Diego Erlan publicó el 1 de
julio pasado, en la revista Ñ, una
entrevista con Marcelo Zabaloy, con
motivo de la publicación de su esperada edición de Finnegans Wake, de James Joyce
Marcelo Zabaloy: la audacia y la proeza de traducir a Joyce
No es escritor
ni traductor profesional. Ni siquiera es profesor de literatura. Marcelo
Zabaloy nació en Bahía Blanca, tiene 59 años y durante toda su vida trabajó en
reparación de computadoras y en tendido de redes de datos. Desde siempre tuvo
un hobby: leer. De adolescente había leído sólo un cuento de James Joyce, de Dublineses,
y siempre escuchaba hablar sobre las dificultades del Ulises . No se amedrentó. El 16 de marzo de
2004, lo recuerda con precisión, su esposa le regaló una versión en inglés del
clásico de Joyce. “Esa fue la primera vez que lo leí”, dice Zabaloy, y esa
primera lectura duró un año. “Con gran dificultad pero enorme gusto”, lo leyó
una y otra vez. Cada párrafo le parecía extraordinario. Empezó a traducirlo
para leerlo mejor. Nunca quiso leer a Joyce traducido. Acumuló ensayos,
diccionarios y libros de referencia. En 2007, su esposa volvió a hacerle un
regalo revelador: la edición del Ulises en francés, traducción revisada por el
mismísimo Joyce. En ese descubrimiento, Zabaloy se dio cuenta de que con la
edición original inglesa y esa traducción al francés de 1929 tenía las dos
herramientas esenciales para embarcarse en un proyecto monumental.
–No ser traductor profesional o especialista en Joyce, ¿modificó su manera de enfrentarse con el texto?
–No ser traductor profesional o especialista en Joyce, ¿modificó su manera de enfrentarse con el texto?
–En
todo caso es fácil la excusa: hice lo que pude. Cualquier cosa que a vos te
encarguen y te den un anticipo, te pone en una situación de esclavitud. Dorada,
pero esclavitud al fin. Como a mí no me lo encargaron, tuve toda la libertad
del mundo. Y cuando terminé la traducción se la mandé a algunos editores, de
los cuales ninguno respondió salvo Edgardo Russo. Cuando recibió el correo,
creyó que era una broma. De todos modos se puso a leer el archivo y un mes
después me estaba llamando. Así como él no sabía con qué especie de loco iba a
tener que hablar, yo tampoco sabía con qué especie de editor estaba hablando.
Durante seis años trabajamos mi traducción línea por línea.
–¿Edgardo qué decía?
–¿Edgardo qué decía?
–Nos
cagábamos de risa.
–¿Por?
–¿Por?
–Porque no tengo deformaciones profesionales. No tengo pose de
escritor ni de traductor. Si a mí me gusta una palabra, la pongo. Por todos
lados, con el debido respeto al texto, puse palabras que a mí me encantan. Por
ejemplo “yuta”, “biyuya”, “bolazo” o “percanta que me amuraste”. Cosas que son
inconcebibles para un español madrileño. Edgardo me decía: “Nos van a matar,
Marcelo”. Pero a un rufián del bajo fondo, ¿cómo vas a hacerlo hablar? ¿Como un
señorito de Oxford? No. Hay otro pasaje donde están los apostadores del
hipódromo y es todo diez líneas de gritos de levantadores de apuestas con sus
doble a ganador, doble a contra sencillo, todo ese tipo de léxico, que es
propio de Palermo. ¿A mí qué me importa cómo se dice en Dublín? Traduzco lo que
se me ocurre siguiendo el orden y el sentido general de la expresión. Por eso
puse las expresiones que pueden escucharse en el hipódromo de Palermo.
–Dice que en el Ulises está todo, que es un libro que te hace mejor persona. ¿Por qué?
–Dice que en el Ulises está todo, que es un libro que te hace mejor persona. ¿Por qué?
–No es un libro de autoayuda. Es más que nada una sensación. El proceso
de lucha contra el libro, de investigar, de aceptar ideas que no son las ideas
corrientes. Por ejemplo la relación de Leopold Bloom con su mujer Molly. Bloom
sabe que la mujer le mete los cuernos. La aceptación de la persona como un ser
humano, con toda la vileza y las bondades que tiene, esa visión, podés leerla
en un libro que te diga: “El señor Bloom era un buen hombre y soportaba que su
mujer se encamara con diosymaríasantísima”. Pero no está puesto así. Desde
adentro de un tipo, podés ver qué piensa de su mujer sin que el tipo diga nada.
Es una maravilla de la técnica. Si atravesás el ejercicio intelectual que te
propone el Ulises , sos mejor.
–Acaba de publicarse su traducción del Finnegans Wake, ¿fue más desafiante que el Ulises?
–Acaba de publicarse su traducción del Finnegans Wake, ¿fue más desafiante que el Ulises?
–La última revisión que hice antes de entregar el texto definitivo fue la
décima. Te podrás imaginar cómo me ha quedado el cerebro. No hay argumento, no
hay una historia que puedas relatar, es una misma historia contada una infinita
cantidad de veces. Y en una línea, donde hay diez palabras, cuatro de ellas no
existen. No están en los diccionarios. Estás obligado a crear neologismos. Y
esa operación la tenés que hacer en treinta y seis líneas y después en
seiscientas veintiocho páginas. Es como si en tu casa tuvieras un galpón y
alguien te trajera una bolsa con cien kilos de rompecabezas. Y de los cien
kilos tenés treinta kilos de un gris que varía de una punta a otra, en cien
escalas. Donde el piso, el techo y el mar es lo mismo y tenés que poner cada
pieza correctamente para que quede armado. Esa es la complejidad. Ese es el
proceso de traducir el Finnegans
Wake . Si me preguntás a qué
se parece más, se parece más al sueño que podés tener mañana, que tiene pasajes
absurdos y pasajes claros, y los claros que tenés se te escapan mucho más
rápido que los absurdos. Ese es el lenguaje: un estado de sopor, de sueño, de
una historia que vuelve a repetirse. Están las palabras que parecen
inglés-inglés, y otras que son muy similares y están distorsionadas. Hay frases
de la Biblia o de Shakespeare puestas de forma tal
que si te las leo, podés llegar a imaginarte lo que es eso. Y después se
encuentran pasajes que pueden leerse a la perfección. Y no sólo que se pueden
leer, sino que son bellísimos.
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