Te doy mi
palabra (2)
Un itinerario en la traducción
En
el campo de eros
No es posible traducir sin
amar otra lengua. Esto se refiere al deseo platónico de atrapar por entero su inalcanzable
riqueza, pero también a la sensualidad misma de las palabras, al fraseo, el ritmo,
los giros que transforman al lenguaje en una materia viva, determinada por la
época, la geografía, las infinitas y apasionadas huellas que le han dejado sus
usuarios.
En los exámenes de idiomas,
el más alto grado de dominio suele ser descrito como “posesión total”,
expresión claramente sexualizada. De modo semejante, alguien dice que al fin ha
logrado “penetrar” en el sentido de un idioma.
En Los libros que no he
escrito, George Steiner comparte proyectos inconclusos que le hubiera gustada
llevar a cabo y tuvo que interrumpir por diversas razones. Uno de ellos hubiera
llevado por título Las lenguas de eros. Ahí pretendía repasar sus encuentros
con las mujeres que ha amado en cuatro idiomas distintos. Si la relación con el
lenguaje es en sí misma erótica, la relación con alguien que habla otro
lenguaje hace que la traducción sea doblemente sensual.
Como su planteamiento era
autobiográfico, Steiner no hubiera podido desarrollarlo sin incurrir en indiscreciones.
Se contuvo, pero adelantó significativas anécdotas y reflexiones sobre las
diferencias entre amar en un idioma o en otro.
El lenguaje no sólo refleja
las emociones; las guía. Es instrumento pero también personaje. Sentimos de
manera distinta en otra lengua. Somos los mismos pero dejamos que la pasión nos
traduzca.
La representación del sexo cambia de una
cultura a otra; admite apodos, escatologías, claves, albures y dobles sentidos
que pertenecen a una comunidad definida. El entorno contribuye al amor con la
moral de la época y, sobre todo, con la posibilidad de transgredirla. Pero
también con las canciones, las películas, los refranes y los slogans
publicitarios que acompañan la relación, determinándola desde las palabras. Los
amantes llevan a la cama las referencias de su tiempo. Con el orgasmo, regresan
al origen del idioma, pronuncian, como diría el poeta Ramón López Velarde, el
“monosílabo inmortal” -que en una lengua privilegia las vocales y en otra las
consonantes-, se comunican con sonidos preverbales que significan sin articular
palabras.
Para Steiner, la
multiplicación de las lenguas ocurrida “después de Babel” no es una tragedia
sino un estímulo semántico. Transitar de un idioma a otro aumenta las
posibilidades del conocimiento y de la pasión.
En Las lenguas de eros no se ocupa de la traducción literaria, sino
del territorio íntimo de los amantes. ¿Qué sucede cuando dos personas de
distinto idioma se unen carnalmente? El coito puede ser un enredo o un acuerdo
idiomático. En su último párrafo, concluye: “Es posible que el orgasmo
compartido no sea otra cosa que un acto de traducción simultánea”.
Numeroso traductores han
asociado su oficio con el intercambio sexual. Al respecto, José Aníbal Campos,
observa: “Para mí traducir es cópula: es transferencia de flujos, es
penetración y entrega […] en ese acto de pro-creación hay también mucho de
renuncia por ambas partes”. El traductor se abandona en el otro para serle
fiel.
Cada idioma construye una
relación propia con el erotismo. Aunque resulta imposible resumir las prácticas
que se llevan a cabo en las alcobas de una cultura, ciertos detalles
lingüísticos aparecen en un sitio y no en otro. Así como los esquimales
disponen de cientos de vocablos para referirse a la nieve, los franceses
cuentan con una refinada enciclopedia sobre la cambiante geometría del amor.
La lengua alemana depara
eróticos asombros. Como en muchas frases el verbo debe ir al final, se trata del
idioma perfecto para posponer el cumplimiento del deseo. La espera se convierte
en un principio del placer. No es casual que en el idioma donde el verbo tarda
en llegar, Lichtenberg haya escrito que la felicidad comienza con su
anticipación.
La literatura francesa cuenta
con códigos tan precisos para la seducción que el veneciano Giacomo Casanova
decidió escribir sus memorias en esa lengua. Las proezas amatorios suenan más
convincentes si se exageran en francés. En La
montaña mágica, Hans Castorp declara su amor en francés, no sólo porque se
siente menos comprometido al usar una lengua que no es la suya, sino porque la
dinámica de ese idioma lo lleva a una elocuencia que se beneficia de los miles
de amantes que se anticiparon a esas palabras. El francés es la lengua de los
trovadores cátaros que en el siglo XII perfeccionaron la retórica del amor no
correspondido, de los budoirs
sobrepoblados por los libertinos del siglo XVIII, de la fantasmagoría
proustiana de los celos en el siglo XX. En comparación con la literatura
francesa, la alemana y el española tienen un trato menos franco con la
sabiduría carnal, y la subliman en forma diferente. El alemán pasa a los cielos
fáusticos de la abstracción y el español cede a la mirada oblicua de la
picardía.
Steiner observa que la
cultura alemana asocia el desfogue amoroso con ciertos juegos infantiles, no
ajenos a la escatología. Esto es tan común en el cabaret como en la literatura.
“Las funciones naturales desempeñan un papel constante en el erotismo alemán”,
comenta Steiner: “La excitación y el gozo que provocan tienen algo regresivo,
infantil; así conservan un toque de inocencia”.
En numerosos pasajes
literarios (a continuación veremos uno) el vello púbico se asocia con el musgo,
textura esencial del bosque que, a su vez, es el espacio primigenio del Märchen. Los animales también están
presentes en la fábula erótica alemana. El pene puede ser descrito como Schwanz, cola, y la cópula como una
actividad de pájaros: vögeln. Por
otra parte, el glande se asocia con la bellota (Eichel), nueva referencia al bosque de los cuentos.
El alemán es más gráfico que
otras lenguas. “Trasero” nunca tendrá la contundencia de Arsch, ni “culo” podrá competir con Arschloch. No se trata sólo de una supremacía de exactitud en el
significado, sino eufónica. Las consonantes permiten que la lengua alemana
percuta como los latidos del corazón.
La gramática alemana permite
unir dos o más palabras a en una sola, creando un Kompositum, variante gramatical de la cópula.
Por el sonido rico en
consonantes y la gráfica exactitud de las palabras, una taberna, un establo o
un prostíbulo adquieren especial concreción al ser descritos en alemán. Sin
embargo, también estamos ante el idioma que más y mejor ha definido los
conceptos filosóficos. En la patria del Dasein,
el erotismo es una teoría del conocimiento. Magd
Zerline de Hermann Broch, La muerte
en Venecia de Thomas Mann, Mine-Haha
de Franz Wedeking y Tres mujeres de
Robert Musil son tratados sobre el deseo de una hondura reflexiva inencontrable
en otras lenguas.
Un alto desafío de la
literatura erótica consiste en abordar el sexo sin restarle misterio, sin que
desaparezca la incertidumbre que provoca. El hecho consumado, el trámite
anatómico, carece de enigma y, por lo tanto, de relevancia literaria.
La gran literatura amorosa
convierte las relaciones en un problema que no tiene interpretación unívoca y
donde la reflexión se renueva tanto como el placer. En este sentido el
traductor tiene una condición de amante insatisfecho; se acerca a su objeto del
deseo, sabiendo que nunca lo alcanzará del todo.
Cuando traduje Memorias de un antisemita, de Gregor von
Rezzori, encontré un pasaje que reflejaba la condición inagotable del
acercamiento sexual. De manera simbólica, también capturaba las fatigas del
traductor, que se acerca a un cuerpo que se le repliega.
En esta novela de formación,
Rezzori hace que el protagonista llegue a la escena en la que al fin puede
estar con una mujer. Ella es una gitana de la que no confía pero que le atrae
profundamente. Entran a un hotel de paso y alquilan un cuarto. Él actúa con
nerviosismo; ella es dueña de la situación. Entonces se produce un momento de elevada
tensión erótica: la posibilidad del fracaso se mezcla con el hechizo de la
belleza. ¿Es un encuentro o un malentendido? Misteriosamente, se trata de ambas
cosas: “Le bajé la blusa y no bajó la mirada; me miró a los ojos, sonriendo
como si supiera que no iba a poder con ella.
Por un momento me quedé atónito ante sus senos desnudos, sobrecogido por
una realidad más extraordinaria que todas mis ensoñaciones. Aquellos senos
firmes y moldeables, de un sedosa suavidad, tibios, que olían a almendra, con respingados
pezones color de rosa, reaccionaron al contacto con mi mano. Los sentí
contraerse, ponerse rígidos. Eran testigos del maravilloso temblor que recorría
su cuerpo hasta la oscuridad del sexo, la negra oquedad, la gruta húmeda,
cerrada con avaricia entre los muslos que ahora se entreabrían…, eso era lo que
había visto con mayor claridad y deleite en mis fantasías eróticas. La
anticipación del goce me cerraba la garganta y colmaba mi estómago con una
dulce ternura: el símbolo de la mujer, la más pura imagen de la feminidad, esa
figura siempre extraña, sonriente, esquiva, inasible, que temía y odiaba y
estaba condenado a amar hasta mi perdición”.
El protagonista ve el torso
desnudo de la mujer deseada. El resto del cuerpo permanece oculto. La mujer se ha
entregado a medias. En ese momento llaman a la puerta. Es el encargado de la
recepción. Dice que ha recibido una moneda falsa y pide otra. Molesto, el
enamorado da el dinero y sigue con su tarea. Segundos después vuelve a ser
interrumpido, por la misma razón. La escena se repite hasta que la gitana le
revela que, cada vez que le piden otra moneda, se la cambian por una falsa. El
joven amante ha caído en una red de estafadores. Indignado, se enfrenta a
golpes con el recepcionista y todo termina de la peor manera.
Traducir es el arte de
cambiar monedas en nombre del amor. El intérprete debe buscar divisas que
circulen con validez en otro ámbito. No puede falsificar palabras; debe acuñarlas.
La escena de Rezzori ofrece una metáfora perfecta de los límites del erotismo y
del impreciso romance del traductor, que paga su pasión con moneda extraña.
En El tambor de hojalata, la novela que me llevó a recuperar la
relegada lengua alemana, Günter Grass mezcla el erotismo con la confusión de
identidades. Oskar Mazerath no es hijo de su padre, sino de Jan, amante polaco
de su madre. El sexo no llevó a una paternidad comprobable sino fantasmagórica.
También esto se asocia con la traducción.
Un episodio de la novela
condensa en forma insólita numerosos aspectos de la tradición erótica alemana.
El protagonista tiene algo infantil: Oskar es un enano voluntario; se resiste a
crecer para no ingresar al nefasto mundo de los mayores. Su pasatiempo favorito
es tocar un tambor de hojalata; la percusión típica de la lengua alemana se
potencia con su redoble. Como veremos, en este pasaje el cuerpo de una mujer se
asocia con un bosque donde se pueden buscar frambuesas y su vello púbico con el
musgo.
La gran novela de Grass se
ha traducido en dos ocasiones al español. La primera de ellas en 1963, por
Carlos Gerhard, catalán de origen suizo y alsaciano que se exilió en México. La
segunda es obra de Miguel Sáenz, titánico traductor que se ha hecho cargo de la
obra entera de Thomas Bernhard y de la de Günter Grass. En 2009 publicó su versión
de El tambor. Ahí reconoce que la
traducción de Gerhard le parece admirable, pero agrega que no podría haber
acompañado a Grass en su dilatada trayectoria sin abordar su novela decisiva.
Se trata, pues, de un acto de pasión.
Recuperemos el episodio en
cuestión. A los dieciséis años, Oskar se enamora de María, una chica de su
edad. Hace que ella pruebe polvos efervescentes que la excitan. Vierte su
saliva en la palma de María y ella experimenta un goce raro; no se entusiasma
con el procedimiento, pero permite que suceda, con un placer despersonalizado.
Después de lamer el polvo en
la palma de María, Oskar lo unta en su ombligo y descubre un alfabeto que hasta
entonces no había conjugado. Grass demuestra que el erotismo es más eficaz
cuando no se refiere a la anatomía, sino a las emociones que suscita. En la
versión de Gerhard: “Su ombligo le quedaba más remoto que el África o la Tierra del Fuego. A mí, en
cambio, el ombligo de María me quedaba cerca, y así, pues, sumí en él mi lengua
en busca de frambuesas, de las que siempre iba encontrado más, de modo que en
mi búsqueda me extravié, llegando a las regiones en las que ningún guardia
forestal solicitaba la exhibición de un permiso de buscar, y me sentía obligado
a no desperdiciar frambuesa alguna […] y cuando ya no encontré más, entonces y
como por casualidad hallé en otros lugares cantarelas. Y comoquiera que éstas
crecían más escondidas bajo el musgo, mi lengua no alcanzaba ya, y dejé que me
creciera un undécimo dedo, porque los otros diez tampoco alcanzaban. Y así fue
cómo Oskar vino a hallar su tercer palillo, para el que ya su edad lo
autorizaba. Y ya no di sobre la lámina, sino en el musgo”.
El descubrimiento de la
erección y del primer encuentro sexual es modificado por Sáenz en un detalle
mínimo pero digno de comentario. En su versión escribe: “mi lengua no
alcanzaba, y me dejé crecer un
undécimo dedo”. En este caso, Oskar tiene mayor dominio de su voluntad: se deja
crecer un dedo en vez de permitir que le crezca, como en la versión de Gerhard.
El español de España es más
enfático y autoritario que el de América Latina. Quien habla en modo peninsular
protagoniza más los sucesos. Hay cierto resabio imperial en la forma en que las
frases se imponen en el español de Castilla. Si el mexicano dice “pedí un vodka”,
el español dice “me pedí un vodka”.
Gerhard hace que Oskar sea
un sorprendido testigo de sí mismo. Sáenz ofrece una versión igualmente
correcta en la que hay mayor participación, no del protagonista, sino de la
lengua española.
En ese encuentro con María,
Oskar creer haber concebido a un hijo. Sin embargo, la paternidad le será
adjudicada al señor Mazerath, su presunto padre, que una vez más inseminará en
forma espectral.
La siguiente escena resume
las fantasías de todo traductor. El pequeño Oskar sorprende a María en un sofá,
siendo penetrada por Mazerath. Desesperado, toca su tambor. Ella le pide al
hombre que la arremete que tenga precaución y no eyacule dentro de ella. Al
mismo tiempo le pide que no se salga. La razón y la excitación oscilan al compás
de la cópula y del tambor. Mazerath promete salirse pero sigue adelante.
En su cruda y deformada
carnalidad, la escena parece un dibujo expresionista de Georg Grosz: “El
vestido y las enaguas de María se le habían arremangado por encima del sostén hasta
las axilas. Las bragas se le bamboleaban en el pie izquierdo que, juntamente
con la pierna y feamente contorsionado, colgaba del diván. La pierna izquierda,
replegada y como ajena, reposaba sobre los cojines del respaldo. Entre las
piernas, Mazerath. Con la mano derecha le agarraba éste la cabeza, en tanto que
con la otra ensanchaba la apertura de ella y trataba de ponerse sobre la pista
[…] Él había clavado los dientes en un cojín con la funda de terciopelo, y sólo
dejaba el terciopelo cuando hablaban. Porque por momentos hablaban, sin por
ello interrumpir el trabajo” (versión de Gerhard). La presencia del diálogo es
esencial: “porque por momentos hablaban”. El reloj da la hora y ellos lo
comentan. Tienen prisa pero deben alcanzar el clímax, todo se puede arruinar si
ella queda preñada, y no se separan. El deseo se alimenta de tensión. Además,
hay un tercero incluido, Oskar, que se lanza sobre la espalda del amante.
También él es contradictorio: empuja a su enemigo y así lo retiene en la
cópula, obligando a que eyacule dentro de la mujer. ¿Quién es el verdadero padre
de la criatura así concebida? Oskar fantasea que es él, pues ya antes había
hecho el amor con María. Además, es él quien impide que el otro se salga de la
mujer. El señor Mazerath, su presunto padre, sólo podrá ser presunto padre de
otro hijo. Si su semen llega a María es porque Oskar se encarama en su espalda
e impide la separación. El único que quiere la fecundación es el amante
indirecto.
La fidelidad del traductor
es como la del desesperado Oskar Mazerath. No puede ser el indiscutible padre
de la criatura, pero se acerca lo más posible a ese acto amoroso, busca formar
parte sin dejar de ser un sustituto.
Este capítulo ejemplar lleva
el elocuente nombre de “Comunicados especiales”. María tiene la radio encendida
todo el tiempo. Quiere atrapar noticias en una época en que los mensajes que
flotan en el éter cambian el destino. No son palabras cualquiera: son
“comunicados especiales”. Sin embargo, en ese ámbito, el mensaje más
importante, de clave indescifrable, no proviene del frente de guerra sino de la
confusión erótica, en la que nadie sabe muy bien hasta dónde participa.
El gozo y el esfuerzo de
Oskar no serán recompensados por la paternidad que reclama. Su destino será
idéntico al del traductor. Dos maestros del oficio, Carlos Gerhard y Miguel
Sáenz, tradujeron la novela. Sus versiones varían como las caricias y los
gestos del erotismo. El resultado final, como lo demuestra el episodio
“Comunicados especiales”, no puede tener dueño, es el milagro que se produce en
la intersección de las lenguas.
Confusas, tentativas,
inciertas, las palabras buscan lo imposible: definir el sentimiento. El diálogo
trunco entre María y el señor Mazerath implica que algo se rompe cuando algo se
une. En la versión de Sáenz: “Y entonces quiso que Maria le dijera si estaba
bien como lo estaban haciendo. Ella respondió afirmativamente a la pregunta,
varias veces, y le rogó que tuviera cuidado”.
En el más alto punto de la
pasión, el amante, como el traductor, no puede tener cuidado. Walter Benjamin
asocia la tarea de traducir con la de ensamblar los fragmentos de una vasija
rota. En “La tarea del traductor” escribe: “En vez de asemejarse al sentido
original, la traducción debe más bien, amorosamente y en detalle, en su propio idioma,
tomar forma de acuerdo al modo de significar original, para que ambos sean
reconocibles como las partes quebradas de un lenguaje más vasto, tal como los
fragmentos son las partes quebradas de una vasija”.
Sólo se reconstruye lo que
se ha roto. Bajo el redoble del tambor, María y el señor Mazerath se dejan
arrastrar por su libido y dejan de ser prudentes. Algo inesperado saldrá de ese
febril enredo: un hijo sin padre definido, una traducción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario