Mario Grande |
El viernes 28 de noviembre pasado, el escritor y traductor español Mario Grande publicó el siguiente artículo en El Trujamán.
Traducción y censura: modalidades
El daño infligido por esta forma de censura es incalculable. Es el pozo sin fondo de las traducciones condenadas a la no-existencia, como buena parte de la literatura escrita por mujeres o en los pueblos antaño colonizados. El idolatrado «canon» literario tiene uno de sus basamentos en esta muda y clamorosa ausencia, que también forma parte de la realidad, sesgándola, deformándola.
Supresiones propiamente dichas las hay muy famosas. Entre ellas, la traducción al inglés de Le deuxième sexe (1949) de Simone de Beauvoir, perpetrada en 1952 por Howard Parshley. Las supresiones, fruto de la ideología patriarcal y misógina del traductor, fueron de tal calibre que desvirtuaron el pensamiento de la filósofa francesa y provocaron serios malentendidos entre feministas de ambos lados del Atlántico. No es casual que la crítica de la traducción de Parshley haya procedido de medios feministas, como ha puesto de relieve Olga Castro. Han tenido que pasar casi sesenta años para poder contar con una traducción aceptable al inglés.
Otro ejemplo llamativo es el de la obra poética de Ausiàs March. Publicada en 1539, ochenta años después de su muerte, bien que incompleta, no fue traducida por Jorge de Montemayor hasta 1579. La traducción excluyó lastornades de los poemas porque las senyals que celaban los nombres de las damas ofendían el buen gusto inquisitorial. Debían de resultar demasiado promiscua, explícita y carnal la expresión de los sentimientos del gran poeta. El daño de aquella censura también fue incalculable: cerró la vía a una singular expresión literaria de la búsqueda del amor, superadora de la sequedad de los cancioneros, las convenciones poéticas del amor cortés y la imitación de Petrarca. Hubo que esperar al siglo xx para que su obra fuera traducida sin cortes.
Al traducir Sakuntala al inglés, William Jones aligeró el texto de toda alusión al sudor, que hería la sensibilidad victoriana. Lo malo es que en el original el sudor no aludía a esfuerzo ni a higiene, sino a excitación sexual, con lo que el texto perdía un referente cultural considerable. Sweat quedaba restringido a los animales, para las mujeres se empleaba glow. Algo semejante sucedió con la traducción y adaptación de los versos de Omar Khayyam al inglés, considerada necesaria para otorgarles la belleza de la que, supuestamente, carecían en la lengua original, el persa. Ya lo había dicho Montesquieu: «¿Cómo se puede ser persa?»
Del mismo modo, en época medieval los textos de procedencia oriental se incorporaron al ruso antiguo a través de traducciones al latín, el griego y el eslavónico, en las que Alejandro Magno o Buda aparecen transmutados en santos cristianos por obra y gracia del filtro purificador de las lenguas cultas.
Aminata Traoré, exministra de Cultura de Mali, acuñó el término «violación del imaginario» para el fenómeno colonial cuya resultante es «la imagen de uno y de su lugar en el mundo construida conforme a deseos y discursos ajenos». Aplicado desde hace siglos mediante la traducción autoritaria de toponimia y panteón allí donde llegaban los conquistadores europeos. En el caso de los albores del México colonial, Bernardino de Sahagún justificaba la imposición porque sus habitantes vivían «en el error» y era preciso combatir el «delito de paliación de la idolatría». Por eso dioses y templos hubieron de ceder ante el oportuno hallazgo de nuevas devociones en el mismo sitio.
No es agua pasada, sino una noria. Cada texto censurado habrá que volverlo a traducir.
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