Amiga de Ezra Pound y paciente de Sigmund Freud, H.D. (Hilda Doolittle), una de las voces más importantes y, tal vez, menos conocidas de la vanguardia poética anglosajona, poco a poco ha ido abriéndose camino en castellano. Traducida en Argentina, España y México (un magnífica antología de Pura López Colomé), en los últimos años ha recibido nuevas versiones; una de ellas, la publicada por Libros Magenta, una editorial mexicana fundada por Ana Rosa González Matute y Gabriel Bernal Grandados en 2006. Allí, con traducción de González Matute, se publicó en castellano la primera versión de Definición hermética. A ésta le sigue la de Juan Pablo Pereira, publicada por Overal, de Chile. Sobre esta última, Luc Gutierrez ha escrito el 5 de junio pasado, en eldesconcierto.cl: “No sé si puedo decir algo mejor de un libro o de una traducción: cuando leerlos se hace experiencia, todo lo que escribo acá arriba me parece vapor de vapores que sí sirve de algo, espero: sirve para contar que Definición hermética es un libro maravilloso y que la traducción de Juan Pablo Pereira también lo es”
“Definición hermética” de H.D.
(traducción de
Juan Pablo Pereira):
Todo es
vapor
Definición hermética es un libro póstumo constituido por tres poemas: el del título y dos más (Sagesse y Amor de invierno), todos a su vez divididos en poemas más breves. Y “Definición hermética” es —además de título de este poema póstumo, además de un juego con las iniciales de la autora, Hilda Doolittle, más famosa como H.D. que por su nombre real. Además, claro, es una propuesta bastante buena para decir qué es un poema —en especial, un poema místico. Como en muchos otros sentidos, la traducción de Juan Pablo Pereira juega con ese juego: lo mantiene como alusión, invierte su orden, opera sobre su sonoridad y su sentido, y lo acompaña en un recorrido difícil de un discurso que no se quiebra, que se empecina en lo que dice y, al mismo tiempo, que fracasa en decirlo: que hace de ese fracasar en decir, su discurso mismo.
Cuando escribo esto se me hace un poco
impostado: es lugar común decir que el poema es sobre su imposibilidad, tanto
como que el discurso místico es sobre su propia imposibilidad. Y Definición hermética son poemas y son místicos
—o es poema místico.
Pero que se me haga impostado o incómodo no
importa, si es un hecho que, además, estos poemas se llaman “Definición
hermética”, o sea, se nombran en su renuencia a tener sentido fácilmente
accesible. Significan, pero desde algo cerrado y reiterado que se ve ya en la
diagramación de Overol. Más importante es que esa incomodidad no me pertenece a
mí solo, lector: está en estos textos, y más importante es que es única. O sea,
aunque todo poema sea sobre su propia imposibilidad, aunque toda traducción lo
sea, aunque todo texto sea hermético al menos en parte, cada uno lo es de su
propia manera, y ese modo particular, ese ser en el mundo de ellos y de su
lenguaje es lo que cruje en Definición
hermética. El poema místico triunfa cuando fracasa, pero también, sobre
todo, cuando lo hace de manera única e irrepetible, y quiero hablar ahora de
cómo este poema místico fracasa bien aquí.
Hay una especie de gemido suave en Definición hermética. Se resta al grito
y en ese no dramatismo se vuelve cosas inesperadas, sorprendentes: canción de
cuna, arrullo, titubeo en nombrar, desdoblamiento, enumeración de nombres
bíblicos, clásicos, místicos o íntimos, canción de amor o de amistad, fallo de
ambos afectos, infancia y ultratumba. Hay un trabajo maravilloso de escala que
varía de lo grandioso de lo sobrehumano a lo diminuto del secreto. Tanto los
dioses como los niños hablan en códigos. Dioses y niños crean lenguajes que
solo ellos reconocen, y así, forman comunidad tanto como vetan el acceso a ella
con una sílaba, con un nombre, con una alusión. Eso lo sabe H.D. y lo sabe Juan
Pablo Pereira. Formar un lenguaje que diga y que no diga es, además de una
pelea donde se deja la vida, una forma de intimidad. Esto de pelea donde uno se
deja la vida puede verse como metáfora si hablamos de un momento del poema,
sobre todo del poema místico, pero literalmente si hablamos de una vida
dedicada a la poesía, como la que se acabó antes de terminar de producir este
texto. Dejar la vida es literal, también, si hablamos de lo que hace el
traductor, que deja su propia vida de lado para sumergirse en el discurso de
otro.
Uno se excluye cuando reconoce la intimidad,
incluso la propia: no sé si sea el designar la intimidad lo que la excluye a
uno de ella, como designar cualquier cosa. Uno se muere de ya no habitar, de
pena y de celos, se muere por ser dios y por no ser dios, se canta a gritos, es
luz y poderío, y se pone chico, niño, impreciso, se restriega los ojos debajo
de sábanas con o sin autitos Se hace más grande que el universo y no sabe
amarrarse los zapatos, en una misma operación. Cito: “Hubo una Helena desde
antes que hubiera una guerra” ; “y es ayer y el viento marino llena mi vela, /
y mis hermanos están lado a lado, / y mi hermana entreteje las flores para mi pelo
(…) / Odiseo se ha ido y mi hermana iba a casarse o se había casado con
Agamenón, / y “no tiene importancia”, me confía, / “solo risas, risas” / y
Menelao en el altar, susurrando” (“Amor de invierno”, [22]).
Todo lo que se escribe viene del deseo y del
amor. Todo lo que se escribe viene desde, o trasvasijado por, o domado y no por
el cedazo de algún tipo de deseo, de alguna forma de amor. El poema místico es
su impulso, su cedazo, su trasvasije, su poca adecuación a cualquiera de estas
imágenes y de la materia del colador particular, de la jarra particular, del
movimiento preciso. El Cantar de los
Cantares dice algo que ha traducido por siglos como “todo es vanidad”, pero
que en el original hebreo dice “todo es vapor”. Hay inanidad, pero también más
que eso, a diferencia de su contraparte cristiana. Sobre todo hay cambio
imperceptible a veces, imposible de detectar. Hay a la vez falta de certeza y
absoluta continuidad, al mismo tiempo. Si en Definición hermética todo es vanidad, si la muerte está desde Menelao
y la hermana que se casó más tarde o más temprano con Agamenón, si hay muerte
en el lenguaje secreto de los dioses y los niños, en las cartas perdidas, en
los apodos íntimos y en los nombres de los 72 ángeles, esa vanidad y esa muerte
también son vapor: se nos escapan y vuelven a nosotros.
No sé qué le tuvo que pasar a H.D. para
escribir estos poemas (aunque le tocó ser amiga de Pound, que no es poca
inspiración ni poco peso). No sé qué le tuvo que pasar, por qué tuvo que pasar
Juan Pablo Pereira para traducirlos, pero sí veo esa tensión entre lo ritual y
lo cotidiano, esta transformación del vapor que desaparece y regresa, en casi
todos los poemas: “Suya es la 24a década de la esfera, / suyo es el ángel
Senciner, el tiempo de invocación // o de oración es de 3.40 a 4 — ¿qué
hacemos? / despejamos la mesa, apilamos libros en una silla // nos deslizamos
de nuestras pantuflas / agarramos ansiosamente nuestros zapatos, / abrimos una
ventana al aire de invierno, la cerramos de nuevo // pasamos un cepillo por
nuestro pelo; Germain es crítico;/ ¿por qué debiera importarnos? Debemos
presentar otro yo, una cáscara, // estamos demasiado tensos, demasiado
quebradizos; miedosos rezamos por entereza / Oh Senciner, tú que cuidaste a
nuestro Edipo, nuestro padre // haznos resistir, haznos olvidar la ansiedad y
el terror / por una breve fracción de la década de tu esfera.” (“Sagesse”,
[11])
Uno relee los clásicos a su propio riesgo.
Puede discutirse si Definición hermética
es clásico, pero no que es una relectura que propone la pregunta: ¿es póstumo
siempre el clásico? ¿Y su versión, su intertexto? ¿Hay necesariamente un
desajuste en medio en ese pedacito de tela o de papel que se superpone al
mármol de milenios, el óleo de cientos de años? Pregunta retórica: claro que hay
desajuste. En esta traducción, veo ese vapor temblar entre lenguajes. Sin
embargo, y este es un pero importante, no hay descalce estilístico. Es decir,
esa superposición consigue hacerse (y de forma visible, llamando la atención
sobre sí misma), pero la torpeza a la que aludo muchas veces más arriba aparece
siempre como deliberada, y cuando no como deliberada, como exitosa, y cuando
ninguna de estas cosas, aparece como torpe, pero no es torpe. No hay
contradicción aquí. Estos poemas fracasan y son torpes (como los niños, como
los dioses) pero nunca son malos: no es esa su torpeza ni su forma de fracasar.
Como los poemas místicos que son, titubean y farfullan y fracasan, pero no hay
ripio, aunque el cedazo nos arda en las manos con el paso del vapor, aunque las
formas del vapor no dibujen exactitud. Todo el poema puede ser una queja sobre
su propio fracaso, pero no deja al lector deseando el triunfo.
(Yo, lector, no deseé el triunfo del poema
místico ni calculé la exactitud de su fracaso, hasta que tuve que dejar de leer
para apretarme el corazón).
Estos poemas no prometen el éxtasis ni nos
llevan, por tanto, a la traición de esa promesa. Pero entregan el éxtasis que
no prometen en instantes, casi simultáneo a la traición de ese éxtasis.
Ejecutan tan bien ese movimiento simultáneo de fracaso, de experiencia
infantil, lenguaje divino, referencias clásicas, carta de amor o amistad, que
dejan al lector en una revelación de esas que tocan el corazón y lo transforman
en otra cosa. Lo único disruptivo en este libro no está en su texto, en su
traducción ni en su edición, sino en información externa: el sello que nos
indica que es parte de un Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, el
ISBN para que sepamos clasificarlo en una biblioteca o citarlo en un texto académico.
Personalmente, agradezco esa disrupción. Fue necesaria para que leer este libro
no me hiciera volverme loco. Me hizo pensar: hasta los poetas publican. Hasta
los lectores necesitan encontrar un libro en la biblioteca. Hasta los
traductores, que conocen al menos dos idiomas, tienen nombre propio,
susceptible de imprimirse y de ser citado, en alguno de esos idiomas. Eso no me
salvó de la experiencia de leer este libro: tuve ganas furiosas de salir
afuera, de quedarme de pie afuera tocándome el pecho con las dos manos, de que
se pusiera a llover fuerte, con truenos, y no moverme de esa lluvia. Me dieron
ganas de viajar, de salir en ese momento al aeropuerto y tomar cualquier avión
—en realidad, tuve ganas terribles, feroces, de irme. Me dieron muchas ganas de
ponerme a escribir en el mismo tono de estos poemas: de compartir su lenguaje.
No sé si puedo decir algo mejor de un libro o de una traducción: cuando leerlos
se hace experiencia, todo lo que escribo acá arriba me parece vapor de vapores
que sí sirve de algo, espero: sirve para contar que Definición hermética es un libro maravilloso y que la traducción de
Juan Pablo Pereira también lo es.
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