En octubre de 2012 la editorial argentina Eterna Cadencia publicó Lento en la sombra. Ensayos sobre literatura, arte y cine, del austríaco Peter Handke, un volumen que reúne textos inéditos en castellano del autor de Kaspar, La mujer zurda y La angustia del arquero ante el tiro penal. El volumen –traducido por Ariel Magnus y prologado por Matías Serra Bradford– incluye artículos sobre Franz Kafka, Thomas Bernhard, Ludwig Hhl, Hermann Lenz, Nicolas Born, Patricia Highsmith, Marguerite Duras, John Berger, Yasushi Inoué y Emmanuel Bove, entre otros. También, una serie de reflexiones sobre la traducción y sus propios traductores. Gracias a la amabilidad de Leonora Djament, en los próximos días se reproducirán en este blog estos últimos textos.
Sobre la traducción:
imágenes, fragmentos, un par de nombres
imágenes, fragmentos, un par de nombres
para Fabjan Hafner, por el Premio Petrarca
Cuando empecé a leer los nombres impresos en letra chica de los traductores, de los que nada más se sabía, como una añadidura mágica a las novelas extranjeras: Sigismund von Radecki (en Dostoievsky), Guido M. Meister (en Camus), Georg Goyert (en Joyce), Helmut M. Braem (en William Faulkner), Helmut Scheffel (en Michel Butor), Elmar Tophoven (en Samuel Beckett, Alain Robbe- Grillet)... Cómo me imaginaba a estas personas: dignatarios serios, retirados del mundo, completamente abocados al servicio de la causa, invisibles. Tanto más sonoros para el lector principiante los meros nombres.
Singular encuentro más tarde: el intermediario de mi primer manuscrito con una editorial era un traductor. El hombre en persona no se correspondía para nada con mi imagen del traductor: en lugar de ser un silencioso y mero esbozo, dominaba la escena; no la taciturnidad de un sirviente, sino el brío de un luchador (y efectivamente había participado en la Guerra Civil española).
Años después, como invitado en un encuentro de traductores, donde se discutían las versiones extranjeras de uno de mis libros. Los traductores como grupo, cada individuo sin rostro, pero de forma distinta a como me los había imaginado alguna vez, y al mismo tiempo, dignos, aunque de forma distinta que en mi imaginación. Con el correr de los anos, el encuentro, ahora sí, con cada uno de los traductores, encuentros también con los individuos aislados, pero confiados en sí mismos (más infantiles que la mayoría de los otros trabajadores solitarios, infantiles como probablemente solo lo sean este o aquel zapatero o peluquero, cuando viene de su pieza de atrás, con ojos vitalizados por su trabajo minucioso). Eran encuentros en los que el traductor, en vez de las grandes preguntas del escritor, hacía las pequeñas preguntas agradables sobre palabras, cosas y sobre todo lugares: lo decisivo, al menos en las traducciones de prosa, parecía ser la reproducción correcta de los lugares de la narración, los rincones, los límites espaciales, las transiciones. Con estas preguntas pasaban horas, que el autor y el traductor vivían como un libro conjunto, adicional, donde se unían entre sí la posibilidad y la imposibilidad de la traducción de un idioma a otro, y finalmente el atrevido declarar-como-posible también las imposibilidades.
Después, de manera más bien casual, sin intención, un intento de traducción propio: aunque solo unas oraciones, empezadas más bien como diversión o entretenimiento, de Un coeur simple de Flaubert (o sí, con una intención: hacerse una idea de esta tarea, porque la heroína de una historia planeada debía ser, precisamente, traductora). Luego, de pronto, el descubrimiento: en una búsqueda tal de correspondencia, en palabras, estructuras, ritmos, no solo arrastrar algo o reproducirlo, sino crear algo, sí, estar obrando, oración por oración, párrafo a párrafo, constantemente, un sentimiento que en la escritura originaria (o como deba ser llamada) solo se presentaba de forma esporádica o con posterioridad. Si tuviera que encontrar un verbo para una tarea como esta, sería “aclarar”, o “estructurar”, o mejor aún: “levantar”.
Luego, el tiempo en que uno mismo fue un traductor. Pero uno no podía hablar de sí mismo como “traductor”, de la misma forma que no podía hacerlo como escritor; a lo sumo, al igual que el “he escrito”: “he traducido”. De estas traducciones, que casi siempre eran mi propia elección y con las que nunca le quite el trabajo a ningún otro, me sentí por lo general protegido, como si al hacerlas tuviera puesto una especie de manto protector. No bien me abocaba a aquel “levantar”, se instalaba la tranquilidad. La propia escritura podía venir acompañada cada vez por la incertidumbre, mientras que al traducir yo ocupaba mi lugar en la silla. Al que escribía lo veía a veces como el “lover” más bien inconstante, y al que traducía, como a un amigo imperturbable. “I don’t want a lover, I just need a friend”, así canta la muchacha del grupo Texas, pero esta podría ser también la canción de la Mujer Mundo cortejada por la escritura. Para mi traducción, la condición era que en cada caso yo pudiera participar del texto; este juego de participación, por así decirlo invisible, detrás de bambalinas, me parecía por momentos como la forma de vida más equilibrada, además de la más puramente participativa. Posibilidad y paradoja del que traduce: participando del juego, se aparta del juego; se libera de su juego solitario, participando del juego de la traducción.
Y luego, y ahora, del par de personas que traducen que conozco, imágenes durante su tarea que se ponen una al lado de la otra y se convierten en la memoria en un desfile, esculturas instantáneas hechas de aire: uno, completando un detallado bosquejo del asunto que el autor quiso decir; el otro, acuartelado tras un largo viaje en la habitación miserable del sitio donde transcurre un libro, a fin de verificar, parado junto a la ventana, si el sol de principios de la primavera efectivamente, como está descripto, se pone entre aquellas dos cumbres de montañas; otro más, yendo aturdido hacia la biblioteca ante cada problema de comprensión y exclamando allí: “¡Oh, autor, que has escrito ahí otra vez! ¡Esa oración, no puede ser que lo digas en serio!”; y, por último, directamente un blasón del traductor: una figura ladeada, que con una mano escribe, la hoja junto al original sobre las rodillas, y con la otra alza el diccionario más pesado posible o incluso lo apoya sobre la cabeza, escultura de una hasta ahora desconocida disciplina atlética, practicada a escondidas; los escribas egipcios, indolentemente sentados con las piernas cruzadas, la tenían, al menos a juzgar por sus imágenes, mucho más fácil que nuestros traductores con su posición básica, que es la contorsión.
Traducir: en el centro del acontecimiento; escribir: al margen, en el continuo intento de acercarse a un centro, que permanece incierto, .que debe permanecerlo? Y luego, y sin embargo: en el transcurso del tiempo de traducción, con la idea, segura de sí misma, de que al apuntar, al ensamblar las palabras y las oraciones, uno está moviéndose siempre sólo hacia adelante, y al mismo tiempo, una necesidad de arrojar el manto protector, que entremedio también fue una cota de malla de esclavo; cuánta fuerza absorbía la traducción que, al contrario que el constante agotamiento de la escritura inmediata, no cae sobre uno como el vaho de lo nuevo; necesidad de abandonar el lugar seguro y exponerse al juego del cielo y el infierno de la escritura originaria, con el luciferiano “Este ahora soy yo”. ¿Necesidad, nostalgia? ¿Ímpetu? ¿Pulsión? Después de aquella triunfal seguridad de sí en el fracaso, en vez de ser siempre el que entiende, mantenerse como el que entra de forma ideal en el juego del otro; rescindir la segura amistad por la necesidad de la locura del amor: ¡fuera!, a salir de la acogedora traducción hacia el desierto del escribir, del tantear, del seguir la pista, donde uno esta “en su elemento”, un elemento que al que traduce le falta, ¿le ha faltado? Fuera la segura mirada gacha sobre lo existente, el libro, vuelta a la mirada a la altura de los ojos, donde quizá no haya nada, pero quizá de vez en cuando haya un algo. En medio de la escritura estamos en medio de la muerte, pero también en medio de la vida, como tal vez en ninguna otra cosa. ¿O sea que abajo con la traducción? Tal vez así: al principio y al final, la inestable, vacilante mano izquierda de la escritura, entremedio, la estable, tranquila mano derecha de la traducción, y luego, encima, al lado, la mano libre del ocio.
(1990)
Disfruté muchos estos textos. Muchas gracias por compartirlos. Quisiera saber cómo se llama esta obra de Peter Handke en su versión original y si existe alguna traducción al francés.
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