El pasado 9 de marzo, el escritor, traductor y editor argentino Damián Tabarovsky publicó la siguiente columna en el diario Perfil, de Buenos Aires. La reproducimos con gusto.
Tilde y política
Es muy conocido el pasaje de Freud en el que en un viaje en tren entabla una conversación con un desconocido donde hablan sobre Italia y los frescos de “El juicio final” de la cúpula de la catedral de Orvieto. Freud olvida el nombre del autor de la obra (Signorelli) y en su lugar recuerda los de Botticelli y Boltraffio, otros pintores. Partiendo de esa anécdota, Freud desarrolla una gran argumentación sobre el olvido del nombre y su relación con el inconsciente. Menos subrayado es que ese viaje transcurre en Yugoslavia y que poco antes, en la misma conversación, Freud había mencionado a los turcos que viven en Bosnia y Herzegovina. Slavoj Zizek, nacido en 1949 en Liubliana, entonces perteneciente a Yugoslavia, no deja pasar ese detalle y avanza sobre cómo aparece Yugoslavia en la obra de Freud. Según afirma, Freud se ocupa una sola vez de ese país o, mejor dicho, de un paciente de esa nacionalidad. Incluso no se ocupa él mismo, sino un colega que le escribe pidiéndole consejo. El paciente yugoslavo, pobre y poco formado intelectualmente, no logra mejorar, y después de un intercambio con su corresponsal epistolar, Freud le pide que desista de seguir con el tratamiento, agregando que el psicoanálisis no está en condiciones de tratar con ese tipo de gente.
Obviamente Zizek retoma el comentario despectivo de Freud, para leerlo en clave clasista (el psicoanálisis no es para los pobres) pero sobre todo, para ironizar sobre el aspecto nacional: el psicoanálisis no es para yugoslavos. Hay ahí, en esa nacionalidad, una lateralidad, una marginalidad, un corrimiento del discurso central de la teoría europea que Zizek, con un dejo borgeano, elogia: el pensamiento yugoslavo pertenece a la filosofía universal, pero desde el margen. Pensaba en todo esto mientras leía Pardonner. L’impardonnable et l’imprescriptible, de Jacques Derrida, recientemente publicado en Francia por la editorial Galilée, como versión definitiva de una misma conferencia que Derrida pronunció en Varsovia, Atenas, Capetown (Sudáfrica) y Jerusalén, todas ciudades igualmente periféricas. De entrada, Derrida establece una tensión entre “perdón” y “don” –un concepto incluido dentro del otro–, pero antes, para establecer esa distinción, aclara que eso ocurre básicamente “en su filiación tortuosa, de origen latino”, tomándose el trabajo de dar el ejemplo en diferentes idiomas: perdâo, en portugués; perdono, en italiano, y “perdon, en español”. Así tal cual: perdón sin tilde. ¿De quién es el error? ¿De Derrida? ¿De los correctores? ¿De la editorial? Poco importa. Interesa, sí, el error en su dimensión significativa: el texto de Derrida, el políglota, el que establece juegos de palabras en más de una lengua, erra cuando llega al castellano. Olvida un detalle, apenas un signo gráfico, una mera tilde. Pero lo suficiente como para remarcar la dimensión desconocida, lateral, descentrada, subalterna del castellano. Quizás el error de Derrida comenzó cuando decidió llamar a ese idioma “espagnol”, reproduciendo acríticamente el carácter militar y nacional de la lengua y sus instituciones normalizadoras (la Real Academia Española) y de marketing (el Instituto Cervantes), antes que llamarla “castillan”, hermoso y apropiado término que remite no a un Estado, sino a un fragmento, una región, una isla en un archipiélago de islas diversas dentro de una misma lengua. Llamar castellano a la lengua es una definición política. El interés del castellano reside en ser una lengua lateral, subalterna, menor, en el margen: en esas condiciones la literatura se vuelve excéntrica, es decir: literatura.
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