Para que no todo vaya en una única dirección, se suma al blog un comentario de Marco A. Contreras, publicado originalmente en Panace@ Revista de Medicina y Traducción (Vol. 3, n.o 7. de marzo de 2002), donde se plantean algunas respetuosas objeciones a la labor de Cortázar como traductor; algo así como la inutilidad de "comprar marcas" antes que textos concretos.
El germen de la traición está en el estilo
Traduttore, traditore, definieron los italianos. Y así ha sido siempre. El que todo traductor sea, por fuerza, un traidor a los conceptos que intenta verter a otro idioma parece ser un designio fatal al que no escapan ni los más sólidos baluartes en el dominio de la lengua escrita. Aunque en este sentido parezca un sacrilegio llamar traidor al entrañable Julio Cortázar, el apelativo parece en verdad venirle bien cuando –despojados del sentimentalismo fraterno a que nos obliga su esencia americana–, revisamos el trabajo que este escritor inició hacia sus 39 años, durante una estancia en Italia, para producir la traducción hasta hoy más autorizada al idioma español de los Cuentos de Edgar Allan Poe (dos volúmenes; Alianza Editorial, Madrid, 1970). No es reprochable que en éste, como en muchos trabajos de traducción, abunde lo que algunos puristas tacharían de galicismos («vendimias italianas» en vez de «cosechas...» hablando de vinos) o anglicismos («haz un signo» en vez de «haz una seña» en un diálogo entre masones), porque seguramente Cortázar, como tantos escritores y traductores de todas las épocas, debió realizar esta labor bajo las terribles presiones de tiempo y dinero que acaban por dar al traste con todo esfuerzo editorial que deba ceñirse a los términos de un contrato por entregas o free-lance. (Ojalá las mismas razones explicaran algunas versiones infumables –absurdas dentro del absurdo– de Alice in Wonderland, de Carroll.)
El estilo literario de Cortázar resultará siempre impecable; su dominio del español, exquisito. Según lo requiere la atmósfera sugerida por el genio de Poe, Cortázar va sorteando con elegancia los difíciles retruécanos con que el autor juguetea en todo
momento. Pero, ¡cuidado!: es precisamente en este gran talento de escritor donde se incuba el insidioso germen de la traición (alas!) que el traductor demasiado confiado de sí mismo acaba siempre por cometer en contra del inerme texto original. Por ejemplo, en el cuento «El tonel de amontillado» de la gran compilación de obras de Poe, se evidencia claramente cómo el Cortázar traductor se deja cautivar por la imaginería que le dicta su temperamento de autor, un lujo que no debería permitirse ningún traductor cuidadoso. En particular, a la pregunta de cuál es el escudo de armas de la familia Montresor –a la cual pertenece el protagonista del relato–, éste responde: «Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante cuyas garras se hunden en el talón». Por lo visto, más que una serpiente, el Cortázar autor visualizó un basilisco, un grifo o alguna otra bestia mitológica de garras más crecidas que las de una serpiente ordinaria. Vamos, ¡las serpientes no tienen garras! El texto en inglés dice fangs («[...] the foot crushes a serpent rampant whose fangs are imbedded in the heel»), que son ‘colmillos’ y no las ‘garras’ que Cortázar quiso ver. La imagen que menciona Poe ha sido un símbolo en varias culturas, desde la antigua Babilonia. Y para designar algún híbrido mitológico (como la pantera heráldica de la imagen superior), no le hubieran faltado palabras: gryphon, basilisk, leviathan, chymera, etcétera.
Aunque parezca ocioso –irreverente para algunos– ocuparse en pescar este tipo de «resbalones» en un trabajo de traducción aparentemente consagrado por el tiempo, este ejercicio debiera ser parte de la disciplina personal de todo aquél que se proponga comprender las relaciones siempre intrincadas que se forman entre dos lenguas distintas.
Su utilidad principal está en que nos obliga a vencer el «obstáculo» que más férreamente nos separa del conocimiento cabal de cualquier idioma: la resistencia a consultar el diccionario. Es ésta una labor que a todos invariablemente pesa, y no tanto por la fiaca que implica buscar entre la enorme lista (alfabetizada, por gracia de Dios) de términos que conforman estos mamotretos, sino, ante todo, porque nos fuerza a aceptar de antemano una verdad de lo más cruel: la magnitud siempre enciclopédica de nuestra ignorancia. Quizá también Cortázar rehuía al tormento existencial que implica el binomio: «¿Qué es esto? –Pues no sé». Con tal de evitarse esa molestia y sus «consecuencias» –como tener que ¡buscar en el diccionario!– el traductor acude al recurso de imaginar, que siempre es más fácil y hasta agradable, porque de algún modo nos hace sentir creadores, un alimento que no dejará enflaquecer a nuestro ego.
Un poco antes, en el mismo relato, interpreta Cortázar: «Observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas». Ciertamente el entorno que retrata Poe es bastante tenebroso, pero no hay ahí tales «telarañas», sino apenas el brillo de las vetas de salitre entrelazadas sobre los muros (the white web-work), una visión no menos temible para el personaje secundario, porque le advierte de una densa humedad en el ambiente, la cual vendrá bastante mal a sus frágiles pulmones. En suma, el web-work de Poe no eran «telarañas», sino la trama que formaban las vetas de salitre. Tras la malévola advertencia de Montresor, su futura víctima pregunta: «Nitre?» En realidad, un traductor cae en la traición cuando él mismo se deja traicionar por su propia fantasía, por su poder creativo. La razón es que tiene dos amos a quienes servir: el lector, al cual quisiera exponer del modo más «ameno», simple y natural las ideas del texto original, y el autor, cuyo pensamiento, dictado casi siempre por una idiosincrasia muy distinta, merece el máximo respeto y fidelidad. Sin embargo, en tales condiciones, este último suele ser el perjudicado.
En otro relato, «El diablo en el campanario», dice Cortázar: «[...] sillas y mesas de madera negra, con patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta». El original: «[...] chairs and tables of blacklooking wood, with thin crooked legs and puppy feet». Si bien puppy, por su connotación de ‘cachorro’, da la idea de algo pequeño (de ahí tal vez lo de «adelgazadas en la punta»), Poe se refería más bien a unos muebles que, aunque no menos feos, por cierto, sí fueron más propios de un estilo bien definido. Quiso decir: patas delgadas y combas (no «retorcidas»), rematadas en garra (o en pies de perrillo), como es característico del estilo rococó (revivido por Chippendale). Si la madera era en verdad negra o sólo lo parecía, sólo Poe lo supo. Pero Cortázar decidió: black-looking wood, ‘madera negra’.
El respeto que se le debe a toda expresión artística nos hace considerar peccata minutaeste tipo de gazapos, sobre todo cuando son apenas la excreta vivencial de una figura como Julio Cortázar. Y son pecados aún menores si los comparamos con los engendros de algunos malos traductores actuales, bien pagados, que fabrican –parecería que haciendo uso de unas patas retorcidas y a veces hasta con garras de serpiente mal nacidas– verdaderas telarañas de textos literarios (en el caso más benigno) o, lo que da más pavor que los propios relatos de Poe, de conceptos peligrosamente equívocos en libros de texto científicos o artículos de investigación que se ocupan de temas nada intrascendentes como, digamos, las nuevas técnicas de cirugía para corregir malformaciones cardiacas o nuevas teorías en el cálculo de estructuras en proyectos para la edificación de viviendas en zonas sísmicas. Y a menudo todo ello pretendidamente avalado por un título profesional ya algo amarillento que, a más de no garantizar per se una pericia real en la materia que se trata, mucho menos da fe de un conocimiento suficiente de los idiomas en cuestión.
Pese a los grandes esfuerzos –no siempre desinteresados ni humanistas– de la tecnología actual por extender y perfeccionar los medios de comunicación entre poblaciones y culturas tan dispares de todos los confines del planeta (léase Internet, comunicación satelital, multimedia, etc.), el gran quid de la comunicación seguirá siendo el mismo: la necesidad de que el receptor capte el significado real del mensaje transmitido. Y ya que toda forma de comunicación es en cierto modo una traducción (del pensamiento de quien emite el mensaje, por lo menos), resulta prudente precaverse ante una gran verdad que parece haberse afirmado desde siempre como una ley natural: traduttore, traditore. O más llanamente: de lo que te diga un traductor cree sólo la mitad. El resto tienes que comprobarlo tú mismo.
Salvo el caso de las telarañas, que hacen al asunto, todo lo demás me parecen legítimas formas de traducción, y no las atribuyo a la holgazanería de Cortázar en cuanto a los diccionarios. Como suele decirse, es fácil criticar...
ResponderEliminarCon respecto a que el receptor capte el significado real del mensaje transmitido... me parece una idea algo reduccionista. Un mismo mensaje es recepcionado de diversas formas, dependiendo de quién sea el receptor.
ResponderEliminarEn defensa de Cortázar, conociendo su metodología de estudio, me parece difícil pensar que sus 'errores' se debieran a actos de pereza u omisión. Cabe imaginar que habrá tenido motivos para hacer muchas de las elecciones que hizo.
Me pregunto cómo hubiera traducido Contreras el black-looking wood, manteniendo la misma síntesis que la lengua inglesa le permitiera a Poe.