Como ya fue comentado oportunamente, Miguel Wald, traductor de larga trayectoria, tiene un blog que, precisamente, se llama algundiavuatenerunblo . Sus entradas están muy espaciadas unas de otras, pero cuando sube algo, vale la pena leerlo. Es el caso de esta reflexión sobre la lectura.
Para leer un libro
Hay innumerables formas de leer un libro. Tantas, quizá, como lectores.
Están, por ejemplo, los que se zambullen sin preámbulo en la primera página del relato, de la novela, del poema, del ensayo o de lo que sea. Empiezan a leer directamente, casi sin reparar siquiera en el título, en la tapa, en las páginas iniciales, en nada. Se meten en el bloque de texto como quien mete una cuchara en lo profundo del dulce de leche.
Están, además, quienes van apilando libros como ladrillos para una torre en la mesa de luz, en el escritorio, debajo de la mesa ratona, en el rincón del pasillo por el que pasan para ir al baño.
Y están esos otros que lo primero que hacen es sostener los libros entre las dos manos, como si los estuvieran pesando, y de inmediato pasan un dedo por el borde de las hojas a toda velocidad, con efecto ventilador.
Y están quienes van directo al índice, esté al principio o al final del libro, para ver cuántos capítulos tiene, cómo se titulan. Y luego cuentan las hojas que tiene cada capítulo, y el primer capítulo tiene siete páginas, y el segundo tiene cuarenta y dos, qué desproporción, che, como si significara algo.
Y también están aquellos que se detienen a mirar la tapa como si fuera un cuadro. Y quienes parecen querer poner el libro bajo el microscopio y diseccionarlo con el bisturí de la mirada y lo primero que hacen es leer la contratapa, y después miran quién lo editó por primera vez, y cuándo, y quién lo tradujo, y cuántos ejemplares tiene esa edición, y luego el índice, y después los agradecimientos, y la dedicatoria, y los prólogos y los prefacios y las introducciones, y, finalmente, finalmente, se sientan con la satisfacción del deber cumplido. Y recién entonces meten la cuchara en el dulce de leche.
Hay en esta sombrerería sombreros de todos los colores y tamaños, pero no creo que haya unos sombreros mejores que otros, unos más perfectos que otros. No creo, digo, que haya una forma ideal de enfrentar, o abrazar, un libro, de leer un libro. O quizá sí, quizá haya una forma ideal, pero seguramente esa forma ideal será cada vez con cada libro, con cada persona en cada instante, y cada vez será distinta, o igual, pero esa forma de ser igual también será distinta, única, porque la relación con un libro es eso, algo único, siempre único, cada vez único. Y cada persona que enfrenta, que abraza un libro, no sabe que está repitiendo un ritual antiguo y universal, y no lo sabe porque ese ritual es sólo suyo, sólo de ese momento, sólo de la eternidad, porque la eternidad dura lo que ese instante. Nada. Todo.
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