Carmen Francí, según
la ficha que consta en ACEtt, nació en Barcelona, donde se
licenció en Geografía e Historia, especialidad en Historia Contemporánea, y se
diplomó en la
Escuela Universitaria de Traductores e Intérpretes, E.U.T.I.,
de la
Universidad Autónoma. Es traductora e intérprete jurada de
catalán por el Ministerio de Asuntos Exteriores y por la Secretaría de Política
Lingüística de la
Generalitat de Catalunya. Se dedica a la traducción literaria
desde 1985, fecha en que se trasladó a Madrid; ha trabajado también como traductora free-lance para
diversas agencias, empresas y museos, así como para La Vanguardia y Prensa Ibérica. Ha traducido, entre otros, a Joseph Conrad, Jack
London, George Eliot, Edward Gibbon, Henry James, Christina Rossetti, Julian
Barnes, Douglas Coupland, Toni Morrison, Nadine Gordimer, Dorothy Parker, Joyce
Carol Oates, Anthony Powell, Fay Weldon y Thomas de Quincey. Además, es miembro
de la junta rectora de la
Sección Autónoma de Traductores de la Asociación Colegial
de Escritores desde 1999 y secretaria general de ACE Traductores desde 2003.
Colaboró como secretaria de redacción en la revista de traducción Vasos Comunicantes de 1998 a 2000, publicación que
ha codirigido con Mario Merlino hasta 2009 y codirige con Carlos Fortea en
la actualidad. Imparte la asignatura de Traducción literaria inglés-español
en la
Universidad Pontificia de Comillas desde 2008. La siguiente
columna la publicó en El Trujamán, del día de ayer.
El peso de la nada
Es difícil calcular el peso de lo que no existe, especular
sobre la magnitud de un vacío. No se estudia la historia de las ideas en España
o de las corrientes literarias valorando, precisamente, lo que no existió
porque no nos llegó en el momento oportuno. Nunca sabremos cómo podrían haber
sido las cosas si hubieran transcurrido de otro modo y lo cierto es que este
tipo de especulación interesa poco a los historiadores. Pero es un dato
relevante en muchos aspectos: estudiamos la Ilustración o el
Romanticismo como si las obras de creación y pensamiento fluyeran de un país a
otro de modo instantáneo por medio de vasos comunicantes. Y, lamentablemente,
no es así. Para que eso suceda hace falta, como mínimo, la presencia de un
editor y de un traductor.
Sería interesantísimo analizar y cuantificar ese desfase,
tomar todas las obras relevantes de la literatura y el pensamiento y medir ese
retraso en la publicación en castellano. Sin duda, las causas son varias:
ignorancia generalizada en todos los estratos sociales, la escasa relevancia de
una reducidísima élite culta (que suplía la carencia de ediciones en castellano
porque era capaz de leer en otras lenguas), falta de público lector en un país
mayoritariamente analfabeto y, en grado variable en función del momento y el
autor, la influencia del Index librorum prohibitorumpublicado
por la Iglesia
católica (y, en teoría, vigente hasta 1966) que dictaba la prohibición de
imprimir obras de autores como Erasmo de Rotterdam, François Rabelais, Giordano
Bruno, René Descartes, Thomas Hobbes, David Hume, Denis Diderot, Honoré de
Balzac, Émile Zola…
No hace mucho nos llegó la noticia del descubrimiento de la
traducción al español más antigua conocida hasta la fecha del Elogio de la locura del
humanista holandés Erasmo de Rotterdam, cuyo original se publicó en latín en
1511, en París. El manuscrito en español se ha conservado en Holanda: el libro
de Erasmo fue incluido en el índice de libros prohibidos de la Santa Inquisición
en 1559 y, según los investigadores que lo han encontrado, sólo después de que la Inquisición fuera
abolida en 1842 apareció la primera traducción al castellano. Suponiendo que,
efectivamente, no hubiera otra traducción anterior, el retraso es apabullante:
331 años. Especialmente si tenemos en cuenta que al francés, al italiano y al
alemán se tradujo en vida de Erasmo.
Otro caso significativo de tiempos algo más recientes: Las cuitas del joven Werther se
tradujo por primera vez, a través de la versión francesa, en 1803. El traductor
fue José Blandeau. La primera directa del alemán, de 1835, fue de José Mor de
Fuentes. Goethe había publicado su obra en 1774: aquí tenemos veintinueve años
de retraso para una traducción por lengua interpuesta, toda una generación, y
sesenta y uno para la primera versión directa del alemán. Y este es sólo un
ejemplo más entre muchos.
El análisis de ese vacío sería muy revelador. Porque si bien,
como ya hemos dicho, una minoría culta era capaz de leer en otras lenguas, lo
cierto es que en su momento la lengua española no se amplió ni se enriqueció al
integrar en su seno la expresión de nuevas ideas a través de la traducción de
las grandes obras que se difundían por Europa.
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