viernes, 8 de agosto de 2014

Transformar un encargo en proposición activa

“En este artículo se analiza una de las competencias fundamentales que tradicionalmente ha quedado excluida de las destrezas que se esperan de un buen traductor literario: la capacidad de convertirse en agente de su propio conocimiento de la cultura de la lengua extranjera desde la que traduce aún sorprende a muchos egresados de la titulación de Traducción e Interpretación, e incluso a algunos traductores. El cambio del papel pasivo al activo del traductor literario reside en el conocimiento del mercado editorial y de la propia literatura”. Así dice la bajada de la nota que nuestra querida Yolanda Morató publicó en La linterna del traductor (http://www.lalinternadeltraductor.org/n4/traductor-literario.html)

A vueltas con el traductor literario:
una reflexión sobre sus competencias

En la lengua inglesa la palabra agency tiene un doble significado. Por una parte, hace referencia a la consabida acepción que designa, como el término en español, una oficina, despacho o sucursal de una empresa en la que se gestionan asuntos del interés de unos determinados clientes. En una acepción formal del término, el inglés reconoce que hacer algo «by/through the agency of», de manera literal, por medio de la agencia de alguien o de algo, implica la intervención de una persona o cosa —el agente propiamente dicho— que tiene capacidad de obrar y causar efecto en el resultado. Dicho esto, la expresión inglesa bien puede aplicarse a la labor que desarrollan algunos traductores literarios cuando quieren introducir, y por tanto publicar, cierta obra de un autor en un país en el que se hable la lengua hacia la que traducen.

Esta agencia1 del traductor literario ha tenido lugar a lo largo de los siglos, cuando la figura del editor no estaba tan perfilada como en nuestros tiempos o simplemente no contaba con más competencias que las de sufragar y organizar la publicación en sí. Existen, por supuesto, casos singulares, como la edición de los poemas de Garcilaso de la Vega realizada en 1580 por Fernando de Herrera, que constituye una edición crítica y filológica —con determinados desaciertos—, o la diferencia general entre las competencias del editor anglosajón y las de nuestros editores españoles, entre los que también podríamos señalar notables excepciones que no son pertinentes aquí.

La labor del traductor literario como descubridor, introductor y divulgador de autores no es, por tanto, nada nuevo, como tampoco lo es la confluencia de escritor y traductor en una misma persona. Recuérdese uno de los fragmentos de La novela de un literato, en la que Rafael Cansinos Assens reflexiona sobre el papel del traductor literario. Unos amigos del autor, Pepe y Manolo Molano (protagonistas de su novela póstuma Bohemia), le recomienden la traducción como vía de subsistencia que emplean muchos escritores; una realidad contraria, podría decirse, a la que vivimos hoy:

¿Por qué no traducía como Viriato y González-Blanco y tantos otros? Ahí tenía a Rafael Urbano y a Luis Terán, que se ganaban de ese modo la vida y además se hacían un nombre. ¡hasta Unamuno traducía para la España moderna!...
Yo torcía el gesto. eso de traducir, de verter al propio idioma los pensamientos ajenos, era algo secundario, servil. yo quería expresar los míos.
—Pero por algo hay que empezar. vea usted, Valle-Inclán mismo ha traducido  La Reliquia de Eça de Queiroz [.] una buena traducción tiene su mérito. los traductores —agregaba Manolo— han hecho un gran papel en la historia literaria2.

Bien es cierto que en el campo de la traducción literaria —al que por alguna razón muchos siguen llamando «no especializada» a pesar de que el lenguaje de la ficción es siempre, por fuerza, artificial y por tanto de lo más especializado— conviven aún varios clichés promovidos por el sector más conservador, o quizás sería más correcto decir por el más ajeno a la práctica de la traducción de textos literarios. El traductor de poesía debe ser poeta es de los peores estereotipos que se siguen propagando como un virus invisible. Me imagino a un poeta al que se le resistan los sonetos, o a otro a quien no le salga un endecasílabo que no resulte artificioso. Sería como poner a un saltador de trampolín a hacer saltos de obstáculos. Porque son todos saltos, ¿no es así? Igual de absurdas resultan esas afirmaciones que definen a la poesía como un todo o, aún peor, a la Literatura como un compartimento estanco.

Acabar con la imagen del traductor como el otro
Tradicionalmente hemos trazado una línea divisoria entre el original y su reproducción o, en términos foucaultianos, entre lo mismo y lo extraño. El traductor se convierte así, desde la óptica propia del poder, en el traidor del original, aquel que, en palabras de Cansinos Assens, «vierte al propio idioma los pensamientos ajenos». Como contrapartida, la Ley de Propiedad Intelectual (lpi) y sus posteriores refundiciones han garantizado un papel cada vez mayor en nuestro país a la figura del traductor, que ya es, desde hace décadas, autor. No obstante, al papel del traductor como lector —noción fundamental en los escritos de Gadamer— y de autor, hay que añadirle un creciente protagonismo de su función como agente.

La situación histórico-política de nuestro país posibilita ahora, además, que los traductores de estos últimos treinta años se conviertan en redescubridores de textos e imágenes culturales: por un lado, actualizan la labor que otros traductores llevaron a cabo hace más de medio siglo; por otro, rescatan fragmentos —que en ocasiones alcanzan páginas y páginas— que fueron suprimidos por las prácticas políticas de la censura y el empleo de la moral como excusa para eliminarlos. Mediante estas operaciones de rescate, los traductores no solo ponen a nuestra disposición nuevos textos o textos actualizados, sino que permiten reflexionar sobre antiguos conflictos existentes entre prácticas estéticas y políticas. El Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares atesora una cantidad ingente de material (los expedientes de censura literaria no tienen desperdicio) que permite reconstruir un mapa negado a la cultura de aquellos años. La traducción se convierte, por tanto, en la mayor posibilidad de acción y recuperación. Por eso, tanto los críticos literarios como los lectores deben exigir una actualización de las traducciones. No es fácil —las situaciones ideales siempre encierran tintes de utopía—, pero el traductor debe ir despojándose de la imagen de traidor, del otro, en definitiva, del culpable. Que existen malas traducciones en el mercado es una excusa muy gastada: también hay malas operaciones y malas construcciones, y nadie culpa a la Medicina y a la Arquitectura de traicionar sistemáticamente al ser humano. Tampoco debe olvidarse que una traducción que suene rara no es solo culpa del traductor sino también del revisor y, sobre todo, del editor. Si nadie compra hoy un coche con carrocería del siglo xxi y motor del xix. ¿Por qué sigue sucediendo con los libros?

¿Por dónde empezar?
En numerosos seminarios dedicados al gremio, los traductores intercambiamos información sobre cómo empezamos en nuestra profesión: algunos, por accidente, traduciendo algunos poemas en casa; otros, por insatisfacción, intentando mejorar algo que al leerlo no nos complació demasiado. Hay profesores, egresados de distintas Filologías, traductores con titulación pero con pocas horas de práctica literaria —al menos, si se comparan con el resto de las asignaturas en la carrera—, filósofos y gente que simplemente se puso manos a la obra, porque en la familia se hablaba la lengua de partida, o porque necesitaba ganar unas monedas.

No es de extrañar, por tanto, que muchos estudiantes —y algunos traductores afortunados— se muestren hoy sorprendidos ante la agencia del traductor literario que quiere hacer valer sus competencias sin mediación de la agencia tradicional. Si en muchos casos el escritor se ha puesto en contacto directo con el editor, ¿por qué no habría de hacerlo el traductor, si además es, por ley, también autor? No son pocos los estudiantes de las titulaciones de Traducción e Interpretación de nuestro país que se quedan estupefactos cuando, al contarles que deben contactar con los editores, ser ellos quienes den el primer paso, no comprenden una realidad que en el sector se llama, con cortesía, envíos no solicitados.

Las razones que justifican la ruptura de esta barrera invisible son muy claras y responden a lo que denomino la paradoja del sindicato soviético: para que te dieran trabajo tenías que estar afiliado al sindicato pero no te podías afiliar si no tenías trabajo; en otras palabras: es difícil encargarle una traducción literaria a alguien que no tiene nada publicado, pero es difícil publicar algo si no se está ya iniciado en este mundo.

Otra de las sorpresas en torno a la traducción literaria es el lugar que ocupa en los planes de estudio. En un artículo sobre las expectativas del cuerpo estudiantil, Arrés y Calvo observan que «los estudiantes de Traducción e Interpretación consideran, casi en exclusiva, el perfil literario o audiovisual (por afinidad con sus intereses o porque se trata de un perfil con mayor reconocimiento social)» dado que son perfiles profesionales «gancho» que se anuncian en las páginas web de las universidades españolas3. Si se analiza la estructura de las titulaciones españolas, se comprueba que, con la formación adquirida durante los años de licenciatura o grado, resulta improbable que los estudiantes obtengan la formación necesaria para ser traductores de obras literarias. Una gran mayoría de estos estudiantes afirman, además, que tienen una visión negativa o muy negativa del mercado de la traducción literaria, debida, principalmente, a lo que interpretan como un difícil acceso al mercado laboral y la escasa remuneración económica que esta labor conlleva si se compara con otras especialidades4.

El significado del no y qué no hacer
Los traductores literarios se encuentran hoy ante una doble realidad: por una parte, debido a la crisis, se han retirado gran parte de las subvenciones a las editoriales que servían, en palabras de editor, para «sufragar» las traducciones; por otro, el abaratamiento de costes de producción ha hecho que surjan nuevas editoriales, empresas pequeñas que no por ello descuidan la calidad, el trato al traductor y los resultados que se observan en las grandes firmas. Prueba de ello es que el Premio Nacional de Edición de 2008 se le otorgó al grupo Contexto, constituido por siete pequeñas editoriales entre las que están Libros del Asteroide, Global Rhythm e Impedimenta. Este tipo de sellos representan una nueva oportunidad para el traductor literario que no tiene acceso a las grandes editoriales, pero que cuenta con proyectos de traducción que pueden resultarles interesantes a los sellos independientes.

En los últimos meses han surgido diversos debates en torno a la aparición de un importante número de pequeñas editoriales. La agente literaria Carmen Balcells sembró algo de polémica cuando las comparó con las setas: «Ahora es la temporada. Brotan miles de ellas alegremente, por todos lados. Ahora hay que ver cuáles de ellas son transgénicas y cuáles no». A este comentario tan citado añadió Ignacio Echevarría su símil, por el que los pequeños sellos «vienen a ocuparse de la casquería de la industria», por más que se definan como lugares exquisitos; aunque también destacó Echevarría la habilidad de las microeditoriales para convertirse en «radares de lo que está por venir. posibilitando pequeños circuitos que se ajustan a la configuración cada vez más reticular de la nueva cultura»5.

Merece la pena, desde luego, probar suerte con distintas editoriales si conocemos una obra que nos parece «necesaria» entre la literatura publicada en español. Dice Antonio Rivero Taravillo, I Premio Andaluz de Traducción, que «un no suele suponer un sí perfeccionado», y no le falta razón. A cualquier tipo de negativa que recibamos le suele acompañar a menudo una posterior reflexión sobre qué puede haber fallado. Sin embargo, a pesar de que toda reflexión a posteriori siempre aportará algo interesante, conviene no descuidar precisamente todo lo contrario, los inicios. Conviene preparar un capítulo impoluto, o al menos, un texto cuidado en todas sus dimensiones, y que haya recibido varias revisiones por parte de, al menos, dos personas.

Recomiendo también el consejo de otro colega, el traductor Andrés Sánchez Pascual, Premio Nacional de Traducción y filósofo, que en una ocasión me dijo que no existen los problemas sin solución, sino los problemas mal planteados. Por eso, en no pocas ocasiones, que obtengamos un no quizás tenga más que ver con los planteamientos iniciales que con lo que aportamos en sí. Aunque parezca mentira, hay traductores que, cuando mandan su capítulo de prueba, pierden de vista el catálogo de las editoriales y quiénes las dirigen. Como sucede con el arte de regalar, lo que a uno le gusta no coincide necesariamente con los gustos de la persona a la que va dirigido el regalo. Cómo proceder queda, desde luego, a juicio de quien compra el regalo pero, por pura generosidad, siempre será mejor analizar los gustos del regalado. Dicho esto, entre el numeroso grupo de editoriales con el que contamos en España, habrá siempre catálogos donde nuestra traducción simplemente no encaje. Para ello, jamás deben perderse de vista ni las novedades editoriales ni los fondos de las editoriales a las que queramos dirigirnos.

El número, que podría llegar a ser el doble de acuerdo con los más de tres mil agentes editoriales privados, es impresionante, pero donde mejor se aprecia es en el hermoso «Mapa de metro editorial 2010», donde aparecen tantas paradas con nombres familiares que resulta fácil tomar conciencia del número de opciones y posibilidades que, como traductores, tenemos ante nosotros. Hay que armarse de paciencia —tampoco se trata de abusar del optimismo—, saber seleccionar y aprender de las líneas editoriales que nos resulten más interesantes.

¿Quedan obras literarias sin traducir? ¿Cómo ponerse manos a la obra?
En un país como España, donde los traductores se han dejado la piel y los ojos para poder subsistir (no hay que olvidar que para vivir de la traducción es necesario traducir muchas, muchas obras) parecería que el panorama literario guarda ya pocas sorpresas para el editor. Nada más lejos de la realidad. Como decía en un comienzo, el traductor es un agente literario y, como tal, debe estar preparado, no solo ya para «descubrir» nuevas obras sino para ejecutar toda una operación de marketing mediante la cual el editor se muestre de acuerdo con nosotros acerca de la necesidad de publicar la obra que le ofrecemos.

Existen hoy páginas interesantísimas con recursos para el traductor literario. Una de ellas es «Books of the Century», un análisis de la literatura publicada en lengua inglesa durante todo el siglo xx, año por año, realizado por Daniel Immerwahr, estudiante de doctorado en Historia en la Universidad de California (Berkeley). Immerwahr enumera los libros más vendidos durante todo el siglo xx, además de incluir una lista de obras que han recibido una importante atención por parte de la crítica de los países anglosajones. Ignoro la existencia de este tipo de recursos de información literaria en otras lenguas, pero el conocimiento de la cultura de la lengua desde la que se traduce es la mejor consejera sobre dónde y cómo averiguar qué autores son fundamentales, aunque hayan pasado desapercibidos en nuestro país.

Tampoco es recomendable perder de vista a los demás en el sentido más amplio. Tras las charlas y comunicaciones en los seminarios dedicados a la traducción, resulta frecuente encontrarse con estudiantes y con personas que ya se han licenciado, todo hay que decirlo, que han leído una obra y, por las razones que sean —desde la puntuación hasta el léxico pasando por las erratas—, consideran que el texto merece una segunda traducción. Quizás lleven razón; todos sabemos que todo texto es siempre, si no mejorable, ampliamente transformable en otro que parecerá más adecuando en el momento en que lo leemos. Pero los que trabajamos en esto sabemos que las traducciones suelen tener una vida media de cuarenta o cincuenta años (no solo en su vigencia lingüística sino en el propio mercado), y conviene recordar a quienes se inicien que cazar erratas e incongruencias de ediciones recientes puede resultar un pasatiempo curioso, pero con ello no rellenarán más que horas de conversación o las páginas de algún artículo. Es incuestionable que la reflexión sobre los éxitos y fracasos de un texto traducido nos ayuda a entender mejor los procedimientos que se emplean en un proceso tan complejo como la traducción. No obstante, no debe olvidarse que siempre es más fácil criticar un texto que escribirlo o que traducirlo.

Otro error frecuente consiste en tomarse las cosas a la tremenda: ponerse manos a la obra para contactar con un editor no significa traducir la obra entera. He conocido a quienes han emprendido una hazaña de estas características. Creo que con algunos poemas o un capítulo fundamental para la obra es más que suficiente. No importa cuánto tiempo se tenga entre las manos: la derrota que supone ver el texto que uno ha estado traduciendo publicado por otro es tremenda. Tampoco hay creerse Colón ni Américo Vespucio, por decirlo con algo de humor. Las editoriales suelen encargarles las obras de escritores conocidos a sus traductores de confianza, para eso sirve la experiencia. A quienes empiecen, con creerse que van en alguna carabela es más que suficiente, para eso sirven los entusiasmos del principiante: hay más tiempo para leer, para formarse —y por qué no, para equivocarse—, para jugar a ser descubridor sin haber visto tierra aún.

A las competencias que tradicionalmente se le han atribuido al traductor literario o de libros debemos añadir otra: la capacidad potencial de transformar el tradicional encargo en proposición activa. Así podremos beneficiarnos no solo de las distintas habilidades y destrezas que hemos aprendido de los maestros durante años, sino también del inmenso regalo que supone ver materializada una apuesta personal a la que llega tras el fascinante camino del autoaprendizaje. 

1 A partir de aquí, emplearé la palabra en cursiva, por hacer referencia a la segunda acepción inglesa del término y no al significado que el término posee en español.
2 Tomo 1, p. 159. Cansinos Assens se cansa, sin embargo, de las traducciones, que acaba recibiendo en forma de incesantes encargos de distintos editores. En el segundo tomo de sus memorias se lamenta: «un escritor no debería saber lenguas, ni francés, para que los editores ‘generosos’ no pudieran ofrecerle esta clase de compensaciones» (p. 294), un sentimiento de desencanto que reside en la visión que tiene de cada uno de estos ‘oficios’: «Uno no piensa que la literatura sea una cosa práctica ni un medio de vida. Para eso está el periodismo y la traducción» (p. 291). Véase La novela de un literato (Madrid: Alianza, 1982, tomo 1; Alianza, 1985, tomo 2; y Alianza, 1995, tomo 3).
3 Eugenia Arrés López y Elisa Calvo Encinas. «¿Por qué se estudia traducción e interpretación en España? Expectativas y retos de los futuros estudiantes de Traducción e Interpretación», en Entreculturas, nº 1, 2009, pp. 618; 623.
4 «La traducción literaria en los planes de estudio españoles. Percepciones y creencias de los nuevos estudiantes». Con la incorporación del grado, estoy trabajando en estos momentos en una nueva recogida de datos relacionada con las impresiones sobre la traducción literaria en el alumnado de los nuevos planes universitarios.»
5 Ignacio Echevarría, «Dj editores», El Cultural, 11 de junio de 2010, p. 35.


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