Antoine de Saint-Exupéry |
En el diario Página 12,
del 15 de febrero pasado, Silvina Friera
firma la siguiente nota, a propósito de las inminentes y nuevas versiones de Le Petit Prince (El Principito, o como lo vayan a llamar ahora…), de Antoine de
Saint-Exupéry.
La eterna actualización de un clásico
La
liberación, como una puerta que se abre, acelera la maquinaria mundial de
ediciones. Los derechos de autor de la obra de Antoine de Saint-Exupéry
(1900-1944) entraron en dominio público el pasado 1 de enero, luego de
cumplirse setenta años de la muerte del escritor y aviador francés. Le Petit Prince –que se editó por
primera vez en Estados Unidos en 1943 y en Francia recién en 1946– fue
traducida al castellano por Bonifacio del Carril para Emecé Argentina, que la
publicó en 1951 como El Principito,
título en diminutivo que es la marca registrada de esta traducción canónica. Al
menos cuatro escritores argentinos han trabajado sus propias versiones: Ana
María Shua, Cristina Piña, Marcelo Cohen y Leopoldo Brizuela. Shua la tradujo
originalmente hace unos veinte años para Ameghino, una editorial de Rosario que
arrancó “muy bien” y se fundió en los malos tiempos. Entonces cambió el plazo
para que una obra quedara libre de derechos –de 50 a 70 años– y no llegó a
publicarse. “De pronto, a fines de 2014, me di cuenta de que todavía podía
ofrecer esa traducción. Y me la compró Guadal, la editorial de la colección El
Gato de Hojalata. La revisé con mucho cuidado pero me gustó y no cambié nada.
¡Se ve que hace veinte años escribía mejor que ahora!”, ironiza la escritora.
“El Principito es un libro de autoayuda espiritual infantil, sus
consideraciones morales y sus consejos apenas disimulados se adaptan
perfectamente a esta época. Los ideales de la humanidad no cambiaron mucho:
juntar plata es malo, amar es bueno, etcétera”, agrega la autora de Fenómenos
de circo a Página/12.
La
versión de Brizuela saldrá en junio o julio por el sello Sudamericana (Penguin
Random House) en la colección Especiales. “No creo que haya perdido capacidad
de atraer lectores –advierte–. Las marcas de época, que quizá haya que explicar
a algunos chicos, son poquísimas. Sus ilustraciones siguen siendo muy
sugerentes. En cierta medida, puede decirse que el texto ‘ilustra’ los dibujos
y no al revés, y quizá a eso se deba también la naturaleza bella pero errática
de la historia central. La traducción de Bonifacio del Carril, que todos
leímos, ha envejecido mucho. Aunque no se hubieran liberado los derechos, ya
era tiempo de hacer otras.” Piña –poeta, crítica literaria y profesora– estima
que la obra de Saint-Exupéry resiste el paso del tiempo por la imaginación del
autor y la poesía del mundo que crea. “Su planteo podría considerarse un caso
de ciencia-ficción poético-filosófica. Hay rasgos perdurables en su universo
que siguen despertando algo en los chicos. Mi hija no sólo lo leyó y lo amó en
su infancia, y luego se los leyó a sus propios hijos, sino que ellos lo
vivieron y lo amaron tanto como, por ejemplo, a las canciones de María Elena
Walsh, con las que también se criaron y cuya muerte sufrieron como si hubiese
sido de la familia.”
Cuando
se vuelve a leer un libro, se corre el riesgo del desencanto. “Confieso que
cuando la editorial Catapulta me ofreció la traducción temblé, porque me ha
pasado con otros libros que guardaba como joyas en mi memoria y que, al
releerlos, me desilusionaron. Pero con El
Principito fue al revés: la escritura carece de manierismos de época, la
visión de la infancia no es edulcorada, sus personajes son entrañables, tiene
una gran ternura y enfrenta el tema de la muerte –la serpiente que habla
largamente con el Principito– de una manera única: con estremecimiento y miedo
pero sin terror; con una naturalidad carente de toda ñoñería; con esa
ingenuidad trágica que asocio con la niñez.” Cuando releyó la famosa novela,
Shua la encontró “un poco mejor” que el recuerdo que tenía. “La leí por primera
vez a los doce años con enorme decepción. Esperaba una narración y me encontré
con un ensayo acerca de cómo hay que comportarse para ser feliz en la vida.”
Brizuela aceptó traducirla porque era como “un cuento aparte” que quería
contarse a sí mismo: meterse en un texto que de chico le parecía inalcanzable.
“Acabo de leer en una página dedicada a El
Principito que en realidad no se trata de un libro para chicos, sino de un
‘cuento filosófico’. Exageran, creo, pero si uno lo piensa tiene mucho en común
con el Cándido de Voltaire: ese itinerario que a su manera le muestra le monde
comme il va. La parte filosófica me habrá enganchado tan sólo por el absurdo de
los diálogos, un poco en la línea de (Lewis) Carroll o de María Elena Walsh,
aunque mucho menos corrosiva –compara el autor de Una misma noche–. Ese enganche... no pudo permanecer con la misma
fuerza en mi memoria.”
“El
lenguaje de Saint-Exupéry es muy bello, su prosa es una de las grandes y
auténticas cualidades del libro. Lo más importante era no traicionarlo –explica
Shua–. El francés y el español son lenguas muy cercanas, es difícil cometer
errores. Traté de elegir palabras y giros tan sencillos y conocidos como los
que elige el autor, sin caer en galicismos ni en argentinismos. Mi otra
preocupación, al principio, fue que mi traducción resultara distinta a la
tradicional, la de Bonifacio del Carril, que es excelente. Pero enseguida me di
cuenta de que no había ningún peligro, porque cada traductor tiene su propia
sintaxis, su propio vocabulario, su estilo personal de comprender su propio
idioma”. No tuvo dificultades, excepto la única, “la insalvable”: el verbo apprivoiser lo que el Principito hace
con el zorro–, “para el que no encontré nada mejor que ‘domesticar’”, precisa
la escritora. “El término en español tiene algo de negativo, y nada del encanto
y el doble sentido del francés. Tengo curiosidad por leer otras traducciones y
ver si alguien encontró una equivalencia mejor.”
Bucear
a fondo en el mundo y en la escritura del autor para tratar de recrear su tono,
su ritmo y sus efectos de lenguaje. Ese fue el plan trazado por Piña. “Mis
obsesiones fueron no olvidarme nunca de que el destinatario principal es un
chico y mantener, en castellano, la respiración de Saint-Exupéry y las
diferentes modulaciones de los personajes. No es lo mismo el lenguaje del
Principito que el de la flor, el rey o el vanidoso –aclara la autora de Alejandra Pizarnik. Una biografía–. Hay
una polifonía muy sutil que me empeñé en reproducir sin ser infiel, a la vez, a
la voz en primera persona del narrador, el piloto que se encuentra con el
protagonista y cuya última página todavía me estruja el corazón. Siempre he
opinado –a diferencia del admirado Benjamin– que salvo excepciones –entre las
cuales recuerdo la memorable traducción al inglés de La orestíada en la puesta de Peter Hall–, el texto debe sonar como
si estuviera escrito en el idioma al que se lo traduce, en el sentido de
producir efectos similares en el lector, como quería Octavio Paz.” El desafío
que se propuso Brizuela fue traducir la obra a un lenguaje “más actual”.
“Quería que el narrador usara palabras de todos los días, volviendo anécdotas y
descripciones mucho más vívidas. Quería que cuando hablara el Principito,
cualquier chico pudiera sentir que él hablaba su propio lenguaje –comenta el
escritor–. Por otro lado, tenía muy presente que muchos adultos querrán leer el
libro a los chicos en voz alta; y que el texto tenía que ser, como dice
Margaret Atwood, una ‘partitura para la voz’. Eso me llevó a tomar determinadas
decisiones, como reponer sujetos, trabajar cadencias y ritmos para destacar su
carácter casi oral. Lo difícil fue hacer ciertas elecciones previas al comienzo
de la traducción. Tuve que pensar mucho y corregir muchas veces, tratando de
que mi versión pudiera ser a la vez despojada y lírica, profundamente
melancólica y muy frecuentemente humorística, tierna sin ser ñoña. Como es el
libro en francés.”
Brizuela
señala que en la versión de Bonifacio del Carril “uno acepta que el narrador
sienta ternura por el Principito, pero el lenguaje de la traducción impide
sentir esa ternura, o lo permite sólo muy moderadamente”. “En cuanto traduje a
nuestro lenguaje su primera frase, el Principito se me mostró como lo que es:
un chico. En la versión antigua, el Principito ingresaba en el cuento diciendo
‘dibújame un cordero’, una orden bastante fría y autoritaria; pero en cuanto
‘lo oí’ decir ‘dibujame una ovejita’, la esencia de ese personaje solitario, valiente
e indefenso, no sólo ante el universo sino ante su propio deseo y su
incapacidad de comprender, se me reveló como la misma esencia de la infancia,
eso que nos convoca a protegerla porque, como suele decirse, más que
recordarla, la llevamos dentro de nosotros mismos.”
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