miércoles, 16 de diciembre de 2015

¿Qué se tradujo y quién lo hizo? (III)

Tercera parte del texto de Marietta Gargatagli

(viene de ayer)

La corteza de la letra (III)

V

La lista de traductores que podemos confeccionar es azarosa porque algunos documentos sólo dan cuenta de la presencia de un «judío», sin mencionar nada más. A veces, los intérpretes tienen nombres pero faltan otras referencias; así, por ejemplo, algunos de los científicos judíos que trabajaron para Alfonso el Sabio: don Abraham, don Mossé, Samuel Haleví. En otros casos, en cambio, se sabe algo de sus biografías y obras. Citaremos a los más importantes: Abraham bar Hiyá, llamado también Habargeloní, o sea el «barcelonés», cuya actividad está documentada en los años 1134 y 1145, en tiempos del conde Ramón Berenguer IV. Fue el primero que se ocupó de ciencia en un estado cristiano y dejó obras de geometría, álgebra y astronomía que influyeron en autores del Renacimiento como Pico della Mirandola y Reuchlin. Iniciando la tradición de traducciones al latín, redactó en esa lengua, con la colaboración de Plato Tiburtinus, de quien no se sabe nada, al menos once obras científicas (Romano: 1992, 155; Bar Hiyá: 1931).

Abraham ibn Ezrá, nacido en Tudela en 1092 y muerto de Calahorra en 1167, fue el más influyente de los científicos judíos en la alta Edad Media, como creador y transmisor de diversos saberes a los intelectuales judíos y cristianos. Gramático, exégeta bíblico y científico, impartió enseñanzas orales en numerosas ciudades europeas (mencionadas arriba) probablemente en latín, ya que parte de sus obras están redactadas en esa lengua. Su obra principal en el terreno científico son las tablas astronómicas llamadas anónimamente Tabulae pisanae escritas en 1145 para el meridiano de Pisa, y ocho opúsculos astrológicos datados en 1146 y 1148 de los que se conservan traducciones al francés (1273) y al catalán. Demuestra la importancia así como la difusión de sus trabajos que el texto francés fuera retraducido tres veces al latín y una de esas latinizaciones vertida al inglés (Romano: 155).

Más oscura resulta la personalidad de Juan o Iohannes hispanus, hispalensis, toletanus, de Luna, también llamado Avendaut israelita.. Estos nombres parecen encubrir al historiador y filósofo judío Abraham ben Daud, pero puede tratarse de comunes denominaciones de dos o más personajes1, traductores de diversas obras filosóficas y astrológicas, fechadas en el siglo XII. Algunas de sus traducciones (las de filosofía) mencionan la ayuda de Domingo Gundisalvo y están dedicadas al arzobispo Juan de Toledo. Sin embargo, si este traductor es realmente Abraham ben David ha-Levi ibn Daud (1110-1180) habría que atribuirle otra biografía: «murió mártir por la unidad del nombre en Toledo, fue autor del Sefer ha-Qabbalah. También compuso con los principios de la fe el Sefer ‘Al áqidah Alrafi’ah, y además el excelso libro que compuso en la ciencia de la astrología el año 4940 (1180)». Menciona estos datos Yosef ben Saddiq, historiador del siglo XV, quien no da a entender que Abraham ben Daud hubiera dejado de ser judío (Ben Saddiq: 1992, 47).

Suficientemente conocidos son los dos científicos que colaboraron estrechamente con Alfonso el Sabio: Yehudá ben Moisés y Isaac ben Sayid, también llamado ben Sid o don Çag, cabeza del linaje de médicos que don Juan Manuel, sobrino de Alfonso X, recomendó a su familia. A ellos se deben las célebres tablas astronómicas conocidas como Tablas alfonsíes y la mayor parte de las traducciones científicas de ese periodo.

Otros nombres de traductores que ha acuñado la tradición son: Yehudá Alharizí (1170-1230), que vivió en Toledo y Provenza; Semuel Abenmenassé, médico y traductor de Pedro III de Aragón en el siglo XIII; Salomón ben Ayud (siglo XIII), que trabajó fuera de lo que es hoy España; Zerahiá Graciá, que tradujo en Roma hacia 1277 obras médicas de Maimónides, Hasday Crescas (siglo XIV); Isaac Israelí de Toledo (siglo XIV), y Jacob Corsino, que trabajó en Barcelona entre 1376 y 1378. Mención aparte merecen los Tibónidas: Yehudá ibn Tibón, llamado el príncipe de los traductores, que emigró en 1150 al sur de Francia; su hijo, Samuel ibn Tibón, traductor de Guía de perplejos de Maimónides; el nieto, Moisés ibn Tibón; el biznieto Jacob ben Mahir (llamado Profeit Tibón), y Jacob Anatolí, yerno de Samuel. Otra familia de traductores fueron los Bonsenyor, alfaquines y trujumanes de Jaime I y Pedro el Grande de Aragón. Diversos documentos atestiguan (Bonsenyor: 1990, 10, 11) los cargos, los honorarios y las obras que tradujeron. Especial interés ofrece el Llibre de paraules e dits de savis e filosofs, traducción directa al catalán de proverbios árabes, encargada por Jaime II en 1298.

¿Qué nos hace pensar que estas personas fueron los transmisores de la cultura árabe o de su propia cultura a Occidente? Además de las opiniones de Ernest Renan, Américo Castro o Juan Marichal, sostienen esta hipótesis diversas pruebas: fueron maestros en las escuelas de lenguas orientales fundadas en Cataluña en los siglos XIII y XIV (Romano: 1992, 148), tuvieron el cargo de «trujamán» o escribano mayor de cartas arábigas en la cancillería de la Corte de Aragón hasta el siglo XIV (Romano, 158) y fueron más allá de los límites de la Península, los traductores del árabe de todo el litoral mediterráneo desde Barcelona hasta Nápoles. Pero existe también una prueba que podríamos llamar antropológica, y es el modo como los judíos construyeron su cultura en al-Andalus. Y así lo refiere la larga historia que relata Mose ben Ezra (1138?) en su Libro de poética:

[...] Las tribus de Judá y Benjamín [...] fueron deportadas a los países de Roma y Sefarad. [...] Este país se llama en lengua árabe «Andalus», nombre que los árabes relacionan con el personaje Andalúsan. [...] En lengua latina su nombre es Hispania [...] y la ciudad capital de su imperio era Sevilla. [...] Cuando los árabes se hicieron dueños de la península de Alandalús, conquistándola de manos de los godos —los cuales la habían tomado de los romanos unos trescientos años antes— en tiempo de Algualid ben Abdelmélic ben Merúan, de la dinastía de los Beni Omeya de Siria, en el año 92 del cómputo de su hégira (710-711 dC), los israelitas que se encontraban en la Península aprendieron de los árabes, en el transcurso del tiempo, las distintas ramas de la ciencia. Gracias a su constancia y aplicación, aprendieron la lengua árabe, pudieron escudriñar sus obras y penetrar en lo más íntimo de sus com- posiciones; se hicieron perfectos conocedores de sus diversas disciplinas científicas, al mismo tiempo que se deleitaban con el encanto de sus poesías (Millás: 1930, 8, 9).

El libro de poética de Ben Ezra, al que Menéndez Pelayo dedicó elogios en su Historia de las ideas estéticas de España (1891, II, 104), y que todavía se encuentra como manuscrito en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, sitúa el comienzo de la cultura judía en al-Andalus alrededor del siglo X.

Los judíos llegaron a Sefarad en su expansión por las distintas provincias del Imperio romano (y antes que los suevos, alanos, vándalos, visigodos, árabes y beréberes), pero hasta la creación del califato de Córdoba (929) no empezó la recuperación visible de su cultura. La llegada del ilustre Natronai ben Zabinai, expulsado de Bagdad a finales del siglo VIII, y el poder de Hasday ben Saprut, nasí ( juez y soberano de los judíos) en al-Andalus, permitieron iniciar los estudios talmúdicos sefardíes. La exégesis rabínica, basada en la lectura y recuperación del canon bíblico en hebreo, obligaba a un estudio gramatical minucioso que alcanzó su esplendor entre los siglos X y XII con Menahem ben Saruq y Dunas ben Labrat (Valle Rodríguez, 1981). La lengua árabe les permitió conocer las corrientes científicas, filosóficas y teológicas del Islam, pero también convertir el hebreo sagrado en un instrumento útil para escribir poesía moderna. Esta cultura traductora y bilingüe tuvo una peculiaridad que subsistió hasta la expulsión de los judíos de Castilla (último reino europeo que les brindó protección): se construyó en los pliegues de una singular heteronomía e identificación con el otro, los musulmanes, después los cristianos.

Después del siglo X, los judíos sefarditas ilustrados no sólo conocían el árabe y el hebreo, también dominaban el arameo talmúdico y estaban en condiciones de enfrentarse desde un punto de vista comparativo y filológico con los arcanos de esas lenguas. Los estudios gramaticales de Menahem ben Saruq, Dunach ibn Labrat, Jehudá ben David Hayyuch, Semuel ibn Nagrella, Marwán ibn Ganaj fueron dando progresiva cuenta de las leyes fonéticas del hebreo, su flexión, formación nominal y lexicografía. El Séfer ha-Riqma (Libro de los parterres recamados) de Ibn Ganaj, hecho con criterios científicos, con una gran base filológica de comparación del arameo, el árabe y el hebreo, resume sin duda la cumbre de ese saber comparatista y moderno que influyó en las descripciones de las lenguas romances. Aunque no está probado que Antonio de Nebrija fuera de linaje judío, lo sugiere Domínguez Ortíz (1988, 164) y lo afirma Américo Castro (1987, 127), es probable que los estudios gramaticales que se hicieron en la Península y culminaron con la publicación de la Biblia Políglota Complutense no desconocieran aquellos fundamentos teóricos de las lenguas semitas. Estos conocimientos, además, incluyen reflexiones sobre la traducción, como las que vierte Maimónides en su carta a Samuel ibn Tibbón, que superan en mucho los tópicos corrientes que, siguiendo a San Jerónimo, se repetirán más adelante.

La novedad de aquellas afirmaciones de Maimónides no condice con la frecuente afirmación de que los traductores judíos practicaban un literalismo a ultranza, forma de traducir que anula la belleza o la elegancia de los textos. Pero como no se ha hecho un estudio comparativo de las traducciones científicas o filosóficas al latín y las versiones bíblicas hechas por judíos al castellano, no podemos afirmar tres cuestiones que resultan evidentes: la literalidad puede ser voluntaria; la literalidad puede ser brutal; la literalidad puede producir efectos estéticos, impresiones inusitadas, hallazgos sorprendentes. Y los traductores judíos no desconocían estas posibilidades. En el prólogo de la Biblia de Ferrara (1553) se dice con toda claridad:

Y aunque a algunos paresca el lenguaje della barbaro y estraño, y muy diferente del pulido que en nuestros tiempos se usa, no le pudo hazer otro, por que queriendo seguir palabra por palabra, y no declarar un vocablo por dos (que es muy dificultoso) ni anteponer, ni posponer uno à otro, fue forçado seguir el lenguaje que los antiguos Hebreos Españoles usaron, que aunque en algo estraño, bien considerado, hallarán tener la propiedad del vocablo hebreo, y allá tiene su gravedad, que la antiguedad suele tener.
Hay aquí una voluntad de dejarse influir por una lengua reputada de superior, deseo semejante al experimentado por los traductores vinculados a Alfonso el Sabio (como observó Antonio Galmés de Fuentes, 1955) o, ya en el siglo XV, por Enrique de Villena y Juan de Mena, intérpretes latinizantes de la Eneida u Omero romanzado. Y puede decirse que no desconoció el placer del calco, Fray Luis de León, el más grande de los traductores de los siglos de oro. Su versión del Cantar de los Cantares y la escritura en prosa del Libro de Job tienen ese sabor agreste del hebraísmo literal que alabaron con pareja intensidad Marcelino Menéndez Pelayo y Jorge Luis Borges.

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