Lola Arias es escritora, dramaturga y directora de teatro. El pasado
domingo 13 de diciembre, publicó en el diario La Nación ,
de la Argentina ,
la siguiente reflexión que es la que ya se hacen muchas personas.
Un ejército de libros sin destino
En
la casa en la que nací hay una biblioteca grande; mi madre es profesora de
literatura y mi padre, un arquitecto aficionado a los libros de arte. Cuando me
fui de casa, me robé mis libros predilectos y me fui comprando otros hasta
armar mi propia colección, que fue creciendo con los años. Y desde que vivo con
un escritor, mis libros y los suyos han copado todo el espacio de la casa. No
hay paredes blancas para poner cuadros porque hay bibliotecas. No hay lugar
donde no haya libros para ver. Y aun así no hay bibliotecas suficientes, y la
sección literatura en inglés duerme en siete cajas en el altillo.
Con el tiempo, estar
rodeada de libros comenzó a ser cada vez más inquietante. No porque no me guste
tenerlos ahí, sino porque, al ser tantos, hay algunos que raramente se vuelven
a abrir. Y entonces ese ejército de libros se queda ahí, posando en los
estantes, sin tener adónde ir. Y uno empieza a preguntarse: ¿Esto es un
cementerio de libros? ¿No deberían estar sueltos por ahí, pasando de mano en
mano, llenándose de marcas y subrayados ajenos?
Yo conocí a un artista que vivía viajando de país en país,
llevando solamente lo que podía acomodar en su valija de 22 kilos. Como le
gustaba leer, se compraba libros, los leía y luego los regalaba a personas
conocidas o desconocidas. Cuando le pregunté cómo hacía si quería volver sobre
algo que ya había leído, me dijo que no necesitaba releer para recordar, y que
prefería que los libros y él siguieran su viaje en distintas direcciones.
Hacer circular los libros es un verdadero desafío para la
cultura. En Río de Janeiro hay un proyecto de bibliotecas ambulantes que
parecen casitas para pájaros en unos postes en la playa donde uno puede
llevarse un libro ajeno y dejar uno propio. En Santiago de Chile, en el Parque
Forestal y otros parques, hay unos quioscos de revistas móviles donde uno puede
dejar el documento y llevarse un libro para leer a la sombra de un árbol. Así,
los libros se mueven hasta los lectores en lugar de esperar que los visiten en
la biblioteca pública.
Hace no mucho tiempo, podía verse a muchas personas leyendo
en subtes y colectivos. Ahora, cuando levanto los ojos de mi propio teléfono,
veo otros ojos sumergidos en pantallas en miniatura, moviendo los dedos a toda
velocidad. Pienso que podría donar mi biblioteca para el transporte público y
colocar largos estantes de libros sobre los asientos. O, mejor aún, se podrían
colgar los libros del techo, como esas viejas arandelas del subte que se movían
para un lado y para el otro. Y entonces, al estirar la mano, uno podría agarrar
un libro y leer, incluso estando parado en un vagón repleto.
A veces me pregunto si guardar libros no será ya algo
retro, como coleccionar vinilos. Entonces mi hijo de dos años se levanta de la
siesta, abre un libro cualquiera y se sienta en el piso. Cada hoja que pasa es
suspenso puro. Pienso: algo debe tener ese objeto. Si no, ¿por qué aún no se
inventó nada mejor?
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