Siempre curioso, Jorge Aulicino nos hizo llegar la siguiente entrevista entre Cesare Pavese y Leone Piccioni, fechada el 12 de junio de 1950 en el manuscrito. Si bien fue emitida en el espacio de la radio italiana “Escritores en el micrófono", aparentemente, satisfecho con el resultado, Pavese más tarde eliminó las preguntas y, con la debida autorización de Piccioni, la convirtió en un texto propio. Según nos comenta JA, encontró el curioso texto que sigue, y que en su parte más medular se refiere a la traducción, exactamente aquí.
Hace ya diez años que la crítica tiene la deferencia de ocuparse regularmente de mí, de los distintos relatos que voy escribiendo; y en los últimos años ha dicho cosas muy lisonjeras y acertadas acerca de ellos, cosas que yo mismo podría suscribir con satisfacción. Que quede claro, pues, que las objeciones que hoy haré a dicha crítica tomada en su conjunto– no surgen de una necia intolerancia de joven autor, sino, me atrevo a decir, del deseo de colaborar al esclarecimiento de uno de los problemas más discutidos de nuestra cultura actual.
Hablo de la llamada influencia norteamericana, es decir, no sólo de mí, Cesare Pavese, sino de la pequeña revolución que en los años de la guerra ha transformado, según dicen, la cara de nuestra narrativa. Cuando se habla de Hemingway, Faulkner, Cain, Lee Masters, Dos Passos, el viejo Dreiser, del socorrido influjo en los escritores italianos, más tarde o más temprano se pronuncia la palabra fatal y acusadora: neorrealismo. Ahora bien, quisiera recordar que esta palabra tiene, sobre todo hoy, un sentido cinematográfico; caracteriza las películas que, como Ossessione, Roma cità aperta, Ladri di biciclette, han asombrado al mundo –norteamericanos incluidos–, revelándole un estilo que en sustancia bien poco o nada debe al ejemplo de aquel cine de Hollywood que imperaba en Italia por la misma época en que se empezaba a conocer a los narradores norteamericanos.
¿Cómo es posible que en la misma papeleta se otorgue un sobresaliente a la cinematografía y un suspenso a la narrativa, cuando ambas han nacido al mismo tiempo y en el mismo terreno impregnado de jugos norteamericanos?
Los reparos que quería oponer son los siguientes: ¿Ha intentado esta crítica definir alguna vez el estilo, la manera narrativa norteamericana, buscando sus raices y modelos históricos? ¿Sabe esta crítica que sin Kipling no se explica un Hemingway, que sin el expresionismo alemán y los rusos no se explican O´Neill ni Faulkner, y que sin Maupassant no se explican Fitzgerald, Cain y todos los demás? No era en absoluto necesario salir de Europa para volverse, como se dice, neorrealista. Un paso más y podremos sostener, con toda razón, que fueron los norteamericanos los que aprendieron en Europa el neorrealismo narrativo (como técnica, por supuesto, no como espíritu), así como hoy de hecho aprenden el neorrealismo cinematográfico.
Queda mi caso personal. Lo siento pero cuando se me describe como uno que ha pasado del americanismo al neorrealismo polémico y luego sin más al regionalismo autóctono, confieso que no entiendo nada.
Empezando por el americanismo, supongo que se piensa en la docena o poco más o menos de narradores anglosajones que he traducido en los años treinta. Pero, dejando de lado el hecho de que es esos años escribía también los poemas de Trabajar cansa, para los cuales resultaría difícil encontrar un modelo anglosajón en nuestro siglo, es burdo creer que el traducir pueda acostumbrar la mano a ese estilo determinado que se traduce. El traducir –hablo por experiencia– enseña cómo no se debe escribir; a cada paso nos hace sentir cómo se expresan en un determinado estilo una sensibilidad y una cultura diferentes; y el esfuerzo por reflejar ese estilo nos cura de cualquier tentación de experimentarlo en nuestros propios escritos. Hacia el final de un intenso período de traducciones (Anderson, Joyce, Dos Passos, Faulkner, Gertrude Stein) yo sabía ya exactamente cuáles son los módulos y portes literarios que no me son permitidos, que me son exteriores y me dejan frío. Como sucede cuando uno se mezcla y habitúa a gente muy exótica e imprevisible, a la postre me sentí más aislado y más receloso, pero también más listo.
Además, miremos las fechas. Ninguno de los críticos quiere creer que mi relato “La cárcel” haya sido escrito, en la forma que tiene en Antes que cante el gallo, en 1939, porque su estilo enteramente evocativo y fantástico amenaza con invalidar la teoría de que yo he iniciado precisamente en aquel año el neorrealismo a la norteamericana. Eso es simplista, y, por lo demás, en la carrera literaria que me han trazado no encontrarían libros como Fiestas de agosto o Diálogos con Leucó, esos diálogos que son tal vez la cosa la cosa menos infeliz que yo haya llevado al papel.
Permítaseme hablar de mi obra como si fuera la obra de otro, y yo un crítico que nada tiene que perder. Digamos entonces que esa obra, iniciada recelosamente en los años del hermetismo y la prosa artística, cuando el castillo de la cerrada civilización literaria italiana resistía impertérrito los embates de los vigorosos vientos del mundo, no ha renunciado hasta el presente a su ambigua naturaleza, esto es, a la ambición de fusionar unitariamente las dos inspiraciones que desde el principio se combaten: mirada abierta a la realidad inmediata, cotidiana, rugosa, y recato profesional, artesano, humanista (frecuentación de los clásicos como si fuesen contemporáneos y de los contemporáneos como si fuesen clásicos, la cultura, en fin, entendida como oficio). De la civilización humanista esa obra quiere conservar –dicho con toda humildad– el distanciamineto contemplativo y formal, el gusto por las estructuras intelectualistas, la lección de Dante y Baudelaire: un mundo estilísticamente cerrado y en definitiva simbólico. De la realidad contemporánea quiere reflejar el ritmo, la pasión, el sabor, con la misma casual inmediatez de un Cellini, de un Defoe, o del parlanchín que uno encuentra en un bar.
Exigencias difícilmente conciliables, desde luego. Pero nos parece que ha llegado el momento, ahora o nunca. En tiempos como éste en que quien sabe escribir parece no tener ya que decir y quien empieza a tener algo que decir no sabe todavía escribir, creemos que la única posición digna de los que a pesar de todo se sienten vivos y hermanados con los hombres es enseñar a las generaciones futuras, que tendrán necesidad de ello, cómo puede transformarse la caótica y cotidiana realidad de todos en pensamiento y fantasía. Para llevarlo a cabo es obvio que será preciso no permanecer sordos ni al ejemplo intelectual del pasado –el oficio de los clásicos– ni al tumulto revolucionario, informe, dialectal de nuestros días. La crisis, bien se ve, es sobre todo política.
Descendamos a cotas más humildes. Ahora tal vez puede verse con claridad por qué Pavese rechaza el marchano de neorrealista, regionalista y cosas por el estilo. Me explico. Cuando Pavese empieza un relato, una fábula, un libro, nunca se propone un ambiente socialmente determinado, un personaje o unos personajes, una tesis. Casi siempre sólo apunta a un ritmo indistinto, a un juego de acontecimientos que son sobre todo sensaciones y atmósferas. Su propósito es aferrar y construir esos acontecimientos según un ritmo intelectual que los transforme en símbolo de una realidad dada. Lo conseguirá, naturalmente, conforme al grado de concreción sensorial, dialógica, humana que alcance en su elaboración. De ahí que Pavese no se ocupe en "crear personajes“ (hecho que no se ha señalado lo bastante). Los personajes son para él un medio, no un fin. Le sirven simplemente para construir fábulas intelectuales cuyo tema es el ritmo de lo que sucede: un estupor como de mosca cautiva bajo un vaso en “La cárcel”; la transfiguración angustiosa del campo y la vida cotidiana en “La casa en la colina”; la búsqueda paradójica que se pregunta qué es el campo, la civilización campesina, la vida elegante y el vicio en El diablo en las colinas; la memoria de la infancia y del mundo en La luna y las fogatas. En estos relatos los personajes son del todo sumarios, son nombres y tipos, nada más: están en el mismo plano que un árbol, una casa, un temporal o una incursión aérea.
Por eso Pavese considera, con razón, que Diálogos con Leucó es su libro más significativo, seguido muy de cerca por los poemas de Trabajar cansa. En cada uno de los Diálogos con Leucó se evoca, en rápidos parlamentos dialógicos entre los dos protagonistas, un mito clásico, visto e interpretado en su problemática y angustiosa ambigüedad, penetrando en su esencia humana, despojándolo de todos los primores neoclásicos y tratando a sus protagonistas como bellos nombres cargados ciertamente de destino, pero no de un carácter psicológico de bulto redondo. Así son, más o menos, todos los personajes de Pavese, y así espera él seguir haciéndolos, mientras se lo permitan sus fuerzas.
A la misma conclusión se llega examinando las predilecciones de Pavese, y con ello, se responde a la segunda pregunta del cuestionario. Más que italianas, sus lecturas son principalmente clásicas, y después por lo general extranjeras. Para Pavese, los máximos narradores griegos son Herodoto y Platón (a propósito él no hace distinciones entre teatro y narrativa), escritores que se preocupan menos del personaje –al contrario de Homero y Sófocles– que del ritmo de los acontecimientos o de la construcción intelectualista–simbólica de la escena. Le gusta mucho Shakespeare, pero no por la romántica razón de que es un creador de personajes inolvidables, sino por otra más verdadera: su absurdo y maravilloso lenguaje trágico (y también cómico) y las terribles frases o parlamentos del quinto acto, en el cual, por muy dispares que sean los caracteres de los personajes, siempre dicen todos la misma cosa. Le gusta como narrador, Giovanni Battista Vico, narrador de una aventura intelectual, que describe y evoca con rigor un mundo que siempre ha interesado a Pavese –el heroico de los primeros pueblos–, y lo ha inducido, desde hace ya mucho tiempo, a dejar las lecturas amenas para dedicarse a los informes y documentos etnológicos, textos en los que vuelve a encontrar aquel sentimiento de una realidad al propio tiempo simbólica y fundada en solidísimas instituciones que, en su opinión, es la fuente primera de toda poesía digna de ese nombre. En fin, le gusta bastante Hermann Melville cuyo Moby Dick ha traducido hace unos veinte años, no sabe con cuánta idoneidad, pero sí con mucha pasión, y que aún hoy le sirve de acicate para concebir sus relatos no como descripciones, sino como juicios fantásticos sobre la realidad.
Esta lista de lecturas es desde luego sólo indicativa. ¿Pero qué sentido tendría hacer una fácil ostentación de nombres? Quedan los escritores vivos, los italianos vivos, ¿pero por qué granjearse la amistad interesada o la enemistad? Es mejor evitar la trampa y declarar –por lo demás, conforme a la verdad– que para Pavese el mayor narrador contemporáneo es Thomas Mann y, entre los italianos, Vittorio De Sica.
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