Como para empezar bien el año, lo que publicó el
escritor y traductor argentino Elvio
Gandolfo, en el suplemento ADN, del diario porteño La Nación ,
el 26 de diciembre pasado, con motivo de la muerte del editor y traductor Paco Porrúa.
Una fuerza
de la naturaleza
No pude evitarlo: me sorprendió la muerte de
Paco Porrúa, aunque tuviera ya 92 años. Mi hermano Sergio, que vive en
Barcelona, lo expresó bien en un mail: "¿Viste?, se murió Porrúa, no lo
podía creer". Como otras fuerzas de la naturaleza, era algo que no se veía,
pero esencial y eterno. El editor apasionado por su trabajo tiene algo cercano
al traductor, en su invisibilidad para la masa de lectores, incluso para la
"intellligentsia". Sobre todo si no se ha dedicado a batir su propio
parche. Pasaba con Boris Spivacow en Eudeba y Centro Editor de América Latina,
con Jorge Lafforgue en Losada o Legasa. A todos los conocí primero sin
conocerlos, ni siquiera por el nombre, a través de los libros que editaron y
que me alimentaban mi propia pasión de lector. Con todos terminé colaborando.
La colaboración con Porrúa fue, por lejos, la más breve y, por un momento
fugaz, la más traumática para mí.
A esas alturas ya sabía desde hacía tiempo que Porrúa editaba
la mejor colección y revista de ciencia ficción en español, por leerla y
coleccionarlas (aún tengo completa la primera época de la revista Minotauro).
El contacto fue Marcial Souto, que también primero lo admiraba, y después
colaboró (aunque él durante décadas), con Minotauro, primero con traducciones
de J. G. Ballard, Ray Bradbury o Cordwainer Smith, después con tareas diversas,
como la corrección de traducciones, y en su propia época dorada (la de El
Péndulo) con una colección de autores argentinos y una segunda época de la
revista, muy ilustrada y con mucha información.
Yo había traducido varios cuentos para distintas revistas, y
para la colección en la que Marcial había publicado a Mario Levrero en
Montevideo, antes de mudarse a Buenos Aires. Solíamos hablar de Porrúa. Un día
me dijo algo que yo no pude creer: podía presentármelo y traducir un libro para
Minotauro. Era el primer libro entero (y largo) que iba a traducir. El primer
encuentro, cuando me dio el libro en inglés, fue tan breve que nunca pude
recordarlo. Hice el trabajo dificultosamente, empezando a odiar al autor
original (me daba la impresión de que escribía difícil solo para fastidiarme) y
al fin lo entregué.
El segundo encuentro fue más largo y más terrible y por lo
tanto inolvidable. Después de los saludos de rigor, me invitó a sentarme frente
a él, sacó la traducción, y con total ecuanimidad, sin el menor subrayado, con
una voz pragmática y sintética, me fue mostrando las primeras páginas. En cine
la cámara habría avanzado sobre mi espalda y después el zoom mostraría en
detalle que esas pocas páginas que Porrúa había corregido estaban cubiertas de
errores marcados con birome roja, que las cubrían como una red. Quedé demudado,
atónito. "Si corrigiera todo", pensé, "deben de ser como tres
mil errores". Sin dejar de ser ecuánime, sin juzgar nada fuera del trabajo
en sí, Porrúa me hizo notar que tenía que dársela a otro traductor, y por lo
tanto me proponía no que me retirara de inmediato de su presencia, sino pagarme
menos. Acepté de inmediato. Ya estaba a punto de irme, tal vez envuelto en un
silencio sepulcral de su parte, cuando me dijo:
-Mire, los problemas que usted tiene son estos.
Habrá hablado durante media hora. La voz era tranquila,
segura, otra vez ecuánime. Fue un curso relámpago que equivalía a varios años
de curso formal, o simplemente a años y años de experiencia. Meses después
traducía mucho mejor, y libros enteros con un poco menos de vergüenza, tarea
que seguí ejerciendo hasta hoy.
Evité mencionar la relación de Porrúa con Cortázar y Rayuela, y con García Márquez y Cien años de soledad, por repetida
hasta el hartazgo en estos días. Subrayé en cambio la colección Minotauro
porque me acompañó siempre en el disfrute de la ciencia ficción, y lo sigue
haciendo, ya convertida en otra cosa al desaparecer su demiurgo, hace ya unos
cuantos años, cuando la vendió al sello Planeta.
Alguna vez tendría que escribir un relato largo que se
llamara "Los Porrúa". Porque en un momento empecé a colaborar con una
revista que sacaba en Mar del Plata una tal Ana Porrúa, de quien me hice amigo
en seguida. Una vez le pregunté, y sí: era la hija de Jesús Porrúa, hermano de
Paco. En una ocasión me invitó a ir a Mar del Plata (que yo no conocía) a la
presentación de su revista con un nuevo nombre. Cuando llegó el fin de semana
me dijo que el padre nos había invitado a comer un asado en su casa. Quedaba en
El Tejado, un "paraje" de Camet, un pueblo pegado a Mar del Plata.
Agregó dos ganchos: ese sitio boscoso tenía unas 250 variedades de árboles, y
Jesús contaba con una biblioteca de ciencia ficción con rarezas especiales.
Recuerdo todo ese largo día con la misma claridad que la
media hora de aprendizaje con el Porrúa editor. El sitio era increíble, como el
clima: soleado y fresco, entre árboles que en algunas zonas parecían de un
bosque encantado. El asado perfecto, el vino tinto muy bueno, la charla
distendida. En un momento el hombre amable, sonriente y sereno con el que
estaba hablando me invitó a ir a la casa. "A usted también le interesa la
ciencia ficción. Venga que le muestro algo". Mientras caminábamos, me
contaba que al principio, por un tiempo muy breve, él había formado parte de
Minotauro. La biblioteca era más bien pequeña, prolija, y tenía libros muy
buenos, muchos del sello. Extrajo uno. "A ver si sabe qué es esto",
dijo. Le dije que sí: era la primera edición de Crónicas marcianas, la del
prólogo de Borges. "Eso es", dijo. Y agregó: "Ábrala". Al
verme vacilar un poco extrañado, agregó: "Ábrala, ábrala." La abrí.
Tenía todas las páginas en blanco. Ahora él me miraba con una sonrisa de oreja
a oreja. Gracias a mis años de imprenta yo sabía de qué se trataba, pero me lo
explicó antes de que se lo dijera. "Es el ejemplar ficto que armamos para
ver cómo encajaba el lomo." El resto del día fue redondo, perfecto. Hasta
cierto punto me sentía como un hobbit pequeño y satisfecho, en pleno bienestar.
El grado extremo en que Paco Porrúa fue humilde (uno sospecha
que, sobre todo, para trabajar tranquilo) está en que casi no se han publicado
cartas de él. Pero queda un testimonio largo y prolijo, en que se deducen sus
cartas por reflejo. Son los tomos de la correspondencia de Julio Cortázar.
Sobre todo el segundo y el tercero, entre 1955 y 1968. Al principio Cortázar lo
trata con un respetoso "usted". Después pasa al tuteo, y a partir de
la aparición de Rayuela los dos caen en una vorágine de
actividades cruzadas. En una carta de 1965 le pone los puntos sobre las íes
(algo muy difícil de hacer con un amigo) cuando Porrúa (según se deduce)
insiste en que acepte ser jurado de un concurso de novela para una revista
argentina, pensando en "lo que ha hecho esta gente por tus libros".
Cortázar considera que no le debe nada a quienes se limitaron
a cumplir con su deber. Y recuerda en contraposición el primer encuentro entre
ellos: "Yo te estoy profundamente agradecido a vos por infinidad de
motivos, que empiezan desde los tiempos en que fuiste capaz, con una
generosidad e inteligencia muy grandes de guiar los siempre inseguros criterios
editoriales de la calle Alsina. Tu dirección, tu manera casi secreta de decirme
de pasada algunas cosas -en nuestra primera chala en el café de la esquina de
Bolívar y la Plaza
de Mayo-, tu colaboración incansable con alguien que, por andar tan lejos,
representaba la fatiga de una correspondencia incesante. Vos no tenías nada que
ganar con todo eso, vos lo hiciste porque mis libros te gustaron y los
apoyaste." Que son las dos tareas esenciales de un gran editor.
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