Como de costumbre, Marietta Gargatagli pone las cosas en su lugar y, recurriendo a la historia y a documentos que cualquiera que supiera realmente investigar podría consultar (claro, siempre y cuando tuviera voluntad y capacidad de hacerlo y no se limitara a robar ideas ajenas), pone en negro sobre blanco algunas cuestiones que, aunque le pesen a muchos de nuestros amigos peninsulares, deben ser debidamente discutidas a la luz de estas evidencias.
I
Pluto en el Plata
En un trabajo
reciente sobre las primeras traducciones de Albert Camus en España la autora
reflexiona del siguiente modo:
“El hecho de
que se tradujera a Camus siempre en países americanos podría indicarnos que,
en un principio, las traducciones fueron más bien pensadas para el público
latinoamericano, porque de hecho, desde España se sigue percibiendo el
español de América (por poner una sola etiqueta a todas las variantes del
español de los distintos países hispanohablantes), como un español de peor
calidad, comprensible, pero secundario. Pero esto no es en absoluto exacto, ya
que cualquier libro que se editase en lengua española era susceptible de ser
distribuido en cualquier país de habla hispana. En los Congresos de Editores
de la América
Española (sic) y de España, celebrados en Santiago de Chile
en 1946 y en Buenos Aires en 1947, se acuerda considerar todo el ámbito del
idioma español como un solo país en lo referente a las áreas idiomáticas,
por lo que los contratos de traducción se hacen para toda el área
lingüística.”
Invirtiendo el
orden del párrafo, aunque como se verá no el orden de los argumentos, resulta
curioso que los congresos de editores a los que se refiere el texto sean los
descriptos por Daniel Cosío Villegas, el fundador del Fondo de Cultura
Económica, en “España contra América en la industria editorial” (1949).
El primero de
ellos, el de Chile, fue una reunión de editores latinoamericanos que debía
tratar, entre otros asuntos, los varios millones de dólares (de la época) que
España adeudaba a las editoriales de América y las trabas administrativas y,
sobre todo, la censura que imponía el fascismo desde 1938, antes incluso del
fin de la guerra.
Según Cosío:
“El gobierno y los editores españoles no debían tener por entonces su
conciencia muy tranquila, pues sin haber sido invitados a la Reunión de Chile ni
habérseles notificada siquiera que se celebraría, en Santiago se encontraban
por “casualidad” tres importantes editores españoles y el secretario general
del Instituto Nacional del Libro Español, es decir, un funcionario oficial del
gobierno de España. Fueron invitados a asistir a una reunión privada con sus
colegas hispanoamericanos, y aun cuando los españoles tenían derecho a suponer
que éstos debían ser particularmente candorosos, puesto que habían tolerado
durante siete años una situación lesiva a sus intereses y de una notoria
injusticia sin decir una palabra, pronto se convencieron que pisaban un terreno
deleznable, sobre todo cuando vieron reír sanamente a los hispanoamericanos
ante todos los esfuerzos de los españoles para argumentar que en cuanto ocurría
no había ni mala fe, ni culpa ni responsabilidad alguna que colgar a nadie como
no fuera “la maldita suerte de cada quien”. Por eso, los españoles llegaron a
admitir de mala gana que no podía ya diferirse una solución a la falta de pago
de los libros hispanoamericanos.”
En la reunión
del año siguiente, en Buenos Aires, a la que los representantes españoles sí
fueron invitados, se trató el tema de la deuda y sólo se obtuvo la promesa de
un pago diferido dos años. Como el fundador del fce
observó, nadie desconocía que España tenía dificultades con la transferencia de
divisas; sin embargo, tampoco nadie desconocía que no faltaban divisas para
pagar derechos de traducción de autores extranjeros, comprar papel (17 millones
de dólares) o satisfacer los contratos con los escritores nacionales. En
resumen, para mantener una industria editorial que deslocalizada en parte —en
Argentina se instalaron Espasa-Calpe, Juventud, Gili, Aguilar, Labor, Sopena—
no estuvo ni un solo día inactiva pese al conflicto bélico; más aún, siguió
vendiendo libros al 100 % del mundo castellanohablante mientras los editores
latinoamericanos tenían que conformarse con el 60 % de ese espacio lingüístico
porque no podían vender a España y cuando lo hacían no lograban cobrar. El
compromiso firmado en Buenos Aires en 1947 no fue cumplido jamás.
II
Cantinflas
Como
reflexionó Cosío Villegas: “Si los editores hispanoamericanos hubieran
apreciado la honda filosofía que hay en la pregunta que Cantinflas hace a sus
compañeros de juego al iniciar una partida de naipes: “¿jugamos como caballeros
o como lo que somos?”, habrían entendido desde un principio que España lucharía
usando todas las armas no sólo para rehacer una industria que significa
millones de capital, sino la hegemonía espiritual y política sobre la América española. Y si los
gobiernos y los propios editores hispanoamericanos hubieran entendido que la
defensa y el éxito de la industria editorial nuestra no sólo significaba los
millones de pesos invertidos, sino la verdadera independencia espiritual de
América, otro habría sido el resultado”.
El Congreso de Editores de
1947 además de servir para hablar sobre esta deuda, que no se pagó, tuvo otro
centro de interés: el rechazo de toda forma de censura, moción aceptada con la
excepción del representante español, Alfredo Sánchez Bella, un conocido
fascista que despertó las iras de la colonia republicana que vivía en la Argentina. Los
acuerdos de Buenos Aires contienen un último aspecto singular: el secretario de
la Cámara del
Libro de la Argentina
era el entonces poco conocido escritor Julio Cortázar.
Resulta muy difícil sostener
(más bien repetir) que en este congreso de editores se acordó establecer “que todo el ámbito del idioma español sería como un solo país”.
Aquel congreso de editores no representaba más que los intereses económicos de
quienes participaban y no era el lugar para dirimir tales cuestiones ni
establecer cómo se regularían los derechos de autor o de traducción. La
recomendación de Buenos Aires no pasó de ser algo escrito en esos papeles y
estuvo lejísimo de representar verdaderas relaciones contractuales. Basta mirar
los catálogos de las editoriales peninsulares desde la década de 1940 para ver
que no faltan —sin contrato alguno que sepamos—traducciones publicadas en la Argentina y cuyos
derechos debían corresponder a ese país. Esa presencia, en algunos casos, dura
hasta el presente.
La
territorialización, la venta de derechos globales, las diferencias de tapa
dura, tapa blanda, bolsillo y etcétera quedaron aclaradísimos cuando agentes
literarios españoles, en los años setenta, establecieron quién y cómo se
repartían los derechos de autor y de traducción. De esa distribución quedaron
cartas emblemáticas como las que enviaba la agencia de Carmen Balcells a las
editoriales argentinas en 1978, en plena dictadura militar: “Me permito
reiterarles a ustedes, porque al parecer no ha quedado suficientemente claro en
nuestra comunicación anterior, que siguiendo los expresos deseos del señor
Graham Greene se ha procedido ya a la división del mercado para esta obra”[1]?
En el 2010 (sin incluir las
ganancias de las 168 filiales de editoriales peninsulares que hay ahora en América), la cifra
obtenida en España por la venta de derechos de autor se incrementó un 183,5% y alcanzó los
394,1 millones de euros, casi el equivalente de lo que se ingresó por las
exportaciones de libros: 457,79 millones de euros[2].
La suma de las cifras (más las ganancias
desconocidas de las filiales) muestra que aquella restauración neocolonial de
la que hablaba Cosío Villegas no fue una quimera económica: los conglomerados,
las editoriales y agentes literarios españoles gestionan los derechos de autor
de casi todos los escritores latinoamericanos, entre ellos los más importantes
de la lengua castellana del siglo xx;
venden esos derechos de traducción o de edición por el mundo; venden, en el
mercado latinoamericano previamente parcelado, país por país, las obras de esos
autores; venden, en el mercado latinoamericano ya sin parcelar, traducciones
como novedad o como rezago; venden libros, enciclopedias, gramáticas y
diccionarios escolares; vender libros electrónicos y aspiran a crecer en este
sector promocionando a través de redes educativas ad hoc[3] la imperiosa necesidad de la digitalización
en las escuelas; venden libros de autoayuda a los que emigran de América latina
a ee.uu y confían que esos
posibles lectores, sus hijos, nietos y hasta sus choznos no abandonen el
castellano jamás[4] aunque
esa actitud implique escasas posibilidades laborales, aislamiento y fracaso.
III
El turista de la lengua
Decía arriba que iba a
invertir el orden de los argumentos del párrafo inicial porque en realidad las
dos partes querían decir lo mismo. Sí. La “lógica
militar de ocupar espacios, sin importar demasiado con qué”, metáfora que
Horacio Zabaljáuregui[5]
del fce aplicó a los conglomerados
industriales españoles que se instalaron en los noventa, ilumina magistralmente
todas las operaciones culturales de este largo ciclo que empezó hace más de
cien años. Una parte culminante de este sainete es (pre)ocuparse del castellano
de América. Describirlo, interpretarlo y, sobre todo, corregirlo.
La tradición
del paseante español, fuera filólogo o turista, escribiendo sobre la lengua
americana o argentina es tan corriente que alguien debería hacer un libro que
reúna esas interminables reflexiones sombrías. El procedimiento general para
observar a los hablantes del Plata es la aplicación sin reservas de un instinto
básico: la amnesia. Por ejemplo, Américo Castro atribuyó la peculiaridad
lingüística rioplatense (y su destino histórico) a la anarquía reinante. Para
escribir tal cosa, en 1943, Castro tuvo que sufrir un violento ataque de amnesia
que borrara los 25 asonadas militares y golpes de estado que había habido en
España desde mediados del siglo anterior, el último pocos años antes de que
escribiera ese libro. Hoy, otro procedimiento es no consultar la abundante
bibliografía que ya existe y armar una gramática contrastiva espontánea: unos
cadáveres exquisitos combinando a Quinquela Martín con Moreno Carbonero que
siempre se equivocaba de indígenas o de estación del año y tenía que volver a
pintar una y otra vez el día que se fundó Buenos Aires.
En 1940, antes
de que las editoriales españoles instaladas en Buenos Aires comenzaran las
exportaciones hacia los otros países de América, Amado Alonso advertía: “¿Qué
el español hablado en Madrid por las personas ilustradas es hasta ahora el más
satisfactorio en términos generales? Conformes; pero, por un lado, eso es
consecuencia del reflujo de la lengua literaria sobre el lenguaje oral de los
madrileños ilustrados (beneficio que aguarda ahora a los porteños) […] Sería
desastrosa para la calidad de nuestra lengua la eliminación de España en su
gobierno.”
Nadie, que yo sepa, en América o en Argentina,
pretendió siquiera remotamente disminuir la calidad de la lengua común. Tampoco
eliminar a España de ningún gobierno. Más bien esos países contemplaron (y
siguen contemplando) estupefactos lo contrario. ¿Son acaso los únicos
afectados?
IV
Comizi d´amore
Se está haciendo en Barcelona
una exposición extraordinaria dedicada a Pier Paolo Pasolini organizada por la
Cinémathèque Française , el Palazzo delle
Esposizioni de Roma, el Martin Gropius Bau de Berlín y el Centre de Cultura
Contemporània de Barcelona (cccb).
Los dos lugares, el propio cccb y la Filmoteca de Catalunya
están rodeados de excelentes librerías. No están en ellas los grandes libros de
Pasolini: los más importantes están descatalogados y nadie pensó en
reeditarlos. ¿Por marxista?, ¿por libertario? ¿por homosexual?, ¿por poco
rentable? Chi lo sa.
A esos vacíos,
cráteres culturales se diría, les sigue una pregunta. ¿los profesionales de la
escritura —traductores, escritores, correctores— de España, poseedora de esta
industria exportadora de dimensiones colosales, no deberían cobrar en
consonancia con esas cifras?
Quizá si esos honorarios se
hubieran hecho realidad —están congelados hace más de diez años y en vías de
disminuciones escalofriantes— los profesionales de la escritura sabrían dónde
se venden los libros que traducen o escriben o corrigen, cobrarían como
corresponde y nadie pondría como título Chavales
del arroyo a Ragazzi di vita, uno
de los libros más sorprendentes y hermosos que leí en mi preadolescencia,
cuando lo editó Muchnik (Los libros de Mirasol) y se llamaba Muchachos de la calle. Ocurría en un
barrio de Roma no en Pan Bendito.
[2] Datos de El sector del libro en España 2010.
Observatorio de la lectura y el libro. Gobierno de España. Ministerio de
Cultura. http://www.mcu.es/libro/docs/MC/Observatorio/pdf/Sector_libro_2010.pdf
[3] Divulga esa
necesidad, por ejemplo, la
Organización de Estados Iberoamericanos para la educación, la
ciencia y la cultura que tiene su sede en Madrid, propone cursos que se
imparten en universidades españolas y vende bibliografía editada por grupos
editoriales también españoles. http://www.oei.es/noticias/spip.php?rubrique8
[4] http://www.icex.tv/index.php?MetaDataID=12443.
Dirección de Icex. España. Exportación e inversiones.
[5] Citado por
Malena Botto: “La concentración y la polarización de la industria editorial”,
en José Luis de Diego (director): Editores
y políticas editoriales en Argentina. 1880-2000, fce, Buenos Aires, 2006.
El otro día dije dialecto para referirme al catalán y casi me matan. También me referí a a Colón sin llamarlo genocida y me persiguieron con un trabuco naranjero. Cada vez es más difícil entender el castellano del Plata... A propósito, ragazzi di vita no quiere decir chavales del arroyo, no me cabe duda, pero no sabría cómo traducirlo hoy al castellano de mi patria: chicos de la calle es otra cosa; buscavidas es distinto; grasitas es un anacronismo político; en fin, alegres comadres de Windsor no me suena bien tampoco, ya que estamos... por no hablar de la cartuja de Parma.
ResponderEliminarChicos de la vereda.?respetuosamente de lego a experto.
ResponderEliminarEs un problema, Andre. Aquellos chicos de Pasolini no existen ya.
ResponderEliminarestimados amigos, qué pereza volver siempre sobre lo mismo para decir lo mismo, pero aquí estamos. Primero, lo fácil: Pasolini. No interesa, aquí -en barcelona- interesa algo si se pone de moda y Pasolini es demasiado complejo. la editorial Nórdica publicó Chavales del arroyo y Escritos corsarios la publicó Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, por J. Vivanco ésta y Miguel Ángel Cuevas la otra. Que no me "dejaron" reseñar ni una ni otra, aunque sí pude colarlas refiriéndome a autores de novedades aquí y allá. Todo Pasolini está en las bibliotecas catalanas, incluso aquello que ni sospechábamos que estaba traducido, como El padre salvaje. Propuse a Herralde que reeditara la entrevista que le hizo Duflot y tradujo J. Jordá, pero no interesa (no iba a venderse). Más llamativo es que la exposición del CCCB presente toda la información en catalán, ni siquiera en castellano o inglés, como suele, y, convenientemente subrayadas, las palabras de Pasolini en defensa del catalán como lengua perseguida. Claro que él hablaba de cuando eso era cierto y quizá no sospechó nunca en qué se convertiría en manos de nuestros políticos. Esto para añadir que se toman ustedes muchas molestias en atacar el castellano actual que manejan las traducciones cuando a mí no se me ocurre otra explicación que la observo todos los días: que se habla y se escribe cada vez un castellano peor y los editores de mesa reclaman sin vergüenza que rebajemos el nivel de vocabulario para hacerlo más asequible a un lector cada vez también menos instruido.
ResponderEliminarEstimada LIU:
EliminarGracias por el comentario. Una única aclaración, acá, en Buenos Aires, interesa cada día menos lo que piense la industria editorial de Madrid y Barcelona sobre cómo deben hacerse las cosas. Digamos que ya oímos lo que tenían para decir y no nos resultó de mucha utilidad. Aparentemente, por como está funcionando el mundo editorial, notamos que allá tampoco sirvió. Cordialmente.