El
VIII Congreso de la Lengua ya es historia, pero sus consecuencias y las
reflexiones que produjo siguen ahí, vivas. Bajo esa luz debe ser leída esta
columna de Rafael Spregelburd en el
diario Perfil, del 20 de abril pasado.
La guerra en las
palabras
Los
coletazos del Congreso de la Lengua me siguen sacudiendo, y la verdad es
que me alegro mucho. Leí algunas ponencias fantásticas y pude seguir
diálogo en privado con algunos colegas escritores, traductores, filólogos,
curiosos. Me encantaría poder desprivatizar alguna charla, por ejemplo con
Pablo Ingberg o Jorge Fondebrider, pero el espacio es reducido. Ingberg, por
caso, tiene razón al expresar sus dudas acerca de cómo debemos llamar a esto
que hablamos. Hemos defendido a capa y espada que debe llamarse castellano y no
español, ya que es la lengua de Castilla y no la de Valencia o Galicia, por
ejemplo. Sin embargo, es también la de Andalucía (por cierto, una versión
regional mucho más parecida a nuestra variante rioplatense) y es injusto para
el andaluz que deba hablar lengua prestada de quien impone su poder económico y
se apropia del gentilicio. Bajo ese punto de vista, “español” sería algo más
justo. Fondebrider despotrica –con hermosos argumentos– sobre la hipocresía del
eufemismo: “español” o “panespañol” son descripciones de un fenómeno complejo
tan inacabadas como decir “afroamericano” para esconder un propósito más
ofensivo pero seguir explotando las ventajas económicas y políticas de esa
ofensa.
Como
bien me señala Ingberg –quien además es maestro en la elusión de los masculinos
plurales como genéricos y a la vez de las formas del lenguaje inclusivo, capaz
de decir “quien escribe” en vez de “lxs escritorxs”–, todos sabemos muy poco y
vemos apenas una pequeña parte del manual de uso de la lengua, que es además
ciertamente el manual de uso de nuestra existencia en el mundo.
Mi
humilde aporte proviene del fragor de las lenguas artificiales, esa eyaculación
positivista opacada por la broma y el desaire. En Esperanto (que se escribe con
mayúscula), los descubrimientos de estos eufemismos que esconden trampa se
discuten acaloradamente una vez al año. Antes los países se formaban en E-o
(que así se abrevia) adjuntando el sufijo “-uj” al gentilicio, ya que significa
“que contiene”. Así, “hispano” era “español”, “Hispanujo” era “España”;
“franco” era “francés”, “Francujo” era Francia. Mas en un congreso se advirtió
que España incluía también a vascos o valencianos y que la idea de “contenedor”
era un eufemismo inadecuado. Lo que estaba bien para “piro” (pera) al producir
“pirujo” (peral, lo que contiene a las peras) no produce el mismo efecto con personas,
identidades, lugares, masacres, conquistas, deudas externas. Lo resolvieron en
un santiamén, inventando otro sufijo antes inexistente: “-io”. Ahora se dice
“Hispanio”, que no significa nada más que el nombre geográfico del país, un
pedazo de mapa visto desde la Luna, sin connotaciones de posesión ni nada
parecido. La pregunta es: ¿borra esta decisión gramatical la condición de
dominación? La respuesta es: no, para nada. En esa estamos.
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