“Escribir con la muerte” / Eduardo Lizalde y la traducción
La poesía es eterna, pero los poetas no. Que tengamos entre nosotros a Eduardo Lizalde, lúcido y escribiendo, es un privilegio para México y para la lengua castellana. No sabía cómo escribir algo para celebrar los noventa años del autor de Tabernarios y eróticos, pues no quería repetir lo que he dicho sobre su poesía en diferentes ensayos, pero al asistir al homenaje que la Academia Mexicana de la Lengua le ofreció en una sesión abierta el día 27 de junio en la Capilla Alfonsina encontré un motivo. Los participantes fueron Alejandro Higashi, Jaime Labastida y Vicente Quirarte, moderados por Gonzalo Celorio (cuatro generaciones representadas). Quirate contó que en una reciente reunión de la agrupación, el poeta homenajeado les habló del proyecto literario en el que estaba trabajando, la traducción al español de El cementerio marino.
Me llamó la atención que varios poetas a edad avanzada se embarcan en traducciones que parecen más propias de un impulso juvenil. Pienso en Tomás Segovia traduciendo Dios, de Víctor Hugo; en José Emilio Pacheco traduciendo los Cuatro cuartetos, de Eliot, o en Jorge Aulicino traduciendo la Comedia, de Dante. Queda claro que no son versiones filológicas ni de erudito, aunque puedan tener esas cualidades, sino manifestaciones de un entusiasmo lector; no son tampoco pedidos de carácter laboral o alimenticio; son impulsos creativos que responden a una vocación sostenida en el tiempo. Algunos lo han dicho de manera terminante: toda poesía es, al fin y al cabo, traducción, y abordarla así nos protege contra todo simulacro de originalidad y ofrece frescura a su carácter acumulativo.
Segovia, por ejemplo, señalaba, consciente de la condición ejemplar de la anécdota, que había empezado la traducción del poema de Hugo sesenta años antes de concluirla. Con Lizalde tiene una curiosa coincidencia: ambos tradujeron las Rosas, de Rilke. Y ambos, casi por la misma época, publicaron ambiciosos poemas corales –Lizalde Cada cosa es Babel; Segovia Anagnórisis– que probablemente tuvieron su origen en la admiración por las Elegías de Duino. Ninguno de los dos sabía alemán, aunque por sus estudios de filosofía lo habían frecuentado tangencialmente y los poemas franceses de Rilke les daban la oportunidad de expresar su cercanía con el escritor checo.
Por un lado, es lógico que Lizalde se interese en Valéry; por el otro, es extraño que se aboque a un poema tan difícil de traducir como El cementerio marino. Está indudablemente preparado para las densidades reflexivas del francés, pero es probable que le atraiga más el desafío formal de ese poema, que no pocos han abordado en español, entre otros en una versión que durante un tiempo se consideró canónica, la de Jorge Guillén. De alguna manera, y el ejemplo de Lizalde, como el de Segovia y Pacheco, lo confirmarían, el poeta longevo aspira de manera natural a ser il miglior fabbro, ha dejado atrás la hipnosis del genio y se siente más orgulloso de las sutilezas del orfebre que conoce los secretos de su oficio. En cierta manera la traducción les ofrece refugio contra el desencanto que la edad hace sentir frente a la escritura de afirmación personal en la proximidad de la muerte.
Si, como sabemos, escribir poesía es escribir contra la muerte, traducir transforma la frase: escribir con la muerte, por lo menos asomada tras la espalda vigilando nuestros trazos. Así el poeta le dice: espera, que aún no termino. ¿No había algo de esto en la famosa hipótesis de Valéry de que el poema no se termina, se abandona? Porque al ver a Lizalde lúcido y animoso, lo que Valéry dice del poema también se puede decir del cuerpo mismo. El poeta se va desembarazando de las ingenuidades del yo, pero no para entregarse a otra quimera, la de un nosotros en cierta manera olvidado. ¿Dónde se sitúa la labor de traducción? ¿Entre el yo y el nosotros, propone un ustedes? Un tú becqueriano. El poema de Valéry al que Lizalde se aproxima es el epítome de la poesía reflexiva que en México tiene su equivalente en Muerte sin fin. En apariencia, el tono del francés no está cerca del acento del mexicano, pero sí están en cambio próximas las actitudes ante ese pensar de la poesía que se proyecta como una reflexión más profunda que la de la filosofía. Esa multitud otra, que propone el ustedes mencionado líneas arriba, nos llega a través del traduttore /traditori y se debe a una idea de los lectores como comunidad.
Una cultura que no traduce es una cultura pobre. Un poeta que no traduce se pierde un registro de enorme importancia y limita su alcance. Auden, que prohibía al escritor trabajar de profesor, editor o periodista, admitía a regañadientes que podía hacerlo de traductor. Decía algo así como que hacerlo le soltaba la pluma. Yo lo entiendo así, no tanto como ejercicios de calistenia, sino un abandonar la escritura en manos de otro sin, sin embargo, soltarla. Los lectores de Eduardo Lizalde esperamos su versión de El cementerio marino no porque vaya mejorar o supere las otras varias que se han hecho en nuestra lengua, sino porque en realidad será un poema de Eduardo Lizalde. Así, el ejercicio de desdoblamiento hacia la otredad que está implícito en el gesto de traducir culmina en una fascinante tautología rimbaudiana: yo soy yo y sólo yo en la medida en que ese yo es otro.
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