Marie-Claire Solleville en su juventud |
La escritora y traductora española
María José Furió dedica su columna para el Club de Traductores
Literarios de Buenos Aires a Marie-Claire Solleville (foto), traductora franco-italiana
especializada en cine.
“¡Esto
no lo has traducido tú”
Semblanza
de Marie-Claire Solleville, traductora de cine
El número 3 de la revista L’Écran
traduit, especializada en la traducción audiovisual estaba enteramente
dedicado a las memorias de la traductora franco-italiana Marie-Claire
Solleville (1927-1991). Su título marca el desenfadado tono general: «¿Tú has
traducido esto? Breve aproximación insólita al cine italiano». Su lectura es recomendable
tanto por la simpática personalidad de la protagonista como por la información acerca
de los usos y costumbres en la traducción para el cine que estuvieron vigentes en
Italia y en Francia entre las décadas del 50 y 80, antes de la implantación
generalizada de la máquina de escribir electrónica y del ordenador.
Solleville
era nieta de Luigi Campolongui, figura eminente del antifascismo, e hija de
Lidia Campolongui, quien participó en la lucha política en los ambientes de la
emigración italiana. Llegó a Italia después de la guerra acompañando a Claude
Heymann y a Jean George Auriol* durante el rodaje de Fabiola, de
Alessandro Blasetti [1949]. Pronto se introdujo en los ambientes del cine –tuvo
por maridos al actor Fausto Tozzi y al pintor Sinko–, y fue ayudante de Renato
Castellani. Cinéfila desde muy joven, colaboró ocasionalmente con las revistas Cahiers
du cinéma y Arts, firmó guiones famosos, como Anche gli angeli
mangiano fagioli (También los ángeles comen judías, 1973, dirigido por E.B.
Clucher y protagonizada por Bud Spencer y Giulianno Gemma).
Pero fue la traducción de guiones para el cine, y al final de su
carrera también para series de televisión, la actividad que la convirtió en una
figura inolvidable para un impresionante elenco de directores durante la época
dorada del cine italiano.
El nombre de los directores con los que Marie-Claire Solleville
colaboró tira de espaldas: Roberto Rossellini, Federico Fellini, Dino Risi,
Francesco Rosi, Ettore Scola, Gianni Amelio, Alberto Sordi, Costa-Gavras, los
hermanos Taviani, Lina Wertmüller, Suso Cecchi d’Amico, etc. (Sí, qué envidia.)
Aunque habla con afecto y humor de la mayoría de ellos, no disimula que siente debilidad
por Rossellini, Rosi y Scola, sus apoyos más generosos –ahí tenemos la anécdota
de Roberto Rossellini paseándola por la televisión, la RAI, y despidiéndose de
ella con mucho teatro para que todos la vieran en su compañía, una especie de
carta de presentación andante–. La traductora se ríe no poco de Federico Fellini
y de la élite intelectual emergente en los años 60, pero no hay acidez en sus memorias,
marcadas de principio a fin por una risueña picardía.
Traducía siempre al francés y sorprende su categórica afirmación de que
no es posible ser enteramente bilingüe. Su materia de trabajo eran los guiones
completos para el doblaje en Francia; también traducía los guiones que el
productor utilizaría para buscar financiación mediante una coproducción, o los tratamientos
de un guión para presentarlo en festivales como los de Cannes o Venecia, donde
durante una semana se vive la mayor concentración de productores de cine y
televisión por metro cuadrado del mundo. Aquí vale la pena saber que la versión
francesa podía utilizarse para atraer al actor o actriz galos con que soñaban
el director o el productor y, por último, para preparar los subtítulos de las
películas llamadas “de arte y ensayo”.
Solleville ofrece un punto de vista privilegiado, al observar la
industria del cine italiano en primera línea mientras con su trabajo construía
el oficio de traductor audiovisual, que por entonces estaba en fase diría que
artesanal: se trabajaba sin contratos, no había asociaciones de traductores ni un
estatuto diferenciado; había que echar horas sin fin, las copias se hacían en
papel carbón, y debía apoyarse en dactilógrafas cómplices, diccionarios y
jergas construidos a medida por la propia traductora.
Scola escribe en la presentación del homenaje que su trabajo «sin fines
de semana ni vacaciones, ni Seguridad Social ni pensión de jubilación la
mantenía encadenada a su Olivetti Praxis 48 como una monja que no puede
abandonar su convento»... Una monja que tenía que conocer los burdeles,
comisarías y el habla de sus habituales como la palma de su mano. El director
de La terraza y Una giornata particolare encarece el trabajo de
la «irónica, generosa, testaruda» Solleville con interesantes reflexiones
acerca del reto que entraña traducir la lengua italiana, una auténtica jungla
léxica que se nutre de decenas de dialectos diferentes, a la que además se
incorporaban en esas décadas de esplendor las jergas profesionales, juveniles y
políticas, sin olvidar el idiolecto de cada personaje ni la contaminación del
inglés, que aun siendo generalizada en los países latinos, son distintos los
términos que cada país importa.
Varios son los buenos consejos de traducción que da Solleville, que ella
resume en “la obligación de pensar” y obligar a pensar a los otros y, sobre
todo, la obligación de estar despiertos. La suya no es una traducción
automática, ni perezosa ni toma atajos, es una traducción alerta a las
diferencias culturales entre los países vecinos, a las marcas de época (pone
como ejemplos el uso del Voi mussoliniano contra el Lei; las
camisas rojas garibaldinas, etc). Este tipo de traducción artesanal combina la
creación de un lenguaje creíble para el cine, adaptado incluso al actor que
interpretará el rol, con intervenciones sutiles en la adjetivación tanto para conformarse
a la preferencia francesa por la síntesis como para ahorrarle a las actrices
veteranas más bellas verse de golpe calificadas de viejas.
Sus observaciones irónicas sobre el cine erótico, en plena ola de
destape, no tienen precio, como tampoco sus ardides para cobrar sí o sí las
deudas que contraían con ella productores rácanos o cortos de fondos; nos cuenta
el truco para evitar que ese joven director que nos ofrece traducir su primer guión
tarde tres horas en ponernos al corriente de sus sutilezas y se extiende sobre
la necesidad de recurrir a expertos en jergas carcelarias y en narcóticos.
Sin embargo, seguramente el consejo de Solleville más útil para los
traductores, considerado el panorama hoy, es este: «No seáis estúpidamente
honestos».
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