En su columna del diario Perfil, del 21 de enero pasado, Damián Tabarovsky escribió la siguiente reflexión a propósito de la revisión que la traductora mexicana Selma Ancira hizo de una traducción que previamente había publicado. El autor de la columna, así, interpreta las consecuencias de ese cambio.
Cambio de palabra
Me gusta releer viejos números de revistas. Por ejemplo, en uno de los viejos números de Diario de Poesía hay un dossier dedicado a “cartas de poetas”. No sé por qué no es un tema que me entusiasma. Quizá por los restos que hay en mí de ciertas lecturas de juventud, cierta fascinación por la idea de la muerte del autor (la primacía del texto por sobre cualquier otra instancia). No obstante, comienzo la lectura del Diario de Poesía con la selección que hacen de algunas cartas entre Marina Tsvietáieva, Boris Pasternak y Rainer Maria Rilke. Aunque a contramano de lo que venía diciendo, ya había leído esas cartas, incluidas en el epistolario completo entre los tres poetas, en la edición publicada en 1984 por Siglo XXI de México, bajo el título de Cartas del verano de 1926. Diario de Poesía agrega un pequeño texto: “Cartas del verano de 1926, el epistolario entre Tsvietáieva, Rilke y Pasternak, apareció en castellano en 1984, cuando aún no existía como libro en ruso y Tsvietáieva no formaba parte de la cultura del mundo hispánico. Lo tradujo Selma Ancira, eslavista, crítica y traductora, nacida en México en 1956, seducida por la intensidad de las cartas y la personalidad de Marina Tsvietáieva. Partiendo de unas copias mecanografiadas que cayeron en sus manos por casualidad afortunada, preparó aquella primera traducción”. Décadas después de esa primera edición, Ancira tradujo el libro de nuevo, basándose en la última edición rusa, la del año 2000, que incluye nuevas cartas y poemas, publicado ahora por Minúscula. Es cierto: hacia 1984 poco se conocía de Tsvietáieva en castellano. Recién en 1990 y 1991 Ancira publicó sus traducciones de El poeta y el tiempo y El diablo, en Anagrama, y en 1992, de Indicios terrestres, en la desaparecida editorial Versal, sumados en esos mismos comienzos del los 90 a las traducciones –a cargo de Elizabeth Burgos, versionadas por Severo Sarduy– de Carta a la amazona y Tres poemas mayores, en la editorial Hiperión.
La experiencia de una traductora que reescribe, relee, repiensa su propia traducción me parece más que interesante. Y entonces, cotejo las cartas de ambas ediciones. Y leo, hacia el final del primer párrafo de la primera carta de Tsvietáieva a Rilke, esta frase: “Somos nosotros quienes elegimos nombres, y todo lo que acontece después es solo el -resultado de tal elección”. Luego la comparo con la versión de 1984, y encuentro que donde ahora dice “resultado”, antes Ancira había escrito “consecuencia”: “Todo lo que acontece después es solo la consecuencia de tal elección” (en la traducción original falta también el guión antes de resultado/consecuencia, tan propio del estilo de Tsvietáieva, al menos tal como la leemos en sus traducciones desde entonces). Luego voy a mi diccionario de sinónimos y antónimos (el Compact Océano, uno no demasiado bueno) y veo que “consecuencia” es la primera opción de sinónimo para “resultado”. Levemente decepcionado (hubiera querido elaborar una teoría sobre la diferencia entre resultado y consecuencia, pero no la hay), rápidamente cambio de opinión: en esa pequeña modificación, casi insignificante, Ancira coloca la traducción en el borde interno de la literatura. En ese detalle, como una poeta, la traductora busca la palabra precisa, la traducción perfecta a la que, por supuesto, nunca se llega.
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