), El hombre que sabía demasiado y otros relatos, de Chesterton (1946), Nacimiento de la Odisea, de Jean Giono (1946), La poesía pura, de Henri Brémond (1947), y El inmoralista, de André Gide (1947). Aunque entre dos y tres libros al año presenten ya con mucha claridad el perfil de un traductor literario profesional, siguen sin ser un medio de subsistencia suficiente como para poder decir que Cortázar se gana la vida traduciendo. Esto no ocurrirá hasta 1948, de regreso en Buenos Aires, cuando abandona –para siempre– la docencia como profesión y cursa los estudios de Traductor Público Nacional, que concluye dieciocho meses más tarde obteniendo el título para francés, al que añade seis meses después el de inglés. Durante cuatro años, Cortázar ejercerá tareas de traductor público en una oficina de Buenos Aires antes de emprender viaje a París, la ciudad de la que ya no saldrá nunca. Siguió traduciendo literatura, añadiendo a los títulos mencionados autores como Villiers de L’Isle Adam o Alfred Stern, y una traducción que posiblemente resulte curiosa y desconocida: una versión del clásico juvenil de Louise May Alcott Mujercitas, demostrativa en primer término de que, como cualquier profesional del género, Cortázar toca todos los palos: desde los dos títulos de filosofía de Stern hasta la literatura infantil y juvenil, pasando por la literatura contemporánea encarnada por Gide.
Cuando en 1952 se traslada a la capital francesa, lleva en el bolsillo un compromiso firmado con la Editorial Sudamericana para efectuar traducciones literarias a cambio de unos ingresos que irían destinados al sostenimiento económico de su madre y su hermana. Poco tiempo después (para entonces ya se ha publicado Bestiario) establecería esa vinculación profesional con la UNESCO que tanto sorprendía a Pepa Roma, y que no interrumpiría prácticamente nunca, porque le ofrecía un buen número de cosas que encajaban con su visión del mundo: un compromiso profesional laxo, no vinculado a un concepto de estabilidad que él veía más bien como atadura, la posibilidad de frecuentes viajes; en una palabra: lo más parecido a la libertad que se puede alcanzar en el mundo profesional. Durante muchos años, será además una forma más de compartir la vida con su pareja, Aurora Bernárdez, traductora literaria y traductora también de organismos internacionales. Cabría añadir, y lo añadimos ya de nuestra cosecha, la posibilidad intrínseca de seguir practicando el desdoblamiento que anida en todo traductor, y que tanto encaja con la poética cortazariana y su visión del mundo. Esta es la etapa del despegue como escritor, pero también la de las grandes traducciones, de las traducciones que hacen época, y es tiempo también de muchas traducciones, del traducir frenético que es consustancial a la profesión. En 1953 tiene lugar uno de los hitos profesionales por los que se recordará a Cortázar como trujamán: la Universidad de Puerto Rico, representada en ese momento por otro gran escritor y traductor, Francisco Ayala, le encarga la traducción al español de la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe. Se trata de uno de esos encargos con los que todo traductor sueña. Un autor congenial, con un mundo de intereses literarios próximo a los del escritor; un encargo hecho en términos de respeto al traductor, remunerado con una cantidad (3 mil dólares) muy apreciable para la época, y que permite a quien lo recibe organizar su vida durante un tiempo relativamente prolongado. Para llevar a cabo el encargo, Cortázar y Aurora Bernárdez se trasladaron a Italia, a Roma, donde desde septiembre de 1953 –luego se trasladarían a Florencia– Cortázar se dedicó de manera intensiva y exclusiva al texto de Poe, hasta junio del año siguiente. Un ritmo de trabajo endiablado si tenemos en cuenta que hablamos de sesenta y siete relatos, una novela, un poema en prosa y un volumen de ensayos. El resultado es uno de los grandes hitos de la profesión. El Poe de Cortázar ha recibido elogios de todos los ámbitos, y ha sido reeditado innumerables veces, de manera especial los dos gruesos volúmenes de relatos, a cuyo frente está la introducción que el propio traductor tuvo ocasión de redactar y a cuyo final unas impagables notas que son en realidad hermosos comentarios de lector. Tanto a la una como a las otras es común la total ausencia de academicismo ("Este memorable relato [...] figura en casi todas las listas de los-diez-cuentos-que-uno-se-llevaría-a-la-isla-desierta"; "De no mediar cierto vocabulario, ciertos giros inconfundibles, costaría creer que este cuento es de Poe"), esa presencia de lo intangible que tan bien conoce el traductor literario ("todos ellos se atraen o se rechazan conforme a ciertas fuerzas dominantes, a ciertos efectos deliberadamente concertados, y a ese tono tan indefinible como presente que conecta, por ejemplo, relatos tan disímiles como ‘Manuscrito hallado en una botella’ y ‘William Wilson’") y el cariño por el autor con cuyo espíritu se ha convivido, cuyas palabras se han hecho propias: "...a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica". Poco después de haber entregado los textos de Poe, Cortázar aborda el que será el otro gran hito de su trayectoria profesional como contrabandista entre las lenguas: las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, otro de esos libros que se ha hecho indistinguible de su traductor, un libro del que Miguel Sáenz ha dicho que es "difícil imaginar una traducción hecha con mayor sensibilidad y cariño", y de la que resalta la fertilidad de recursos y la total compenetración con el original. "Puede decirse", añade Sáenz, "que su traducción ha pasado a ocupar en la literatura española el lugar de la obra original."
Después de Adriano, publicado en Sudamericana en 1955, la dedicación de Cortázar a la traducción literaria disminuye, en la misma medida en que aumenta su producción como autor de obra propia. A Bestiario le han seguido ya Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), y en 1963 vendrá la explosión final de Rayuela, que le convertirá en un mito literario del siglo XX. Es perfectamente comprensible que este escritor tardío vuelque su tiempo sobre su obra propia, después de haber alcanzado tan elevado nivel en dar voz a gigantes como él. Sin embargo, siempre mantendrá su relación profesional con la UNESCO. En 1956 se le había ofrecido la posibilidad de ganar una plaza de traductor fijo, pero prefirió mantener la misma relación laxa que había conservado hasta la fecha, si bien en años posteriores ascendería a la categoría de revisor, siempre sin relación funcionarial. Al final de su vida, Cortázar regresó una vez más a la traducción literaria, pero esta vez por un servicio de amor: en 1983 publicó en Nicaragua el texto Llenos de niños los árboles, obra de su última compañera, Carol Dunlop, fallecida el 2 de noviembre del año anterior. Cerraba así una obra como traductor de diecinueve títulos. El papel que la traducción representó en la obra propia de Cortázar tendría que ser objeto de un doble análisis: el destinado a desentrañar ese papel y el análisis de ese mismo análisis necesario para rehuir el peligro, tan habitual en los estudios literarios, de construir la casita del cerdito perezoso a base de pajitas y virutas tomadas de aquí y de allá. Sin embargo, es un ámbito pleno de interés. En su tesis doctoral dedicada a la figura de Julio Cortázar como traductor, Sylvie Protin señala que, a fuerza de sopesar y de prever las reacciones del lector al que se dirige en su calidad de traductor, Cortázar termina por colocar a su lector en la posición del traductor, lo que Protin identifica con el lector–cómplice de Rayuela. Es una hipótesis digna de estudio. El azar –seguramente el azar– quiso que Cortázar volviera sobre la traducción y sobre su experiencia biográfica como tal en el que estaba destinado a ser el último de sus relatos, el titulado "Diario para un cuento", que cierra el postrero volumen Deshoras (1983). La anécdota del cuento se inserta en un contexto autobiográfico y real: como el propio Cortázar relataba a Osvaldo Soriano en una entrevista concedida en París, "entre la clientela que me dejó mi socio cuando se marchó de la oficina que teníamos en San Martín y Corrientes, me encontré con cuatro o cinco clientas que eran prostitutas del puerto a quienes él les traducía y escribía cartas en inglés y en francés. [...] Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció cruel decirles que porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo [...] y durante un año les traduje cartas de los marineros que les escribían desde otros puertos." Sin embargo, más allá de la anécdota lo interesante son, por una parte, las resonancias que en ese relato aparecen de la propia experiencia profesional de Cortázar y, por otra, la propia imagen de la traducción que el autor ofrece, tal vez la única ocasión en que Cortázar escribe sobre el oficio. En cuanto a lo primero, el texto está lleno de ecos: desde el recuerdo de una cita de Poe hasta el momento en que le entran "ganas de traducir ese fragmento de Jacques Derrida", que traduce, en un guiño a la aporía del trujamán, "un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que parece que lo criaron mejor)", pasando por el comentario sobre la dura vida del profesional ("De todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos mientras fueran traducciones" y el recordatorio a su paralela actividad en la literaria ("En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton"), que tampoco es ficticio, porque Cortázar tradujo de hecho ese libro. En cuanto a lo segundo, el "traductor público diplomado" que protagoniza el cuento y escribe o traduce las cartas de las chicas a sus marineros empieza a partir de un momento a interferir en los textos, a tomarse libertades y modificar el encargo, y termina finalmente por salir de su invisibilidad y escribir una carta en su propio nombre a uno de los destinatarios. El traductor se nos presenta pues como embustero, como poco digno de fiabilidad, y como no resignado a su papel de cristal. La mención podría ser anecdótica, pero coincide curiosamente con la visión que otros autores ofrecen, desde el Javier Marías de Corazón tan blanco hasta el Wilhelm Muster de La muerte viene sin tambor. Autores que son también traductores presentan en sus obras al trujamán como rebelde a su destino de papagayo, harto de asistir sin participar a ese ménage a trois para el que es imprescindible, pero sólo como correo. Pero todo esto es materia –seguramente es materia– de otro viaje distinto. Es tema –seguramente es tema– de un cuento de Cortázar que ya no será escrito, en el que un hombre mira a través de los ojos de otro hombre, pero no sabe si lo que ve es lo que ve el otro, o lo que él mismo está viendo. Entretanto los parques continúan, y la memoria del gigante ido se afirma en el corazón de sus leales lectores y humildes compañeros.
En estos años, según todos los testimonios, Cortázar dedica mucho tiempo al aprendizaje de lenguas extranjeras. Traduce del francés, lee a Rilke en alemán, y a principios de los años cuarenta ya se siente en condiciones de empezar a traducir una obra señera de la literatura universal: Robinson Crusoe, que será, en 1945, su primera traducción literaria publicada en formato libro. Es el comienzo de una actividad que hasta 1948 tiene como resultado la traducción de las Memorias de una enana, de Walter de la Mare (1946), El hombre que sabía demasiado y otros relatos, de Chesterton (1946), Nacimiento de la Odisea, de Jean Giono (1946), La poesía pura, de Henri Brémond (1947), y El inmoralista, de André Gide (1947). Aunque entre dos y tres libros al año presenten ya con mucha claridad el perfil de un traductor literario profesional, siguen sin ser un medio de subsistencia suficiente como para poder decir que Cortázar se gana la vida traduciendo. Esto no ocurrirá hasta 1948, de regreso en Buenos Aires, cuando abandona –para siempre– la docencia como profesión y cursa los estudios de Traductor Público Nacional, que concluye dieciocho meses más tarde obteniendo el título para francés, al que añade seis meses después el de inglés. Durante cuatro años, Cortázar ejercerá tareas de traductor público en una oficina de Buenos Aires antes de emprender viaje a París, la ciudad de la que ya no saldrá nunca. Siguió traduciendo literatura, añadiendo a los títulos mencionados autores como Villiers de L’Isle Adam o Alfred Stern, y una traducción que posiblemente resulte curiosa y desconocida: una versión del clásico juvenil de Louise May Alcott Mujercitas, demostrativa en primer término de que, como cualquier profesional del género, Cortázar toca todos los palos: desde los dos títulos de filosofía de Stern hasta la literatura infantil y juvenil, pasando por la literatura contemporánea encarnada por Gide.
Cuando en 1952 se traslada a la capital francesa, lleva en el bolsillo un compromiso firmado con la Editorial Sudamericana para efectuar traducciones literarias a cambio de unos ingresos que irían destinados al sostenimiento económico de su madre y su hermana. Poco tiempo después (para entonces ya se ha publicado Bestiario) establecería esa vinculación profesional con la UNESCO que tanto sorprendía a Pepa Roma, y que no interrumpiría prácticamente nunca, porque le ofrecía un buen número de cosas que encajaban con su visión del mundo: un compromiso profesional laxo, no vinculado a un concepto de estabilidad que él veía más bien como atadura, la posibilidad de frecuentes viajes; en una palabra: lo más parecido a la libertad que se puede alcanzar en el mundo profesional. Durante muchos años, será además una forma más de compartir la vida con su pareja, Aurora Bernárdez, traductora literaria y traductora también de organismos internacionales. Cabría añadir, y lo añadimos ya de nuestra cosecha, la posibilidad intrínseca de seguir practicando el desdoblamiento que anida en todo traductor, y que tanto encaja con la poética cortazariana y su visión del mundo. Esta es la etapa del despegue como escritor, pero también la de las grandes traducciones, de las traducciones que hacen época, y es tiempo también de muchas traducciones, del traducir frenético que es consustancial a la profesión. En 1953 tiene lugar uno de los hitos profesionales por los que se recordará a Cortázar como trujamán: la Universidad de Puerto Rico, representada en ese momento por otro gran escritor y traductor, Francisco Ayala, le encarga la traducción al español de la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe. Se trata de uno de esos encargos con los que todo traductor sueña. Un autor congenial, con un mundo de intereses literarios próximo a los del escritor; un encargo hecho en términos de respeto al traductor, remunerado con una cantidad (3 mil dólares) muy apreciable para la época, y que permite a quien lo recibe organizar su vida durante un tiempo relativamente prolongado. Para llevar a cabo el encargo, Cortázar y Aurora Bernárdez se trasladaron a Italia, a Roma, donde desde septiembre de 1953 –luego se trasladarían a Florencia– Cortázar se dedicó de manera intensiva y exclusiva al texto de Poe, hasta junio del año siguiente. Un ritmo de trabajo endiablado si tenemos en cuenta que hablamos de sesenta y siete relatos, una novela, un poema en prosa y un volumen de ensayos. El resultado es uno de los grandes hitos de la profesión. El Poe de Cortázar ha recibido elogios de todos los ámbitos, y ha sido reeditado innumerables veces, de manera especial los dos gruesos volúmenes de relatos, a cuyo frente está la introducción que el propio traductor tuvo ocasión de redactar y a cuyo final unas impagables notas que son en realidad hermosos comentarios de lector. Tanto a la una como a las otras es común la total ausencia de academicismo ("Este memorable relato [...] figura en casi todas las listas de los-diez-cuentos-que-uno-se-llevaría-a-la-isla-desierta"; "De no mediar cierto vocabulario, ciertos giros inconfundibles, costaría creer que este cuento es de Poe"), esa presencia de lo intangible que tan bien conoce el traductor literario ("todos ellos se atraen o se rechazan conforme a ciertas fuerzas dominantes, a ciertos efectos deliberadamente concertados, y a ese tono tan indefinible como presente que conecta, por ejemplo, relatos tan disímiles como ‘Manuscrito hallado en una botella’ y ‘William Wilson’") y el cariño por el autor con cuyo espíritu se ha convivido, cuyas palabras se han hecho propias: "...a Edgar le hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía mítica". Poco después de haber entregado los textos de Poe, Cortázar aborda el que será el otro gran hito de su trayectoria profesional como contrabandista entre las lenguas: las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, otro de esos libros que se ha hecho indistinguible de su traductor, un libro del que Miguel Sáenz ha dicho que es "difícil imaginar una traducción hecha con mayor sensibilidad y cariño", y de la que resalta la fertilidad de recursos y la total compenetración con el original. "Puede decirse", añade Sáenz, "que su traducción ha pasado a ocupar en la literatura española el lugar de la obra original."
Después de Adriano, publicado en Sudamericana en 1955, la dedicación de Cortázar a la traducción literaria disminuye, en la misma medida en que aumenta su producción como autor de obra propia. A Bestiario le han seguido ya Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), y en 1963 vendrá la explosión final de Rayuela, que le convertirá en un mito literario del siglo XX. Es perfectamente comprensible que este escritor tardío vuelque su tiempo sobre su obra propia, después de haber alcanzado tan elevado nivel en dar voz a gigantes como él. Sin embargo, siempre mantendrá su relación profesional con la UNESCO. En 1956 se le había ofrecido la posibilidad de ganar una plaza de traductor fijo, pero prefirió mantener la misma relación laxa que había conservado hasta la fecha, si bien en años posteriores ascendería a la categoría de revisor, siempre sin relación funcionarial. Al final de su vida, Cortázar regresó una vez más a la traducción literaria, pero esta vez por un servicio de amor: en 1983 publicó en Nicaragua el texto Llenos de niños los árboles, obra de su última compañera, Carol Dunlop, fallecida el 2 de noviembre del año anterior. Cerraba así una obra como traductor de diecinueve títulos. El papel que la traducción representó en la obra propia de Cortázar tendría que ser objeto de un doble análisis: el destinado a desentrañar ese papel y el análisis de ese mismo análisis necesario para rehuir el peligro, tan habitual en los estudios literarios, de construir la casita del cerdito perezoso a base de pajitas y virutas tomadas de aquí y de allá. Sin embargo, es un ámbito pleno de interés. En su tesis doctoral dedicada a la figura de Julio Cortázar como traductor, Sylvie Protin señala que, a fuerza de sopesar y de prever las reacciones del lector al que se dirige en su calidad de traductor, Cortázar termina por colocar a su lector en la posición del traductor, lo que Protin identifica con el lector–cómplice de Rayuela. Es una hipótesis digna de estudio. El azar –seguramente el azar– quiso que Cortázar volviera sobre la traducción y sobre su experiencia biográfica como tal en el que estaba destinado a ser el último de sus relatos, el titulado "Diario para un cuento", que cierra el postrero volumen Deshoras (1983). La anécdota del cuento se inserta en un contexto autobiográfico y real: como el propio Cortázar relataba a Osvaldo Soriano en una entrevista concedida en París, "entre la clientela que me dejó mi socio cuando se marchó de la oficina que teníamos en San Martín y Corrientes, me encontré con cuatro o cinco clientas que eran prostitutas del puerto a quienes él les traducía y escribía cartas en inglés y en francés. [...] Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció cruel decirles que porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo [...] y durante un año les traduje cartas de los marineros que les escribían desde otros puertos." Sin embargo, más allá de la anécdota lo interesante son, por una parte, las resonancias que en ese relato aparecen de la propia experiencia profesional de Cortázar y, por otra, la propia imagen de la traducción que el autor ofrece, tal vez la única ocasión en que Cortázar escribe sobre el oficio. En cuanto a lo primero, el texto está lleno de ecos: desde el recuerdo de una cita de Poe hasta el momento en que le entran "ganas de traducir ese fragmento de Jacques Derrida", que traduce, en un guiño a la aporía del trujamán, "un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que parece que lo criaron mejor)", pasando por el comentario sobre la dura vida del profesional ("De todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos mientras fueran traducciones" y el recordatorio a su paralela actividad en la literaria ("En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton"), que tampoco es ficticio, porque Cortázar tradujo de hecho ese libro. En cuanto a lo segundo, el "traductor público diplomado" que protagoniza el cuento y escribe o traduce las cartas de las chicas a sus marineros empieza a partir de un momento a interferir en los textos, a tomarse libertades y modificar el encargo, y termina finalmente por salir de su invisibilidad y escribir una carta en su propio nombre a uno de los destinatarios. El traductor se nos presenta pues como embustero, como poco digno de fiabilidad, y como no resignado a su papel de cristal. La mención podría ser anecdótica, pero coincide curiosamente con la visión que otros autores ofrecen, desde el Javier Marías de Corazón tan blanco hasta el Wilhelm Muster de La muerte viene sin tambor. Autores que son también traductores presentan en sus obras al trujamán como rebelde a su destino de papagayo, harto de asistir sin participar a ese ménage a trois para el que es imprescindible, pero sólo como correo. Pero todo esto es materia –seguramente es materia– de otro viaje distinto. Es tema –seguramente es tema– de un cuento de Cortázar que ya no será escrito, en el que un hombre mira a través de los ojos de otro hombre, pero no sabe si lo que ve es lo que ve el otro, o lo que él mismo está viendo. Entretanto los parques continúan, y la memoria del gigante ido se afirma en el corazón de sus leales lectores y humildes compañeros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario