martes, 8 de diciembre de 2015

"En toda traducción, lo que se pierde de un lado es celebrado del otro"

En su columna del diario Perfil del 5 de diciembre pasado, el dramaturgo, actor y director teatral Rafael Spregelburd, con su acostumbrada brillantez, reflexiona sobre qué traducimos y cómo nos traducen. Y a este último respecto, sobre cómo la negación de la realidad imposibilita, entre otras cosas, la traducción. .

Educando al extranjero

Toda traducción es un acto monstruoso: bajo la coartada de sus buenas intenciones (comunicarse con alguien) la traducción es más fiel a su propia lógica interna que a la del idioma de origen y sus problemas varios. Es lo de menos; más allá de los problemas de cada lengua, lo más inquietante de la traducción es la asimetría cultural, que revela siempre una pegajosa pátina de imperialismo, dominación o mero desinterés. No es lo mismo traducir “del” inglés (ya que todos conocemos sus connotaciones y sus deícticos y sus ciudades y sus íconos) que “al” inglés: cuando ellos nos traducen, nos toca explicarles todo, incluso que las palabras tienen género o que en agosto es invierno y no verano. Lo que no les interesa, es intraducible. Aun así es posible traducir la claridad y la luz de todo texto. Eso es fácil. ¿Pero cómo se traduce lo oscuro, lo nunca dicho abiertamente, lo que late bajo el uso cotidiano de la lengua?

Siempre que corro con la ventaja de ser traducido a otro idioma me ahogo en un mar de revelaciones involuntarias, como quien recibiera un electroshock de terapia lacaniana. Un traductor belga (que está abocado a la traducción de una obra mía que quieren hacer y que no es traductor, sino apenas y por suerte actor de madre española) me mandó una larga carta con preguntas. Las dudas son delirantes y razonables: como el español de su madre es castizo, hay piedra libre para dudar tanto de las palabras reales como de las intenciones del autor. Y mientras que un autor central (de lenguas de países centrales) se dedica casi exclusivamente a comunicar lo que tiene para decir, es sabido que los autores periféricos no sólo no comunicamos bien sino que –adrede– usamos el lenguaje para dudar del acto mismo de la comunicación.

En esta obra (está escrita en un castellano sensual que emula las traducciones peninsulares decimonónicas de los vagos clásicos rusos) me he permitido todos los desmanes y es ahora cuando debo repararlos si quiero que sigan con vida en otras lenguas. Hay dos personajes en la obra que son extranjeros (digamos que vagamente balcánicos) y todos hablan el italiano de Trieste, pero algunos lo hablan peor que otros, pese a estar traducidos. Un personaje, en una escena muy dramática, le explica a otro, a toda velocidad: “Querida Anja, no hace falta que le diga que es mentira que no lo hemos intentado todo”. A lo que Anja contesta, lógicamente: “¿Cómo?” Pues bien, confrontado con la pregunta del traductor he tenido que confesar toda la verdad: en los 80, a Alejandro Lerner se le daba por cantar una cosa en la que decía: “No hace falta que soñemos que es mentira que no existe la muerte cuando hay amor”, y supongo que en algún estrato ingobernable de mi muy bien ordenado inconsciente yo he pensado que la frase es tan reveladora como intransparente. Lo cierto es que no se entiende nada, pero como se trata de amor, la mejor coartada, la palabra más hueca de las canciones pegadizas y facilongas, el mamotreto pudo pasar el filtro de toda lógica (¿nadie desaconsejó a Lerner en su momento?) y convertirse en estribillo para la posteridad. Bendito el maldito pop, que hace posible lo imposible: introduce inocuamente lo impensable en las conciencias de generaciones enteras.

¿Qué puedo explicarle a mi amigo belga? ¿Que la cita es tan imperceptible como graciosa? ¿Que me estoy mofando de un tal Lerner, y de mí mismo que ni sé por qué recuerdo estas cosas?

Poco importa: el lenguaje de esta obra habla inevitablemente de su tema: la frontera. Y es precisamente la frontera ese asunto delicado que Europa no puede traducir, la frontera que el Viejo Mundo parece haber cerrado frente al aluvión de refugiados que ocasionan –precisamente– sus atroces políticas extranjeras. ¿Qué sentido tiene traducir esta telaraña risible de connotaciones de una obra de teatro cuando el tema está bloqueado de antemano?

¿Y qué sentido tiene explicar a los editores de Newsweek y sus acólitos que el triunfo de Macri no necesariamente significa lo que ellos quieren traducir a sus lectores? En toda traducción, lo que se pierde de un lado es celebrado del otro. Sobre todo cuando la traducción es a la lengua del acreedor.



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