Terminada la encuesta del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, a la que respondieron 50 traductores de la Argentina, Cuba, Chile, España, Estados Unidos, Gales, Irlanda, Italia, México y Uruguay, se le solicitó una síntesis posible a Leonora Djament, Lcenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, quien dicta clases de Teoría y Análisis Literario en la carrera de Letras de la UBA desde 1996. Para más datos, Leonora ha publicado numerosos artículos en revistas especializados y en libros, así como el volumen La vacilación afortunada. H.A. Murena: un intelectual subversivo (Colihue). Por si fuera poco, trabaja en el sector editorial argentino desde 1996. Allí se ha desempeñado como editora en Alfaguara, directora editorial del Grupo Editorial Norma y, desde fines de 2007 a la fecha, como directora editorial de Eterna Cadencia Editora.
"Escuchar las respuestas que cada texto propone"
La encuesta realizada por el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires y las respuestas publicadas resultan sumamente estimulantes para reflexionar sobre los imaginarios en torno de la lengua. Tres fueron las preguntas enviadas a 50 destacados traductores de diversas partes del mundo. La primera y la segunda pregunta –“¿En qué se parecen la traducción y la escritura? ¿En qué se diferencian?” y “¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción?– apuntan a pensar en torno de la naturaleza de eso que llamamos “traducción”. La tercera pregunta –¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?– invita a pensar sobre el estatuto del traductor en nuestra sociedad.
La primera pregunta es bien precisa en el sentido de que evita establecer una oposición tajante entre traducción y escritura y, en cambio, interroga sobre el suelo común de ambas y sobre las zonas en donde estas se diferencian. Siguiendo esta mirada propuesta por la pregunta, casi todos los encuestados encuentran similitudes y diferencias entre ambos tipos de textos. Sin embargo, la mayoría se inclina por pensar que son más las zonas comunes o, inclusive, más radicalmente, que traducción y escritura tienen la misma entidad.
Sáenz, por ejemplo, es uno de ellos y sostiene que no hay diferencia alguna entre traducción y escritura: “Traducir y escribir son una misma cosa”. Gianera y Imbrogno argumentan en la misma dirección: “Traducir es escribir y escribir es traducir mundos posibles”. Y, de hecho, Imbrogno sostiene que cuando una traducción no es buena, es justamente porque le falta escritura. Fortea agrega que “la traducción es escritura literaria, de un género literario al que denominamos traducción”. Pura convención social, entonces: de la traducción como un género más.
Vogelfang ensaya una definición sumamente interesante y concluye que el suelo común entre traducción y escritura es una misma concepción sobre la lengua: “Traducir es, en cierto sentido, hacerle a la lengua que se traduce lo que la lengua original le hace a su propia lengua”. Pero Vogelfang da un paso más y tuerce la argumentación de un modo novedoso en esta encuesta: no pensar ya en qué se parece la traducción a la escritura, sino “cómo hacer [para] que se parezcan” y en ese sentido se vuelve imperioso repensar “cuánto hay de traducción en la propia escritura”. Esto nos conduce, por supuesto, a la cuestión del estatuto del “original”. Así, Orensanz (y también Serrano) desbarata completamente la pregunta y la concepción tradicional de texto original y traducción para sostener que la noción de “original” no solo es problemática sino que muchas veces es la traducción la que ha consolidado o, incluso, creado el original.
Ahora bien, con la misma convicción, pero en sentido opuesto, Magnus es uno de los que sostiene de modo más contundente que traducción y escritura son dos cosas bien diferentes (“los parecidos son prácticamente nulos. Se escribe en el abismo, mientras que se traduce siempre en suelo firme”). Otros ejemplos de las diferencias entre escritura y traducción son las siguientes oposiciones, expresadas muchas veces con metáforas ingeniosas: creatividad vs. horror al vacío; libertad vs. ser un turista en un mundo creado por otro (Benseñor); jam vs. recital (Nowodworski), masturbación vs. sexo de a dos (Campos). Dimópulos aprovecha un ejemplo de traducción de ensayo para explicar cómo si bien escritura y traducción se parecen, se diferencian en la creación y pone este ejemplo: traducir bien a Heidegger no significa pensar como Heidegger.
Podemos decir que cada una de estas respuestas esbozadas conlleva una fuerte concepción sobre la lengua, sobre el sujeto y sobre el sentido. Quienes sostienen, como Camerotto que “para alcanzar esa ecuación [se refiere al “espíritu del original”] debemos saber qué pensó el poeta y cómo lo pensó”, reivindican una relación de transparencia del lenguaje donde un escritor expresa ciertas ideas y éstas pueden ser captadas y transmitidas en la lengua de llegada. Otros traductores, entendiendo al lenguaje en su carácter de mediación, piensan la traducción como un modo en el que “los lectores perciban el texto, emocional y artísticamente, de un modo que se corresponda con la experiencia estética que tuvieron los lectores de la obra original” (Solari). O sea que lo que habría que recrear es más una experiencia que la transcripción de una suma de palabras. En el otro extremo de las respuestas, la lengua se vuelve absolutamente opaca, la escritura es puro artificio, la literatura es puro palimpsesto.
Si bien personalmente tiendo a estar más cerca de esta última postura, me resulta sumamente importante el llamado de atención de Varacalli Costas quien sostiene que “es inevitable que la respuesta [a la pregunta 1] se centre más bien en las diferencias [entre traducción y escritura] que en las similitudes. Desnudar la escasa inocencia de esta pregunta no es superfluo: pone en evidencia una aspiración a jerarquizar una actividad que por su interés intrínseco no necesita equipararse con aquello que precisamente le da sustento e identidad”. De la misma manera que me parece importante sostener hoy, en términos estéticos y políticos, cierta autonomía de la literatura (aún sabiendo que se viaja a contramano), creo que no es mala idea sostener cierta especificidad de la traducción, para rescatarla de la indiferenciación dudosa o naturalizada y repensar su especificidad y responsabilidad (cuestión esta última que me resulta personalmente interesante y que solo es mencionada por Serra Bradford): la cantidad de decisiones estéticas, políticas y culturales que un traductor toma ante cada palabra que traduce.
En este sentido, la segunda pregunta, (“¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción?”) viene a interrogar justamente qué significa que un texto sea una traducción y qué hacer con este carácter. Hay que decir de entrada que la mayoría cree que debe “notarse”. Sin embargo, podríamos decir que las respuestas más interesantes son aquellas que no terminan de aceptar la disyuntiva planteada por la pregunta. Desgranemos todo esto.
Hay quienes sostienen que no debe notarse que un texto es una traducción. Debe “engañarse” al lector (Mascaró); “una buena traducción no grita a los cuatro vientos: “¡Soy una traducción!” (Imbrogno); Gwyn cree que los que dicen que se debe enfatizar la traducción “solo sirve para distraer o irritar. Está claro desde la tapa que se trata de una traducción y con eso debe alcanzar”. Extremando las cosas, Lewin plantea una naturalización de la lengua donde Homero Simpson habla en mexicano y eso es lo que nos resulta normal. Alejandro González directamente se pregunta “¿qué se supone que le aporto al lector haciéndole “notar” que está leyendo una traducción?”. Y agrega que ni siquiera las antiguas unidades de medidas utilizadas en el original habría que mantener y así extrañar al lector o tener que utilizar una nota a pie para terminar diciendo lo que no se quiso poner el cuerpo del texto. En el mismo sentido Iriarte sostiene que los textos deben leerse con absoluta fluidez, pero propone algo interesante: que toda traducción tenga un “prólogo a la traducción” donde se especifique la estrategia seguida. De modo que hacia dentro del texto, podríamos decir, se trabaja la máxima fluidez y hacia fuera, en los paratextos, se explicita el carácter de traducción y se visibilizan las estrategias.
Hay otro grupo de traductores que creen que la respuesta depende exclusivamente del contexto, del sistema cultural, del lector (Carmignani), "dame un contexto y haré milagros" (Santana).
En la vereda de enfrente están quienes creen que la traducción debe notarse. Montezanti acuerda, entendiendo además que se trata de una “práctica actual, fuertemente influida por las nociones de autoría, originalidad y derechos de propiedad”.
Ahora bien, ¿por qué sostienen estos traductores que debe notarse el carácter de traducción? Algunos (Ehrenhaus o Solari) creen directamente que no se puede no ocultar. Campos, por otro lado, apunta: “Si algo ha de notarse, es que se trata de un texto traducido, porque el mérito más alto al que debe aspirar un traductor es el de introducir momentos nuevos en los moldes de pensamiento de su cultura, en las estructuras de su lengua”. En el mismo sentido Dimópulos apunta: “La traducción es una puerta abierta a que una lengua diga cosas que, por sí sola, quizá sería incapaz de decir. Y solo las puede decir en el espacio de la traducción, por la invitación que nos hace la otra lengua a pensar distinto el problema de la expresión y del lenguaje en relación con el mundo”. Santana cree que “la traducción debe enriquecer la lengua de llegada, y por tanto no debe ocultarse bajo la apariencia de esa falsa fluidez que tantas editoriales y revisores buscan.”
Finalmente, en relación a la última pregunta de la encuesta, prácticamente todos responden que no debe ser más visible el traductor que la traducción. Hay un acuerdo general en que el traductor, de la misma manera que el autor de un texto en su idioma original, pierde relevancia frente al texto mismo. Sin embargo, resulta provechoso señalar algunos matices a esta respuesta más o menos homogénea.
Varios traductores (Benseñor, Carmignani, Santana, Solari, Camerotto) aprovechan esta respuesta para plantear cuestiones “gremiales” y recordar el estatuto legal del traductor según las legislaciones vigentes en materia de propiedad intelectual y derechos de autor en la mayoría de los países, cuestión no siempre respetada por las editoriales. Carmignani (y también Benseñor) agrega que la invisibilidad del traductor debe ocurrir dentro de la traducción. Sería como sostener: hacia afuera del texto, debe regir la visibilidad para lograr mejoras en las condiciones de trabajo (honorarios, plazos de entrega); hacia dentro del texto, autonomía de la obra e invisibilidad del traductor.
Laura Fólica sugiere “situar al traductor en el entramado de fuerzas sociales que lo tensan, distienden o tienden hacia lados, gustos o discursos”. Cada una de las respuestas propuestas por los traductores en esta encuesta permite visibilizar ese entramado de fuerzas sociales. Debemos recordar que toda definición o respuesta es siempre provisoria y dice tanto sobre un momento histórico determinado como sobre lo que el traductor cree que responde. Solo en un período donde todavía siguen vigentes las nociones de autoría y originalidad, pero a la vez donde después de por lo menos dos siglos esas nociones empiezan a resquebrajarse, tienen sentido las preguntas aquí formuladas y las respuestas esbozadas.
Distintas concepciones sobre la lengua, sobre la naturaleza del trabajo, la función social del traductor, sus cuestiones gremiales y legales, la aparente oposición entre original y traducción son algunos de los enigmas que quedan formulados, silenciosos, en todo texto y depende de nosotros saber escuchar las respuestas que cada texto propone.
Muy interesante el balance. Me parece también que los traductores que señalan una diferencia mayor entre escritura y traducción son aquellos que, además de traductores, son escritores. Para quienes no lo somos, la traducción es lo más cercano que conocemos a una escritura propia.
ResponderEliminar¡Joya de material toda esta encuesta y la síntesis, muchas felicidades a todos!
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