Un libro valiente sobre un viejo dilema del exiliado: aprender la nueva lengua adoptiva, y olvidar (o no) la anterior, la de su patria de nacimiento.” Eso dice la bajada de la reseña que hizo el poeta, narrador y ensayista colombiano Darío Jaramillo, del libro Otra vida por vivir, del autor griego Theodor Kallifatides, para el suplemento cultural del diario El País, de Montevideo, el pasado 24 de octubre.
Theodor Kallifatides (1938) nació en Molaoi, un pueblo de Grecia, en el Peloponeso. Más tarde se trasladó a Atenas y cuando tenía 25 se instaló en Suecia, se casó con una sueca, tuvo dos hijos suecos y vive allí hasta hoy, cuando tiene 82 años. Aprendió sueco hasta el punto de convertirse en escritor en sueco. Otra vida por vivir (traducido por Selma Ancira) es un libro autobiográfico sobre hechos ocurridos hace muy pocos años y que se refieren precisamente a su condición de escritor, y de escritor en sueco. “La literatura había dado forma a mi vida casi tanto como las condiciones políticas y económicas de mi época. Sólo que antes yo no me daba cuenta. Lo mismo ocurría con el gran ‘si’ de la emigración. Me fui no sólo porque no encontraba trabajo, sino porque el hombre que se va, que quema las naves, es alguien muy común. Como aquel que vuelve o aquel que no olvida”. Y aclara: “la emigración es una especie de suicidio parcial. No mueres, pero muchas cosas mueren dentro de ti. Entre otras, tu lengua. Por eso me siento más orgulloso de no haber perdido mi griego después de haber vivido cincuenta y cinco años en Suecia, que de haber aprendido el sueco tan bien como lo he aprendido. Lo segundo fue obra de la necesidad, pero lo primero es un acto de amor. Una victoria contra el olvido y la indiferencia”.
Los hechos a que refiere Otra vida por vivir: “estaba atravesando días difíciles. Siempre volveré, la más reciente de mis novelas, me había dejado exhausto. Me sentía vacío e inútil. Una tarde en la Folkoperan de Estocolmo me encontré con un colega que me caía bien aunque no lo conocía yo demasiado. No sé cómo, pero acabamos hablando de mis dificultades. ‘Después de los setenta y cinco nadie escribe’, me dijo. Yo ya los había cumplido o sea que ya había entrado en la reserva. Me preguntaba si debía abandonar la escritura. Dejarla antes de que ella me dejara a mí. Había hecho varios intentos de comenzar a escribir alguna cosa utilizando ideas varias, pero todo había sido en vano. Dejaba las frases a la mitad. Me aburría”.
Kallifatides se planteó la idea de dejar de escribir. No estaba seguro de nada. Sabía que si abandonaba su oficio “tendría que abandonar mi estudio en la ciudad, ‘mi guarida de lobo’ como lo llamaba”; un lugar muy especial para él: “lo amaba. Amaba mi estudio. Por la mañana, cuando llegaba, lo saludaba, le preguntaba cómo había pasado la noche y si tenía algo para mí ese día. Y siempre tenía algo. La escritura está, sí, dentro de nuestra cabeza, pero también alrededor de nosotros, en las paredes y en los muebles, en el olor a café, en la luz de la lámpara. En días benditos todo es escritura, y en días malditos nada lo es”. Lo malo era que “ya no podía escribir. Los últimos seis meses en la ‘guarida del lobo’ fueron de pesadilla”.
Entonces se preguntó: “¿habría llegado la hora? A todos les llega la hora, decía, y pensaba en Simenon, que solía escribir una novela en dos o tres semanas. Su método era sencillo. Se encerraba en su habitación, su secretario le llevaba la comida y eso era todo. Simenon le quitaba la funda a su máquina de escribir y escribía. Eso hizo aquella última vez. Se encerró con llave de siete vueltas, le quitó la funda a su máquina de escribir, pero no le llegaba ni una sola palabra. Luego de varias horas se desesperó. Salió de la habitación y, simple y sencillamente, le dijo a su secretario: ‘se acabó’. Después de eso, no volvió a escribir ni una sola palabra, ese hombre que había escrito alrededor de cuatrocientos libros”.
Recuerda que “pensaba en lo que había dicho Aksel Sandemose, un escritor al que yo amaba y admiraba: ‘Quien puede dejar de escribir, debe hacerlo’. Y yo, ¿podía dejar de escribir? ¿Quizá debería hacer acopio de paciencia, dejar que pasara la inactividad, permitir que se despertara en mí aquello que me había hecho escribir durante tantos años?”. Y confiesa: “los recuerdos ya no me calaban. Había comenzado a transformarse en viejas fotografías. Yo mismo me iba pareciendo cada vez más a una vieja fotografía de mí mismo”.
Olor a queroseno
Diversas circunstancias le dan la posibilidad de pasar una temporada de varias semanas en Grecia, en su Peloponeso, en Eleusis, en su pueblo. Viaja con su mujer. Pero —horror— “Grecia había cambiado sin preguntarme”: “en otras ocasiones, cuando llegaba a Grecia lo sentía en el momento mismo de bajar del avión. Mis pulmones se expandían y, junto al olor a queroseno, aspiraba el país entero. Pero en esa ocasión nada. Tenía constantemente la sensación de encontrarme en un país equivocado, de estar en un lugar erróneo. Y todo esto estaba en relación con mi imposibilidad de escribir. Había perdido mi peso específico, mi capacidad de mantenerme a flote (…). Quizá finalmente ese sea el precio de vivir en un país extranjero. No es sólo que vives una vida distinta de la que dejaste atrás. Es que la vida en el extranjero te vuelve extraño”. Y más: “yo quería que todo siguiera siendo como antes. Ese es uno de los dramas del expatriado. Sueña con volver a lo que dejó. Pero eso ya no existe más que en su empañada memoria”.
De seguro —recapitula— la decisión de escribir en sueco lo había vuelto “siempre dubitativo, siempre inseguro, siempre temeroso de haber cometido un error, de haber dicho algo que no se decía así. Con esa espada de Damocles pendiente siempre sobre mi cabeza, he escrito a lo largo de más de cuarenta años (…). ¿Qué pasaría conmigo si escribiese en griego? (...) Tenía la sensación de que me sería más difícil redescubrir mi lengua que seguir escribiendo con la inseguridad de la lengua extranjera”.
A medida que avanza su temporada griega, sigue su viaje que lo va demoliendo por dentro: “miraba y volvía a mirar a mi alrededor con la esperanza de que algo se despertara dentro de mí, algo de todo lo que recordaba, pero era como si estuviera viendo una película vieja, descolorida. Los recuerdos habían perdido su fuerza. Quizá por eso no podía escribir. Me había convertido en una nuez vacía. Con hueco, las llamábamos, creo. Por fuera estaban enteras, pero por dentro no había nada”.
Al final llega a Molaoi, su pueblo natal. Lo invitan a una representación que darán los muchachos de su escuela. Se apagan las luces. Los chicos del coro comienzan con las primeras palabras de Los persas de Esquilo: “se me puso la piel de gallina (…). Yo había asistido a funciones con actores célebres, sin que me hubiesen conmovido. Me entregué a las voces de los chicos, a las palabras de Esquilo y mi alma se hinchó de orgullo”. Tiene un rapto, un arrobamiento, no en vano, pienso, no estaba lejos de Eleusis. Al día siguiente a la hora del desayuno, “el corazón me palpitaba con tanta fuerza que parecía que se me fuera a salir. Encendí mi ordenador, cambié el idioma de sueco a griego y me puse a esperar mi primera palabra. La tormenta cobraba fuerza. Yo, esperaba. No sucedía nada. Intenté pensar en griego sin conseguirlo. El sueco era el idioma en el que había escrito todos mis libros. Volví a cambiar el idioma de griego a sueco. Pero tampoco ocurría nada en mi cabeza (…). Permanecí sentado, cruzado de brazos, alrededor de una hora. No podía escribir. Estaba atrapado entre mis dos idiomas, como el famoso asno de Buridán, que no lograba elegir entre comer y beber”. Después de muchas cavilaciones al fin se dio cuenta: “estaba escribiendo, sí, en griego, pero pensando en el lector sueco”. Fueron los chicos de su pueblo, su maestra, las palabras de Esquilo, las cosas que le dieron la luz: “Y este libro, el primero que escribo directamente en griego después de cincuenta años, es mi agradecimiento tardío para ellos, que me devolvieron mi lengua, la única patria que todavía me queda y la única que no me heriría”.
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