Publicada por la revista colombiana Mutatis Mutandis. Vol. 6, No. 2. 2013,
la siguiente entrevista de Nadia Silva
Hurtado con Rafael Spregelburd da
cuenta una vez más por qué el autor, director y actor es uno de los más
importantes escritores actuales de la Argentina.
Rafael Spregelburd y el teatro traducido
en América latina.
Rafael Spregelburd es un
dramaturgo, director y actor de cine y teatro argentino, que además se ha
encargado de traducir, entre otras, obras de Harold Pinter, Steven Berkoff,
Wallace Shawn, Sara Kane, Gregory Burke, Reto Finger, David Harrower y Marius
von Mayenburg. Al mismo tiempo, buena parte de sus textos –que exceden los
cuarenta– ha sido traducida a lenguas como el alemán, inglés, francés,
italiano, portugués, sueco, checo, catalán, ruso, eslovaco, croata y
neerlandés. Por su trayectoria heterogénea, en la que cada oficio parece
complementar al otro, Spregelburd se convierte en un referente, para consolidar
en Colombia el estudio sobre la traducción de teatro.
La iniciativa de esta entrevista
nació en el curso de Investigación en Traducción, en el proyecto en el que
trabajo, “Traducción y teatro”, que orienta la profesora Paula Montoya en el
programa de Traducción Inglés-Francés-Español de la Universidad de
Antioquia, y se hizo realidad gracias a la generosidad de Rafael Spregelburd.
–¿Cuál es el panorama de la traducción teatral en Argentina? Y en
general, ¿cuál es el panorama de la traducción de teatro en Latinoamérica, se
traduce mucho teatro en Latinoamérica (se publican traducciones), tiene
contacto con otros traductores de teatro en Latinoamérica?
–No lo sé, soy un dramaturgo que
traduce teatro, y no tanto un traductor que se dedique al rubro de manera
constante. No tengo muchos datos de la situación en otros países, pero lo que
sí me parece bastante evidente en la Argentina es que la traducción teatral no es una
actividad muy difundida. Tal vez esto se deba a que el teatro extranjero (sobre
todo el contemporáneo) se ve poco en la escena argentina. Por un lado, esto se
debe a la enorme producción de teatro local, un fenómeno parecido al del teatro
británico, que parece prescindir alegremente del teatro del resto del mundo
para concentrarse en sus propias invenciones. Por otra parte, con las
consecutivas devaluaciones, la compra de derechos de autores extranjeros se
hace en la Argentina
un negocio poco probable para las compañías independientes, que son las que
llevan adelante el mayor caudal de actividad teatral. Supongo que por estos
motivos, la traducción de teatro es una rara avis, a veces relegada a los
ámbitos universitarios o de formación. Tengo la impresión de que en otros
países se traduce mucho más teatro que aquí.
Con respecto a la publicación de
teatro traducido, la situación es similar. La obra de teatro impresa no busca
en general lectores sino directores que quieran montar esos textos. Por ello,
si un director tuviera interés real en alguna obra, en general tratará de
buscarla en lengua original y luego comisionar una traducción o adaptación ad hoc, pensada para su montaje
específico.
Las excepciones son los clásicos.
Muchas editoriales revisan de vez en cuando las traducciones existentes y
comisionan nuevas traducciones. A veces, a poetas-traductores más que a
dramaturgos. Así fue como la editorial Losada me comisionó las nuevas
traducciones de Harold Pinter, por ejemplo. Las que existían eran de hace mucho
tiempo, y a veces los lenguajes orales (y el teatro siempre tiene una estrecha
relación con la oralidad) envejecen a ritmos distintos entre una lengua y otra.
Pero lo reitero: mi experiencia
en este campo está muy limitada. En las ocasiones que traduzco teatro lo hago
como un trabajo de privilegio: se me da la oportunidad de aprender a fondo el
lenguaje de ciertos autores que me interesan, y el ejercicio es formidable: es
como vivir el sueño de haber escrito uno esas piezas que tanto me atraen. No
traduzco cualquier cosa: traduzco lo que me interesa especialmente.
–¿Cree que hay alguna evolución teórica o práctica con respecto a la
traducción de teatro?
–No podría ponerlo en términos de
manual. Pero sí creo que la traducción de teatro es muy específica y que se
apoya en supuestos diferentes de las otras formas de traducción. Muchas veces
se trata de reproducir no solo la “información” (el dictum) de un texto, sino también sus zonas de humor, que casi
siempre se apoyan en sutiles desviaciones de lo que sería considerado “normal”.
Otras veces, como en el caso extremo de Sarah Kane, que manifestó que “el texto
es música”, se trata de atender a la cantidad de sílabas, y negociar entre una
posible elección u otra la que más fidelidad rítmica tenga con el original,
pero también con la lengua de destino. Fíjese que en teatro no existe la chance
de la nota del traductor al pie de la página: nadie la leería en un
espectáculo. Por eso uno puede escudarse en todas las explicaciones y excusas
que quiera para que el texto sea “comprendido” en toda su riqueza, pero a la
hora de optar por la manera en la que un actor debe decir las cosas en escena
hay que tener agallas y jugarse por una elección que le parezca consistente con
el todo.
En la traducción de teatro se
trata de respetar mucho los tiempos y respiraciones de los actores. También de
ejercitar las equivalencias dialectales: si un personaje habla en cockney británico, ¿es verdad que el
equivalente es el lunfardo? Yo creo que no siempre. Y de allí que haya que
–muchas veces– inventarse un registro de lengua verosímil aunque inexacto,
porque los registros que existen en tu lengua pueden aportar algunas
connotaciones que el autor original ni pensó ni le interesaría pensar.
Para traducir teatro, en suma, no
se trata solo de hallar la fidelidad al “significado” de las oraciones; hay que
bucear un poco más allá, y tratar de transmitir su “Sentido”. Sentido y
significado son –lo he dicho mil veces- entidades opuestas y antagónicas. El
sentido es lo que aumenta cuando el significado (el orden, la forma) sucumben.
Trabajar con el sentido es muy difícil, porque su alma radica en ser informal,
incomunicable: es el fondo invisible sobre el que se proyectan las figuras. Hay
que leer cien, mil veces lo traducido en voz alta, y leerlo en el idioma de
origen, tratando de ver si ambas frases producen un mismo “afuera” a su
alrededor. Pero no quiero sonar muy místico: simplemente creo que traducir es
tan arduo como escribir, y a veces aún más. Cuando traduje a Steven Berkoff,
por ejemplo, sentía que él fabricaba esa rara musicalidad pluriforme, mezcla de
verso shakespeareano con grosería de tugurio, y que lo hacía con una enorme
libertad: yo no podía tener la misma libertad que él al traducir, porque debía
–además- hacerme cargo de la coincidencia con el significado. En mis primeras
traducciones de Berkoff sufrí mucho, porque sentía que si no experimentaba su
misma libertad para la escritura, la pieza no iba a ser un buen equivalente.
Con el tiempo, y con la aceptación de mis primeros intentos, fui tomándome cada
vez más libertades. Y creo que esto fue bueno. Pero será el tiempo quien juzgue
estas traducciones tan difíciles, que tal vez funcionan bien hoy, pero ya no
dentro de diez años. Las lenguas no se están quietas.
–¿Cómo llegó a la traducción?
–Los idiomas me han apasionado siempre. Si bien hablo varios en
niveles muy básicos (ahora estoy aprendiendo ruso, que es como jugar con
fuego), solo tengo nivel suficiente para traducir del inglés. Y en algunos
casos del alemán. Fui profesor de inglés durante un tiempo, y traducía mucho
para mis alumnos. Mis alumnos solían ser de dos profesiones muy precisas:
médicos o abogados marítimos. Sería muy largo explicar el porqué. Pero con el
tiempo me especialicé en traducciones de estas disciplinas. Solo cuando mi obra
teatral comenzó a ser más o menos reconocida se me dio por traducir teatro, es
decir, juntar dos profesiones que hasta ese entonces habían estado muy
separadas.
–¿Cómo ha sido la experiencia de traducir teatro? ¿Ha traducido otros
géneros?
–Sí, sobre todo artículos médicos (que son facilísimos y muy
aburridos) e informes de colisiones de buques y tormentas (que son
dificilísimos y apasionantes). Pero, en general, solo traduzco ahora teatro. Ni
siquiera me divierte mucho la traducción simultánea en conferencias o
circunstancias teatrales en las que me he encontrado: la comunicación me
interesa menos que las gramáticas, mucho me temo, y me agobia tener que
traducir en simultáneo, sin poder saborear con cuidado las palabras que elegiré
para producir tal o cual efecto.
–¿Cuál fue el proceso por el cual le llegaron las obras que ha
traducido?
–No lo recuerdo muy bien. La primera vez fue sin duda un pedido
específico para traducir Decadencia,
de Berkoff. Me lo pidió su director, Rubén Szuchmacher, y el productor, Darío
Loperfido. Me aclararon que sería difícil. Y se pusieron a mi disposición para
ir evaluando juntos el trabajo. Sobre todo la actriz Ingrid Pelicori, que
también habla inglés y que tiene un oído muy fino para advertir las
musicalidades de las lenguas. Yo me le atreví a esta obra porque sentía que era
de alguna manera un trabajo en equipo y para un fin determinado: si algo estaba
mal, nos íbamos a dar cuenta juntos y lo podríamos solucionar sobre la escena.
Después empezaron a llegar
pedidos más impersonales. Traducciones para ser publicadas, es decir, de las
que tal vez yo jamás conociera a sus posibles directores. Así sucedió con la
gran cantidad de obras de Pinter que he traducido. Pinter era muy celoso de las
traducciones de sus obras. Lo conocí en 1996, y desde entonces trabamos una
cierta relación, tal vez porque cometimos la audacia de adaptar dos de sus
obras (Betrayal y Old times), algo que él jamás volvió a
autorizar a nadie en esta tierra. Desde entonces, sus agentes están muy
contentos con el hecho de que yo me encargue de sus traducciones para América
Latina. El encargo lo hace la Editorial Losada , que en principio estaba
decidida a publicar su obra completa. En medio de esta tarea titánica (publiqué
con ellos cuatro volúmenes de piezas teatrales), Pinter ganó el Nobel y sus
derechos ya fueron inaccesibles para una editorial argentina, así que la
operación quedó trunca. Sin embargo, estas traducciones circulan mucho, incluso
por México, Perú, Colombia, etc., porque son las más recientes que Pinter haya
llegado a autorizar.
Luego llegaron otros autores que me
interesaban personalmente: Wallace Shawn (que es uno de mis favoritos), Sarah
Kane (su Crave requiere dejar muchos
huecos en el significado…), Martin Crimp, Mark Ravenhill, el alemán Marius von
Mayenburg, el suizo Reto Finger, el checo Petr Zelenka, que me fascina, y a
quien he traducido del inglés con ayuda de una amiga checa que ponía un ojo
sobre el original.
–¿Hay características comunes entre los autores que ha traducido?
–No. Simplemente me han interesado por algún motivo especial. Y
todos son contemporáneos. No tengo gran interés en traducir los clásicos, que
ya se han traducido mil veces. Pero tal vez sea que los clásicos tampoco me
interesan como director, y por eso es que mantengo con ellos una relación de
respetuosa distancia.
–¿Qué recibimiento han tenido las traducciones que ha publicado?
–No me puedo quejar. Han obtenido algunos premios locales, y se
difunden mucho en otros países de habla castellana. Igualmente imagino que cada
país debe hacer las correcciones locales necesarias.
–¿Qué formación tiene como traductor?
–Ninguna. Salvo que consideremos formación el propio ejercicio de
la escritura. Yo soy un escritor que traduce, y que cuando lo hace, siente que
no hay gran diferencia entre escribir y traducir. En ambos casos se trata de
captar en imágenes y sonidos un sentido que se nos escapa.
–¿Qué formación cree que debería tener un traductor de teatro?
–No lo sé. Imagino que debería
estar inmerso en el mundo del teatro, observar a los actores, sus dificultades
y triunfos en el ejercicio de la improvisación, aprender de ellos su facilidad
para la ocurrencia, el repentismo, la insolencia, las desviaciones de los
registros de lengua “correcta”. Pero tampoco haría ningún daño que estudiaran
en profundidad el castellano. No sé si existen traductores completamente de ida
y vuelta, completamente bilingües: el que puede realmente crear, inventar en
una lengua, siempre lo hará con más facilidad en una que en muchas. Yo, por
ejemplo, no me suelo autotraducir ni al inglés ni al alemán: si bien puedo ser
preciso con mis propias intenciones con cada palabra, me faltarían elementos
para juzgar la elección de una paleta determinada en un mundo lleno de colores
que desconozco. Eso sí: soy la pesadilla de mis traductores, los persigo hasta
la última coma. Sobre todo cuando, por una cuestión de imperialismo cultural,
las obras escritas en lenguas periféricas (como el castellano) deben perder matices
para ingresar en cajas más chicas, como el francés o el inglés que son lenguas
–si se me permite– de una riqueza discutible al ser comparadas con las posibilidades
retóricas del castellano.
–¿Qué parte de su vida profesional le dedica a la traducción?
–Bastante más de la que estoy
dispuesto a asumir. No solo debo traducir teatro de vez en cuando (una o dos
piezas al año) sino que a veces me veo traduciendo miles de cartas, mails,
dossiers y descripciones que están a mitad de camino entre lo literario y lo
práctico: mi producción teatral es cada vez más rica en el exterior (Alemania,
Suiza, Francia, Italia, sobre todo) y esto me tiene traduciendo y trabajando
con otros traductores muchas más horas de las que dedico a la escritura.
–¿Considera que las diferentes actividades que realiza (escribir,
traducir, dirigir,
actuar) se complementan? ¿Cómo puede notarlo?
–Sí, cuando tu trabajo tiene que
ver estrictamente con las palabras, todas estas actividades son muy parecidas.
Traducir es a veces planear un ensayo: esto se dirá y esto otro no. A su vez,
traducir y escribir son la misma cosa: en ambos casos hay un intento de pasaje
de un lenguaje a otro. En la escritura, del lenguaje a veces informe de la
emoción y la intuición, a las frases que las comuniquen. Tal vez la actuación sea
la actividad más autónoma, pero en algunas ocasiones me he visto actuando en otros
idiomas (sobre todo en cine) y también llego al set traduciendo mis propias líneas
de la manera más natural posible.
–Dentro de la traducción de teatro, ¿cómo considera que debe afrontarse
la necesidad de mostrar o trasladar características sociales específicas en
nuevas geografías?
–Esta es una discusión muy ardua.
Y depende del contexto y forma de la pieza. Por ejemplo, podríamos afirmar que
en el 90% del teatro inglés la traducción exacta del contexto social es
importantísima. El teatro inglés es altamente imitativo de la realidad. Los
actores ingleses ponen en sus currícula cuántos acentos y dialectos pueden
imitar, y sus roles quedan limitados a sus habilidades de habla. Cuando se han
traducido en Inglaterra algunas obras mías, los traductores me piden datos de mis
personajes que yo mismo desconozco: qué edad tiene, dónde ha nacido, a qué clase
social pertenece. Les explico que a veces los personajes no son realistas, y
que son engranajes de una maquinaria poética que no necesariamente es imitativa
de un paisaje social determinado. A veces hay personajes que hablan de manera incorrecta,
ya en la lengua original, y eso no significa que sean de clase baja ni mucho
menos. Pero el inglés es el idioma del imperio, y suele regirse por reglas muy
protestantes y muy prácticas: es flexible, pero también lapidario a la hora de decidir
qué invenciones pueden tener lugar y cuáles sonarían simplemente a inglés mal
hablado, o a globish.
Cada región geográfica debe
inventar su propia traducción. Sus necesidades no son sólo lingüísticas, sino
también de verosímil. Lo que nosotros llamamos realismo en la Argentina , para un
británico sería grotesco. Lo que llamamos poesía, para un alemán será apenas
realismo mágico. Y justificarán sus elecciones en función de maquinarias
poéticas conocidas, de otros modelos que se les parezcan a lo que tienen entre
manos.
–¿La posibilidad de hacer que el texto final perdure en el tiempo (que
no tenga que ser modificado en caso de que se lo represente mucho tiempo
después) es para usted un factor determinante a la hora de traducir?
–No, pienso en traducciones para
aquí y para ahora. No puedo proyectarme hacia un futuro incierto, ni limar las
asperezas y deformidades de mi época en la espera de que en el futuro se
preserve algo más puro. En el futuro se harán otras traducciones, y punto. Pero
creo que esto es algo más o menos excluyente del teatro, que busca siempre un
verosímil muy inmediato, y aparentemente construido con ligereza y sin
complicados recursos retóricos.
–¿Está traduciendo algo actualmente?
–Más o menos: me estoy
“destraduciendo” a mí mismo. Mi última obra, Bocetos para el fin de Europa, fue escrita en el marco de L’Ècole
des Maîtres, donde dirigí a actores portugueses, italianos, franceses y belgas
francófonos. Así, los bocetos que integran esta obra están escritos en varias
lenguas a la vez: italiano, francés, portugués, castellano, inglés y alemán.
Para una revisión de las obras en una sola lengua (el castellano) estoy
tratando de autotraducirme a mi propio idioma. Es un ejercicio fascinante. Hay
cosas que suenan tan bien en italiano, que me muerdo los codos tratando de
reproducir en equivalentes castellanos. Asimismo, la cantidad de malentendidos
que se producen en las escenas escritas en francés (una lengua muy propicia
para el error y la confusión, ya que casi todas las palabras suenan igual) son
difíciles de recrear con gracia en castellano, donde los equívocos son otros. Aprendo
mucho sobre mi propia escritura cuando hago este tipo de ejercicios. Por eso
imagino que difícilmente deje de traducir teatro alguna vez.
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