El 11 de mayo pasado, en su columna dominical del diario Perfil, el narrador y editor argentino Damián Tabarovsky escribió lo que sigue
del irascible charlista y plagiario español Arturo Pérez
Reverte.
Un trabajador de la cultura
A
la salida del franquismo, el Estado español y los grandes grupos económicos
tomaron la decisión estratégica de ocupar un lugar de hegemonía en la industria
cultural en castellano (una de las primeras políticas consistió precisamente en
abolir cuanto se pudiera la palabra “castellano” y reemplazarla por “español”).
Ayudados por las sucesivas crisis argentinas y por la pereza mexicana por
disputar ese sitio y, también, por una evidente capacidad propia para generar
productos culturales mediáticos y un nuevo estilo de consumidores modernizados,
hoy, cuarenta años después, nadie duda de que el objetivo fue alcanzado. La
industria editorial fue parte central de ese proceso de reorganización
capitalista, como también lo sabemos bien. En algún momento, entrados ya los
años 80, el mercado editorial español percibió que no tenía best sellers
propios, grandes vendedores españoles, lo que significaba un problema. Pronto
entendieron que traducir a los Umberto Eco, Stephen King, John Grisham o las
sagas de policiales suecos o de libros porno soft para mujeres no era
suficiente para hacer funcionar la industria, y que eran necesarios best
sellers locales. Esa situación también hoy está resuelta. Alcanza con ver las
cifras de ventas de Carlos Ruiz Zafón, Almudena Grandes o Arturo Pérez-Reverte,
entre otros, para confirmar el dato. Ninguna industria editorial vive sin
grandes best sellers propios, y el hecho de que la literatura argentina no los
tenga señala ya un rasgo de debilidad estructural del mercado local.
Precisamente, Pérez-Reverte pasó recientemente por Buenos Aires, donde fue
entrevistado por varios medios, en particular un reportaje excelente en ADN, a
cargo de Martín Rodríguez Yebra. En un momento de la entrevista, ante la pregunta
de si está “enojado con España”, Pérez-Reverte aporta una aguda definición:
“Estoy más enojado con los 99 malos estúpidos que con el vil (…) los otros son
cobardes, estúpidos, acomodaticios, borregos que se dejan arrastrar.
Despreciando como desprecio a los nazis, desprecio más al ciudadano común que
quiere congraciarse con el nazi (…) la mayor parte del daño lo hacen las ratas,
no el verdugo”. Esa y otras frases por el estilo, dichas a lo largo de la
entrevista, me hicieron entusiasmar. Si se presta atención, de alguna forma lo
que está haciendo Pérez-Reverte es poner en cuestión a sus propios lectores,
esa inmensa mayoría silenciosa, esa marea de clase media cotidiana gris, esos
“ciudadanos comunes” que compran sus libros. ¡Pérez-Reverte, el escritor que muerde
la mano que le da de comer! No pueden saber ustedes el entusiasmo, la
curiosidad y, casi diría, la alegría que sentí al leer esas frases. Luego
continúa con una serie de críticas también muy intensas al mundo del arte,
hasta que le preguntan si “pasa algo parecido (…) con la industria del libro”.
Pérez-Reverte contesta: “No. Son mundos muy distintos. El arte moderno (…) son
operaciones comerciales. En la literatura es distinto (…) el mundo del libro es
mucho más auténtico”. Y de golpe, en un segundo, mi entusiasmo se deshizo. El
mundo es una porquería, pero el mercado editorial es bueno. Rápidamente recordé
de qué trabaja Pérez-Reverte, qué encarna, qué literatura escribe y cómo
funciona la moralina del intelectual progresista de mercado. No, jamás Pérez-Reverte
va a morder la mano que le da de comer.
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