En su columna del diario Perfil del domingo 16 de junio pasado, Guillermo Piro publicó las siguientes reflexiones, sobre la lengua
que se habla en Islandia.
La lengua de los islandeses
Una de las consecuencias menos tenidas en
cuenta de la globalización tiene que ver con el lenguaje. Al estar expuestos
como estamos constantemente a estímulos que provienen del resto del mundo,
aumentó la necesidad de individualizar y aprender lenguas francas como el
inglés o el español, que permiten entenderse prescindiendo del lugar de
proveniencia de los hablantes. A eso se oponen los dialectos, las lenguas
vernáculas o incluso las lenguas propiamente dichas que son habladas por
comunidades reducidas, que son cada vez más olvidadas y pasadas por alto. Se
estima que en las próximas décadas morirán dos mil lenguas, la mayoría de ellas
habladas en los suburbios de la civilización y por poquísimas personas.
Una de las más famosas lenguas consideradas
en riesgo es el islandés, un lejano pariente del noruego, hablado solamente por
las 340 mil personas que viven en la isla. Pero los islandeses, a diferencia de
otros pueblos, siempre tuvieron una gran producción literaria, y alrededor de
la lengua construyeron una parte relevante de su propia identidad. Tanto es así
que este año el gobierno confió sus esfuerzos por mantener viva la lengua
islandesa a una división estatal específica, el Departamento de Planificación
del Lenguaje.
Este departamento ocupa una oficina en un
instituto cultural no muy lejos del centro de Reikiavik, la capital del país.
La tarea de los lingüistas que trabajan allí es no tanto, como se podría
suponer, la de preservar a la lengua de la muerte a la que parece estar
condenada sino, casi al contrario, la de mantenerla actualizada, en
concordancia con los tiempos que corren. Resumiendo: se dedican a inventar
palabras para designar los nuevos objetos o conceptos importados en Islandia.
Como en cualquier oficina se trabaja en grupos, cada uno con su radio de
responsabilidades bien delimitado: cerca de la ventana está la comisión que se
ocupa de inventar palabras para la industria informática, y un poco más allá
los que inventan las palabras para la industria pesquera, y contra la pared,
más cerca de la estufa, los que se ocupan de las palabras del mundo de la
agronomía. Las palabras nuevas se publican en glosarios impresos que,
naturalmente, tienen su versión online.
Pero la tarea de estos abnegados lingüistas
estatales se ve perturbada por situaciones que ellos no pueden controlar. La
progresiva apertura del país hizo que la mayor parte de los islandeses hablen
perfectamente el inglés (un poco ayudados por el hecho de que ambas lenguas
descienden de las antiguas lenguas germánicas). La otra cara de la moneda es
que para los jóvenes islandeses la lengua de la isla es cada vez menos
necesaria: los videojuegos, las películas y las series de TV muchas veces no
vienen subtitulados. Muchos islandeses siguen mirando torcido a Microsoft desde
que Bill Gates se negó a ofrecer una versión en islandés del sistema operativo
Windows.
Uno de los lingüistas que se ocupan del diccionario online, Johannes Sigtryggsson, explica a
la revista Quartz que la tarea que
los ocupa es inmensa y que no siempre funciona. Por ejemplo, el diccionario
hasta hace poco sugería que la banana (un producto exótico en Islandia)
fuera llamada bjúgaldin, o sea,
“fruto curvo”, pero la gente adoptó por su cuenta una denominación más
intuitiva: banani. Porque con las lenguas ocurre algo particular, y es que no
siempre –mejor dicho, casi nunca– toman el camino que uno preferiría que
tomasen. Funcionan un poco como esos robots de la ficción que al principio
obedecen y después terminan haciendo lo que se les canta.
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