El músculo del traductor:
una conversación con Fabio Morábito
Fabio
Morábito (1955) nació en Alejandría, Egipto, de padres italianos y a los tres
años su familia regresó a Italia. Transcurrió su infancia en Milán y a los
quince años se trasladó a México, donde vive desde entonces. A pesar de que su
lengua materna es el italiano, ha escrito toda su obra en castellano. Es autor
de varios libros de poesía, cuento, ensayo y novela. Tradujo la poesía completa
de Eugenio Montale y Aminta de
Torquato Tasso. Ha residido largas temporadas en el extranjero y su obra ha
sido traducida al alemán, inglés, francés, portugués e italiano.
Barbara
Bertoni: –¿Te acercaste primero a la poesía o a la traducción?
–Me acerqué primero a la
traducción. Mi caso es un poco raro porque yo traduzco de una lengua materna a
no materna. Traduzco del italiano al español, que no es mi lengua materna pero
quiero creer que se ha vuelto mi lengua materna. Y creo que ha sido así en
parte por la traducción; fue mi primera manera de agarrar confianza con la
lengua española. Hubo un periodo de mi vida en el que yo no sabía muy bien qué
hacer; estaba estudiando sociología, que no me interesaba mucho. Abandoné la
carrera y de pronto se me ocurrió traducir poetas italianos: Ungaretti, Pavese,
Saba, muy poco Montale (que se me hacía muy difícil). Traducirlos al español
fue mi manera de agarrar confianza. El italiano todavía era mi lengua más
fuerte; ahora ya no.
BB: –Y cuando decidiste ser escritor elegiste
escribir en español...
–Era inevitable. Yo llegué a
México a los quince, de manera que con tan pocos años y con una vocación todavía
tan frágil –a
esa edad uno quiere ser muchas cosas–, hubiera sido muy raro que yo
escribiese en italiano. Lo hice con muchos cuentos porque el primer año en
México fue de mucha soledad. No conocía a nadie y entonces escribía y leía
mucho. Iba prácticamente todos los días a la Dante Alighieri, sacaba un libro,
lo leía y al día siguiente sacaba otro, y escribía cuentos que mandaba al
profesor de música que había tenido en la secundaria —un hombre muy culto y
generoso que se tomaba el trabajo de leer esos cuentitos y me hacía
sugerencias—. Eso es lo único que he escrito en italiano. Un día quemé esos
tres cuadernitos, cosa de la que me arrepiento porque ahora me gustaría ver
esos primeros ejercicios. De ahí en adelante todo lo que he escrito ha sido en
español.
BB: –Aunque te acercaste a la traducción de forma
autodidacta, sí tienes formación como traductor…
–Fue posterior. Estudié en
el Colegio de México. Debo decir que ahí aprendí cosas mucho más interesantes,
pero lo que menos aprendí fue a traducir. Sí fue una formación autodidacta; no
dolorosa, pero sí problemática, porque cuando uno empieza a traducir se
enfrenta a un problema, para mí irresoluble, y es que, en un sentido, la
traducción es imposible. Ni siquiera la traducción de poesía sino la llana, como
decir “Me gusta un perro”. Una frase tan simple pareciera que no daría
problemas, pero sí los hay porque se traduce culturalmente. No traducimos sólo
un idioma sino una cultura. Al principio te enfrentas con el hecho de que las
palabras coinciden más o menos, pero uno siente que el sentido no es el mismo y
eso paraliza. Yo he notado que algunos alumnos míos, en el curso que doy de
traducción en la Licenciatura de Lenguas y Literaturas Modernas (Letras
Italianas) de la UNAM, tienen todas las premisas técnicas para ser buenos
traductores; conocen bien el idioma de llegada y de partida, pero hay algo, un
problema metafísico, que los inquieta tremendamente. Hay muchas personas que no
pueden traducir por eso: la conciencia de que la traducción es una traición los
inhibe. Para traducir hay que aceptar que se traiciona.
BB: –¿Qué te inspira a escribir un poema y qué te
empuja a traducir un poema?
–Si no hay un encargo
editorial de por medio, como en el caso de Montale, traducir un poema es casi
siempre porque te gusta mucho ese poema y lo quieres masticar, apropiarte de él
casi orgánicamente. La mejor forma es traduciéndolo; es decir, reescribiendo lo
que ya fue escrito. Es una forma de entender algo que no termina de entenderse
en una simple lectura, para tratar de captar aquello que uno siente que se le
escapa.
No sé por qué uno escribe un poema. Los estímulos son
muchos: puede ser algo oído en la calle, una frase, algo leído, o destellos,
así de repente. Montale decía que él escribía los poemas de golpe, cosa que a mí
siempre me ha sorprendido porque son poemas tan complejos, tan trabajados, que
uno los pensaría escritos después de muchas versiones. Él decía: “Lo que pasa
es que tengo los poemas incubados, sin saberlo yo mismo, mucho tiempo, y de
repente cuando escribo ya estaban casi hechos en mi cabeza de un modo
inconsciente”. Ésa es una manera de escribir poesía: uno está escribiendo todo
el tiempo, se fija y almacena cosas todo el tiempo, y de repente, a la hora de
escribir, sale todo eso que estaba guardado.
BB: –¿Qué sientes cuando lees un poema tuyo
traducido a otro idioma? ¿Es todavía tuyo o alguien se apropió de tu poema?
–Es una sensación a la que
uno tiene que acostumbrarse. Ahora me están traduciendo al francés y he llegado
a un acuerdo con la traductora, que vive en México, de trabajar juntos después
de una primera versión, porque a mí me interesa mucho la musicalidad de la
poesía. Lo primero que se pierde en la traducción es justamente el elemento
sonoro. Los traductores tendemos a respetar el significado, temiendo no
perderlo, y muchas veces sacrificamos ritmo y musicalidad. Por ejemplo, Stefano
Strazzabosco, que tradujo una antología mía al italiano, hizo un muy buen
trabajo con mis poemas. Aprovechando mi conocimiento, yo le hacía muchas
sugerencias de cambios, que eran invitaciones a que traicionara más el
original, cosa que él no se hubiera permitido si yo no le hubiera dado ese
permiso a fin de que tuviera más libertad de trabajo con la sonoridad.
BB: –¿Consultas tus dudas con los poetas vivos que
traduces o piensas que el lector (y también el traductor) tiene interpretar sin
consultarlas?
–Cuando hay una duda lo
mejor es consultar. Si uno no entiende una palabra, un verso, lo más honesto
es, si se puede, preguntarle al autor lo que quiso decir. Realmente la poesía
de Patrizia Cavalli es muy sencilla, pero en un par de ocasiones había palabras
que yo no entendía. Le escribí y ella aclaró mis dudas. Más allá de eso, uno
siempre está interpretando y cambiando las cosas. Eso es inevitable y no debe
tentarse el corazón para hacerlo; si no, caemos en esas traducciones muy
serviles, muy correctas, pero muertas.
Ahora, por ejemplo, estoy haciendo algo que
nunca había hecho. Yo trabajo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de
la UNAM. Ahí hay un Centro de Estudios Clásicos, que de hecho es un centro de
traducción donde se traducen griegos y latinos. Para mí, se hace de un modo
deplorable. Es una escuela de traducción en donde se calca prácticamente la
sintaxis del griego y del latín. El resultado es, desde mi punto de vista y con
honrosas excepciones, ilegible. Más o menos intuimos cómo era la sintaxis del
griego y del latín, pero en esas traducciones no se nos está dando poesía, sino
una cosa híbrida que no sabemos muy bien qué significa.
Hay un joven doctor del Instituto que está
traduciendo líricos griegos arcaicos (Safo, Anacreonte, Arquíloco, etc.) y lo
hace de esa manera, siguiendo esta escuela muy dura y filológica. Pero con la
diferencia de que a él no le satisface nada. Como él no es poeta, ni se siente
poeta, ni aspira a ser poeta, no se atreve ni quiere hacer una traducción
poética. Entonces me propuso que hiciéramos un trabajo a cuatro manos. Es
decir, que él ofreciera su traducción filológica y, sobre ella, yo hiciese una
traducción más lírica y potable. Es un trabajo muy interesante: yo no sé una
palabra de griego, él me ayuda a desentrañar las peculiaridades de cada verso y
luego yo improviso. Los resultados son, desde luego, muy distintos. La
traducción filológica y la lírica se parecen poco. Creo que es un ejercicio
necesario para restituir algo de lo que era la poesía en sí: hecha para
disfrutar, no para rescatarse como un documento académico.
Al traductor le interesa ser fiel y respetuoso hacia
el original; o sea, no aprovecharse de él para alardear de sus propias virtudes
literarias sino respetar el texto lo más posible, pero no al extremo de volver
ilegible el producto de esa traducción. La traducción siempre va a oscilar
entre esos dos polos: ser respetuosa del original y, al mismo tiempo, construir
un texto autónomo.
Cuando uno traduce autores clásicos, la
complejidad está en que uno ya pueden consultarse dudas con el autor. Grave
problema. A menos de que haya una exitosa sesión espiritista, que no es tan
mala idea. En este trabajo que estoy haciendo me di cuenta de algo que no
sabía. Estoy consultando muchas traducciones, no solamente la de mi colega, y
me doy cuenta cómo cambian de una a otra; hay versos que cada traductor
entiende o aprovecha a su manera. Eso es una ventaja porque me da permiso de
ser también un poco arbitrario. No sabemos cómo se oían y cómo se vivían esos
poemas. En concreto, los poemas griegos pertenecían a una cultura sobre todo
oral, donde la poesía no se leía: se recitaba, se oía, se aprendía de memoria.
De pronto, convertida en papel, cambia profundamente. Son muchas las
mediaciones que nos alejan de ese producto original, y quererlo rescatar es una
quimera. Sucede lo mismo la música griega antigua: nunca vamos a saber cómo
sonaba, porque nunca hemos podido escuchar una lira.
Cuando traduje a Montale tenía el propósito
de rescatar, dentro de lo posible, su musicalidad. Porque Montale ha sido,
probablemente, el poeta italiano más musical de todos los tiempos. La suya es
una musicalidad muy torturada, no cantarina; es muy seca, con muchas rimas
internas. Montale es un maestro, por ejemplo, en recoger el sonido de una rima
que está seis o siete versos arriba, cuando pareciera que ese sonido ya
desapareció en la mente del lector. Era cantante de ópera; nunca se presentó,
nunca debutó como tal, pero tenía un oído finísimo que le permitía hacer eso en
la poesía. Entonces, me dije: “Si no hacemos una traducción que rescate la
musicalidad, no estamos traduciendo a Montale sino inventando a otro poeta”. El
resultado, por supuesto, me deja insatisfecho: la musicalidad en cualquier
estrofa de Montale es mil veces superior a lo que yo pude lograr. Pero hice ese
esfuerzo, cuando otros traductores de Montale ni siquiera lo intentaron. Ellos,
muy correctitos, tradujeron palabra por palabra. No todas las traducciones son
así: hay algunas más vivas pero muchas son sordas, y yo creo que el propio
Montale diría “ése no soy yo”.
En el caso de Tasso tuve una polémica por
escrito, muy interesante, con Antonio Alatorre, quien junto con Margit Frenk ha
sido uno de los más grandes filólogos en México. Cuando publiqué un fragmento
de mi traducción de Aminta en
una revista, él la criticó por escrito. Alatorre me decía, por ejemplo: “No
usas ‘zagalejo’, una palabra que quiere decir ‘muchacho’ y que aparece en la
traducción anterior, hecha por Jáuregui, una de las grandes traducciones del
italiano al español, elogiada por el propio Cervantes en El Quijote”. “Zagalejo” era una palabra viva
en ese momento, la decían en la calle. Hoy nadie la usa. Había que poner
“muchacho” —tampoco iba a poner “chavo”—. Él decía que “zagalejo” nos trae el
sabor del Siglo de Oro. Pero no se trata de traer el sabor del Siglo de Oro, se
trata de meter a Tasso en nuestras palabras y sensibilidad. Tuvimos un
intercambio que luego se publicó y en el que, según él, hubo un empate técnico,
cosa que me dio mucho orgullo: yo estaba debatiendo con un gran filólogo, un
hombre muy inteligente y sensible. Hay tantos filólogos que no tienen
sensibilidad literaria; él sí la tenía.
Traté de modernizar —no sólo traté: era
inevitable que lo hiciera— y, sobre todo, de respetar el verso de Tasso,
aparentemente amable pero en el fondo cargado de gran ingeniería poética: Tasso
corta los versos, igual que Montale, con muchas rimas internas. El texto de
Tasso es muy complejo y la extraordinaria traducción de Jáuregui es mucho más
amable y light. Es decir, sus versos
son muy apacibles, y la prueba de eso es que alarga la traducción en unos
setenta u ochenta versos. Se toma todo el tiempo y su cadencia es más sinuosa.
Me parecía el momento de hacer una traducción más moderna que reflejara lo que
vivimos: un mundo más tortuoso y complejo. Esa fue mi apuesta con Tasso.
BB: –¿A qué español traduces? ¿A un español
“neutro”? ¿Te corrigen tus traducciones en España?
–Yo tenía ese miedo con
Montale porque era una editorial española. Pero ahí la suerte es que Nicanor
Vélez, un extraordinario editor, era colombiano. Él era el primero en oponerse
a esa costumbre ibérica de corregir a todos los que no escribimos en español
peninsular. A mí me lo han hecho con mis libros de cuentos. Publiqué un libro
de cuentos en Tusquets México, lo republicaron en Tusquets España y, para la
nueva edición, me pidieron que corrigiera algunas palabras. En algunos casos se
entiende: si uno pone “banqueta”, el lector español, colombiano y venezolano se
imagina un banquito y no se entiende nada; hay que poner “acera”, que es la
palabra neutra. Pero existe ese vicio, un poco colonialista, del que dice:
“Venga aquí al español que vale, al verdadero español”. Por suerte, con Montale
no tuve ese problema.
La pregunta que haces es conflictiva. Yo
siempre me pregunto eso, no sólo en poesía, sino también en prosa: a qué
español traducir. Siempre hay una oscilación. No podemos traducir a un español
tan estándar que se vuelva incoloro, pero tampoco a uno demasiado local porque
corremos el riesgo de, entre tantas variantes del español, volvernos
provincianos y que sólo nos entiendan los de nuestro país.
BB: –¿Eres de los que piensan
que sólo los poetas pueden traducir poesía?
–Hay una antología muy
interesante de poesía italiana en la que, por primera vez, he visto que se
antologa a traductores de poesía que no son poetas. Me parece un gesto muy
interesante. Son traductores a los que, por alguna razón, no les interesa
escribir su propia poesía pero son poetas al momento de traducir. No hay que
pedirle a un traductor de poesía que te muestre sus credenciales de poeta o sus
libros de poesía.
BB: –¿A qué poeta te hubiera gustado traducir y
aún no lo has hecho?
–Tuve mis ínfulas dantescas.
Empecé a traducir el primer terceto de la Comedia y
me fue imposible. Porque hay que tomar muchas decisiones al traducir a Dante.
Yo no lo traduciría con rima consonante: eso es limitar enormemente y no me
sentiría capaz, con esa prisión, de traducirlo bien. Haría una rima libre, lo
más sonora que se pudiese. Pero me gana mi ignorancia filológica. Para traducir
a Dante hay que documentarse, consultar ediciones críticas; es un trabajo
titánico al que habría que dedicar demasiado tiempo. Sería maravilloso poder
traducir a Dante. Acaba de salir una traducción en Argentina de Jorge Aulicino
donde, curiosamente, no suele respetarse el endecasílabo. Sí me ha impactado un
poco el hecho de que el ritmo mismo esté roto. Puede ser una apuesta
interesante, alejarse incluso del endecasílabo para obtener alguna ganancia en
otro campo.
BB: –¿Qué traducción tuya te enorgullece más?
–La de Montale, por el
esfuerzo. Tardé un año en decidirme; tenía mucho miedo. Finalmente me decidí
cuando logré que el editor español me diera tres años de plazo. Ellos querían
que lo hiciera en ocho meses. ¿Cómo se puede traducir la obra completa de
Montale en ocho meses? Sí, se puede hacer, pero va a salir una porquería.
Cuando logré que me dieran ese tiempo, entonces me animé. Creo que es un
trabajo del que, con sus altibajos, estoy orgulloso.
BB: –¿Qué consejos le puedes dar a un joven
traductor?
–La traducción es un músculo
que hay que ejercitar. Después de dos clases con mis alumnos ya sé la
calificación que va a tener cada uno de ellos. Con dos clases me doy cuenta
quién es muy bueno, quién no es tan bueno, quién es malo. Eso no va a cambiar
en un semestre, pero quizá sí en un año. Es una cosa muy lenta, como escribir.
Nadie puede escribir mejor en dos meses. Es un trabajo muy lento y paciente. Mi
curso es práctico: no vemos nada de teoría de la traducción. La teoría de la
traducción no sirve para nada a la hora de traducir. Mi único consejo es seguir
traduciendo y leer.
Jorge Issa: –¿Has sentido alguna vez la tentación, la
necesidad de “mejorar” un texto cuando lo traduces porque juzgas que hay
insuficiencias, errores? Hay traducciones mejores que el original y uno
agradece que existan. Borges decía enorgullecerse más de lo que había leído que
de lo que había escrito, pero se permitió “corregirle la página” a Herman
Melville, cortar párrafos, añadir pasajes…
–¿Qué significa mejorar? Si se trata de añadir con impunidad,
creo que es algo que ya nadie hace. O como en muchas traducciones, sobre todo
decimonónicas, cuando el traductor pulía moralmente el texto original, las
partes “indecentes”. En la cultura de la época existía ese permiso.
Pero el alarde del traductor sigue siendo
un riesgo. Milan Kundera, en Los
testimonios traicionados, cuenta que cuando llegó a Francia y aprendió
francés, ya habían sido traducidas una o dos novelas suyas. Por primera vez
pudo leer en francés su novela y brincó porque el traductor había pecado de
virtuosismo. Donde el personaje decía “tomó un vaso de agua”, el otro decía “el
vaso lanzaba reflejos de luz”. Kundera exigió a la editorial que retiraran esa
traducción por ser barroca, sobre todo por tratarse de un autor que más bien se
caracteriza por su sequedad y economía. Exigió que se retradujera y ahora podía
él cotejar esa traducción. Es probable que el traductor pretendiese mejorar a
Kundera: pensó que le faltaba la sensibilidad del rayo de luz atravesando el
vaso. Hay que tener cuidado.
Cuando veo y releo mi traducción de Montale
siempre pienso: “Qué lástima, este verso pude haberlo traducido mejor así”.
Pasa lo mismo con lo que uno escribe. Uno puede estar perfeccionando todo el
tiempo lo que ha hecho.
JI: –Me refería a la falta de modestia de pensar
que pueden subsanarse insuficiencias.
–No hay traductor que se
salve de eso. Hay que controlarse, pero a veces hay que darse también ese
gusto, pensar en el lector. Eso justifica que, en algunas traducciones, me robe
un trozo de otro traductor porque lo hizo muy bien. Si así fue, por qué no
utilizarlo. Al final está la posibilidad de decir a dónde pertenece ese verso;
uno decide si rinde cuentas o se hace pato.
Eleonora Biasin: –¿Cómo traducir un dialecto?
En México no tenemos dialectos, al menos
del español. No queda más remedio que achatar el original porque, si no,
tendríamos que inventar. Lo que más se parece a un dialecto es una jerga
juvenil o gremial, un lenguaje dentro del lenguaje. El salto estilístico es
enorme. Si yo traduzco, por ejemplo, a Trilussa y digo a qué lenguaje
específico lo voy a traducir en México –un lenguaje que tenga un remoto
parecido con lo que es un dialecto en Italia–, a lo mejor decido traducirlo a una
jerga juvenil como de José Agustín. Es un experimento interesante porque, al
menos, respeta eso: saltarse el lenguaje estándar. Traducir un dialecto a una
jerga juvenil es traicionarlo de base, pero puede que el resultado lo
justifique. El traductor tendría que decir que, puesto ante la necesidad de no
traducir a un español pulcro, tuvo que escoger una jerga de algún tipo;
advertirle al lector la enorme libertad que se ha tomado. Yo acentuaría el
localismo porque un dialecto es un lenguaje ultra local.
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