Tercera y última parte del ensayo de Juan Villoro, publicado por el Periódico de Poesía.
Te doy mi palabra (3)
Un itinerario en la traducción
Das
kommt mir Spanisch vor
Cada idioma escoge a otro
para nombrar lo extraño. En español, lo incomprensible “está en chino”. Cuando
recuperaba el conocimiento de la lengua alemana, me divirtió saber que ahí las
cosas inextricables están “en español”: Das
kommt mir Spanish vor. Otro aliciente para traducir.
En 1984, luego de una
estancia de tres años en Berlín Oriental, comencé mi primera traducción formal:
El retorno de Casanova, de Arthur
Schnitzler. No tenía contrato con ninguna editorial. Pensaba proponer la novela
una vez terminada, aprovechando que los derechos ya eran de dominio público.
Schnitzler representaba un
buen inicio para el traslado literario. Su alemán es suficientemente rico para
estimular y poner a prueba el idioma al que se traduce, y suficientemente
directo y descriptivo para evitar excesivas ambigüedades.
Disfruté la trama en la que
el seductor veneciano regresa a su ciudad natal y se enfrasca en una de sus
últimas conquistas a la “vetusta” edad de 53 años. Para seducir a una joven,
Giacomo Casanova suplanta a otra persona. En la oscuridad, ella lo confunde con
su amado. El libertino se “traduce” en otro para lograr su fin.
Mientras me ocupaba de esta
historia de mixtificación entendí que también el traductor busca convencer con
voz ajena. La mayor lección que recibe un intérprete es la de descubrir las
ignotas posibilidades de sí mismo. No se trata de un acto de
despersonalización, sino de exploración interior gracias al dictado de otra
voz. En ocasiones, necesitamos de un largo rodeo para descubrir un misterio
íntimo. En este sentido, los viajes se asemejan a la traducción. Nos alejamos
del entorno en busca de algo diferente, pero de pronto advertimos que lo más
significativo está en el punto de partida. Fue la lección que Goethe recibió en
Italia: “Este viaje no responde al deseo de formarme falsas ideas sobre mí
mismo sino al de conocerme mejor”.
En El retorno de Casanova me convertí en espectro de un espectro (el
libertino veneciano deseoso de ser tomado por otro), hasta que supe que también
como traductor era un fantasma. Me enteré de que la UNAM acababa de publicar el
mismo libro, traducido del italiano por el extraordinario Guillermo Fernández.
Me concentré en los relatos
de Schnitzler e hice una antología en torno al tema del engaño amoroso. De
nuevo el texto trataba de suplantaciones. Como traductor, debía ser fiel a una
ronda de infidelidades.
Cuando la antología se
publicó con el nombre de Engaños, en
el Fondo de Cultura Económica, había hecho un doble aprendizaje. Conocía los
estimulantes desafíos de la traducción y lo difícil que es vivir de eso. Cuesta
trabajo pensar en otro trabajo en el que haya más disparidad entre los méritos
que se requieren para ejercerlo y la remuneración que se recibe.
Mi siguiente traducción
siguió en la órbita austríaca. En 1984, la ópera de Richard Strauss Ariadna en Naxos se estrenó en México y
me pidieron que tradujera el libreto de Hugo von Hoffmansthal para ser
publicado en el programa de mano.
La trama es una parábola
sobre el disfraz. Un mecenas ha solicitado dos espectáculos, uno dramático y
otro buffo. Se entera de que las
obras duran demasiado y retrasarán los fuegos artificiales, que es lo que en
verdad le importa. Para abreviar la función, ordena que las dos obras se fundan
en una sola.
La historia de dos
espectáculos que se despedazan para transformarse en uno ofrece una imagen
extrema de los retos del traductor, obligado a respetar impulsos muchas veces
contradictorios. Lo que él hubiera resuelto como comedia se presenta como
tragedia, y viceversa.
Mi versión de Ariadna en Naxos circuló en las cinco o
seis funciones de la ópera, y desapareció en la noche de los tiempos.
En las vacilaciones y las
fatigas de aquellos primeros esfuerzos en la traducción me servía de modelo
heroico la trayectoria de Sergio Pitol. Durante un tiempo, él vivió
exclusivamente de la traducción. Para lograrlo, residía a bordo de barcos
cargueros que le alquilaban un camarote a precio de paquetería. Cuando atracaba
en Barcelona, entregaba un manuscrito.
A partir de fines de los
años sesenta y setenta del siglo pasado, casi todas las traducciones del idioma
comenzaron a hacerse en España. México y Argentina perdieron el predominio
ganado durante el franquismo. Esto llevó a que el traductor latinoamericano se
conformara con obras de dominio público o buscara suerte en Europa.
Algún día se escribirá la
saga de los peregrinos en busca de manuscritos traducibles. Pensemos, tan sólo,
en la diáspora peruana y en los viajes necesarios para a que Ricardo Silva
Santiesteban tradujera a Joyce, César Palma a Savinio, Juan del Solar a
Dürrenmatt, Luis Loayza a Arthur Machen.
Mi modelo, Sergio Pitol,
vivió en barcos como un personaje de Conrad y luego continuó su trabajo en las
aguas no siempre plácidas de la diplomacia.
Es posible que me hubiera
apartado de la traducción de no ser porque en 1986 recibí una invitación a
hacer un curso de especialización en el Instituto Goethe de Munich. Pitol me
propuso que hiciera escala en Barcelona para entrevistarme con Jorge Herralde,
director de la editorial Anagrama. “Debes sorprenderlo con un título que no
conozca, algo exquisito que esté en sintonía con su catálogo”, me recomendó.
Por entonces, Herralde había publicado El
rey de las Dos Sicilias, de Andrej Kunsiewics. Decidí proponerle Marte en Aries, de Alexander
Lernet-Holenia, que había dejado algunas alegorías de rara belleza como En los acantilados de mármol y Marte en Aries).
Lernet-Holenia cumplía con
el requisito de ser un autor raro, pero su prestigio era incierto. Cuando los
poemas de La horda dorada fueron
comparados con Rilke, el implacable Karl Kraus dijo que más bien era un
“Puerilke” o un “Sterilke”.
El autor de El Estandarte puede ser visto como
representante de lo que en alemán se llama Edelkitsch,
una aristocratizante cursilería. Sin embargo, Marte en Aries merecía ingresar al catálogo de Anagrama.
En ocasiones, ofrecer un
libro sirve para conseguir otro. Herralde escuchó con atención mi arenga sobre
la enrarecida estética de Lernet-Holenia. Esto no lo convenció de contratar el
libro, pero sí de que yo tradujera una obra ubicada en la Bucovina , la punta rumana
del imperio austro-húngaro, Memorias de
un antisemita, de Gregor von Rezzori.
Recuerdo mi felicidad al
salir de la oficina en el barrio de Sarrià, cargando esa novela como quien
lleva un país. Una vez más mi contacto con el alemán se orientaba hacia Austria
y sus alrededores. Por razones complejas y acaso esotéricas, la monarquía
imperial y real de Francisco José ha cautivado a un importante sector de la
cultura mexicana.
Maximiliano de Habsburgo
dejó una ambivalente reputación en México. Llegó como un monarca impuesto, pero
lo hizo con peculiar ingenuidad, convencido de que era querido y necesario. Fue
una figura impositiva y trágica a la vez, un monarca títere, manipulado por
conspiradores. No es casual que la novela mexicana más celebrada por la crítica
en los últimos treinta años, Noticias del
imperio, de Fernando del Paso, trate del emperador que se deslizó por el
país como por un sueño ininteligible y murió como un hombre cordial y educado,
dando propina a sus verdugos.
México pudo haber sido un
imperio más o menos austríaco. Por otra parte, la larga dominación de Francisco
José, dilatado ejercicio del poder en el que nada parecía cambiar, donde
convivían comunidades muy diversas y en pugna que dependían de una inexpugnable
burocracia parecía una metáfora de otro país presidido por el águila, el México
del PRI.
Cuando José María Pérez Gay
publicó El imperio perdido, reunión
de ensayos sobre escritores austríacos, la critica celebró la estupenda
reconstrucción de esa cultura. Lo extraño fue que un libro de tema bastante
especializado se convirtiera en best-seller instantáneo. El título mismo tenía
un aire nostálgico. Sólo perdemos aquello que nos pertenece. ¿En qué medida
teníamos que ver con Robert Musil y Hermann Broch? Más allá de la importancia
de esos autores, admirados pero poco leídos en México, el libro interesó porque
ponía en juego un campo de fuerzas que nos resultaba vagamente familiar. La Austria de principios del
siglo XX fue un vivero del carnaval y la decadencia bajo un gobierno
autoritario que permitía la discriminación racial, sexual y política. En 1986,
la exposición sobre la cultura austríaca en el Centro Georges Pompidou de París
llevó un título que podría aplicarse a la cultura mexicana: “El apocalipsis
gozoso”. Las rondas de aniquilación y creatividad que marcaron la Viena de principios del
siglo XX ofrecen paralelismos con la cultura mexicana. ¿Hay mejor descripción
del D. F. que la de Karl Kraus para Viena: “El laboratorio del fin de los
tiempos”?
Durante décadas, nada
parecía cambiar en la Austria
de las dos águilas y todo cambiaba por debajo del agua. Esta tensión,
perfectamente captada por Pérez Gay, convirtió su libro en un espejo distante
de nuestra convulsa tradición.
Memorias
de un antisemita
fue escrita por un apátrida exiliado en Italia. Si Gregor von Rezzori no se
hubiera movido de su natal Bucovina, el siglo XX le habría deparado tres
nacionalidades: austro-húngaro, soviético y rumano.
Un tema obsesivo de la
cultura mexicana ha sido la búsqueda de la identidad. De La querella de México (1915) de Martín Luis Guzmán a El difícil oficio de ser mexicano (2010)
de Heriberto Yépez, pasando por El
laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz y La
jaula de la melancolía (1987) de Roger Bartra, la inteligencia mexicana ha
explorado la indecisa forma que tenemos de aceptarnos a nosotros mismos. La
cultura austro-húngara también sucumbió al vértigo de la identidad. Musil solía
decir que un austriaco era alguien a quien se le había restado un húngaro.
Memorias
de un antisemita
es la reconstrucción de un país que ya sólo existe en la memoria. Educado para
odiar a los judíos, el narrador se vincula de múltiples modos con ellos. La
novela celebra a contrapelo a quienes han sido designados como enemigos.
En su evocación memoriosa,
Rezzori asume una cadencia proustiana; busca el detalle significante y
convierte el recuerdo en un ejercicio de precisión sensorial.
El diapasón lingüístico de
esta tentativa es mucho más amplio que el de Schnitzler. Sin llegar a la
exuberancia de Thomas Mann, Rezzori otorga especial importancia a la minuciosa
y adjetivada creación de atmósferas. En su estética, la trama y la reflexión
importan menos que la temperatura del aire, la gestualidad de las personas, la inclinación
de los rayos del sol.
Durante seis meses viví
inmerso en el libro. El mayor reto fue narrar en mi lengua situaciones del todo
ajenas a mi experiencia, como las batidas de caza y las descripciones
agrícolas.
Rezzori mira de cerca los
objetos. Como autor de ficción soy impaciente y rehúyo las cadencias morosas.
Por eso mismo, agradezco la obligación a la que me sometió Memorias de un antisemita. Ofrezco un ejemplo sobre la voracidad de
un personaje. En un texto mío habría sido incapaz de explorar tan a fondo ese
momento al que sólo pude llegar con la voz vicaria del traductor: “Durante las
comidas, Stiassny se sentaba en un extremo de la mesa, por lo general a mi lado
o cerca de mí. Comía con una fruición que se volvió proverbial en casa de los tíos.
‘Traga como Stiassny’ se decía, por ejemplo, de un caballo que había dejado de
comer por estar enfermo y ya empezaba a recuperarse. Por más que su apetito me
chocara, no podía dejar de mirar a Stiassny de reojo. Veía ese perfil noble, de
rasgos hermosos, sensible, mimado, que tragaba como un animal. En ocasiones
comía compulsivamente; en forma casi maquinal, daba cuenta de toda clase de
platos, en cantidades insospechadas. Esto me deparaba un oscuro placer,
semejante al de los cuadros manieristas donde la belleza aparece junto a su
oscuro revés. Stiassny era demasiado sensible para no advertir mis miradas
furtivas. Con implacable constancia me sorprendía cuando menos lo esperaba;
entonces se volvía hacia a mí y me ofrecía, por así decirlo, su repulsión en
face: posaba para mí con una sonrisa de perverso entendimiento, como si supiera
que éramos cómplices del mismo vicio”.
Es interesante la forma en
que alguien que jamás escribiría por decisión propia con demorado deleite y
giros tentativos como “por así decirlo”, expanda su lengua a través de una
obsesión estilística ajena.
A propósito de sus muchas
traducciones, José Aníbal Campos comenta que la más insoportablemente difícil
fue la teología del Papa Joseph Ratzinger y la más disfrutablemente difícil, Edipo en Stalingrado, de Gregor von
Rezzori. Comparto su sensación de placer y esfuerzo.
Después de dedicarme a la
detallada resurrección de la
Bucovina de entreguerras, mi siguiente proyecto se orientó al
otro extremo: el misterio de la brevedad.
Alejandro Rossi escribía una
columna mensual en Vuelta. Formado
como filósofo, ofrecía textos misceláneos donde la reflexión se mezclaba con
situaciones narrativas. En una ocasión no encontró tema y decidió desaparecer
bajo el disfraz de otro: tradujo del italiano un puñado de aforismos de Georg
Christoph Lichtenberg. Fue un descubrimiento cardinal para mí. Busqué más cosas
del autor. Hallé algunos aforismos en la Antología del humor negro preparada por André
Breton y una brevísima selección de sus textos publicada en Argentina por
Ediciones Brújula, posiblemente traducida del francés.
La reputación de Lichtenberg
era enorme. Freud, Nietzsche y Goethe lo citaban. En nuestra lengua, Guillermo
Cabrera Infante había parodiado el “mehr
Licht” (“más luz”) de Goethe con un título celebratorio del profesor de
Gotinga: “Mehr Licthtenberg!”.
Durante dos años (1987-89)
me dediqué a buscar ediciones de y sobre Lichtenberg. La tarea no era fácil en
tiempos anteriores a Internet y sin acceso a buenas bibliotecas alemanas.
Lichtenberg representa una
de las más fecundas vertientes de la Ilustración. Su sentido crítico incluye la
tolerancia de las debilidades ajenas. La ironía, el ingenio, la curiosidad
irrestricta, la independencia de pensamiento y la versatilidad de estilo
hicieron que se convirtiera para mí en un modelo de escritura.
Aunque publicó tratados
científicos y textos de divulgación sobre variadísimos asuntos, sus páginas más
significativas tuvieron carácter privado. Al final del día anotaba ideas en sus
Sudelbücher, “libros de saldos” de
los haberes y deberes de su mente. El hecho de que se tratara de apuntes
privados, sin otro destinatario que él mismo, hizo que quedaran sin corregir.
Cuando un paisaje le parecía abstruso se limitaba a agregar: “Yo me entiendo”.
A veces a una palabra le falta una letra y puede significar dos cosas
diferentes.
En este caso, traducir
significaba conjeturar un sentido que no acaba de cristalizar en la frase. Mi
edición de los Aforismos apareció en
1989, tres años antes de que Wolfgang Promies publicara en la editorial Hanser
la edición definitiva de las Obras Completas de Lichtenberg. Pocos meses
después de mi versión apareció la de Juan del Solar, excelente traductor
peruano afincado en Sitges. Es interesante cotejar ambos traslados. Del Solar
es un traductor más próximo al original; yo procuro aumentar las libertades del
texto de llegada (espero que sin alterar el sentido). Su ordenación es
cronológica, lo cual enfatiza su sobriedad; la mía es temática, lo que refuerza
mi lectura personal.
Lichtenberg reparó en la
paradoja de que las traducciones literales casi siempre son malas. A fuerza de
acercarse a un texto ajeno, se pierde el ritmo y la naturaleza del propio
idioma. Uno de sus más célebres aforismos repara en la subjetividad inevitable
que cada lector agrega al texto: “Un libro es como un espejo: si un mono se
asoma a él, no puede ver reflejado a un apóstol”.
La frase anticipaba mi
siguiente escala en la traducción, que iba a depender más de las alusiones que
del sentido evidente del texto. El director de teatro Ludwik Margules me
propuso enfrentar a Heiner Müller. Durante mis tres años en Berlín Oriental vi
muchas de sus obras. Admiraba la fuerza deliberadamente oculta de su lenguaje.
Müller fue un maestro de la la sugerencia. Como los demás autores de la RDA , debía sortear la censura
y procuraba que lo más significativo ocurriera entre líneas.
Cuarteto, la pieza que traduje, se
basa en Las relaciones peligrosas, de
Choderlos de Laclos. Müller combina la obscenidad y el oprobio de los cuarteles
y las tabernas del siglo XX con la retórica de la Ilustración. Es
resultado es una enrarecida poética. La literatura en lengua española del siglo
XVIII no es tan potente como la alemana. Carecemos, como señalaba Octavio Paz,
de una Ilustración literaria. Nuestro XVIII no tuvo tantas luces. Para crear un
efecto equivalente al de Müller acudí a giros de nuestra más conocida edad
clásica, el Siglo de Oro. Reproduzco un pasaje donde la Condesa de Merteuil se
dirige en forma imaginaria a su pupila Madame Tourvel como lo haría Valmont,
amante de ambas: “¡En qué suciedad he medrado! ¡Qué arte del disimulo! ¡Qué
depravación! ¡Pecados como escarlatina! La sola vista de una mujer hermosa, y
ni siquiera una mujer, ¡el trasero de una criada bastaba para transformarme en
animal de presa! Un precipicio, madame. ¿Desea echar un vistazo, o mejor dicho,
desea usted bajar la vista desde la cima de su virtud? Veo que se ruboriza.
¡Cómo sube el rojo a sus mejillas amada mía! Qué bien le sienta. ¿De dónde toma
su fantasía los colores para pintar mis vicios? ¿Acaso del sacramento del
matrimonio, con el que creía acorazarse contra la mundana violencia de la
seducción? […] Su rubor me permite al menos suponer que tiene sangre en las
venas. ¡Sangre! El triste destino de no ser el primero. No me haga pensar en
ello. Aunque se abriera las venas por mí, toda esa sangre no podría compensar
su boda: alguien se anticipó para siempre. El momento irrecuperable. La mortal
singularidad del parpadeo. Etcétera.”
El trabajo con Margules en Cuarteto me hizo volver a Schnitzler y
su idea de la voz hablada. Me interesaba como dramaturgo (una de mis ilusiones
canceladas fue la traducción de La
cacatúa verde, singular expresión del teatro dentro del teatro), pero sobre
todo, me deslumbraba el monólogo donde se anticipó a Joyce en la técnica del stream of consciousness: El teniente Gustl.
Es conocida la frase en la
que Freud declara que nunca visitó a Schnitzler porque temía conocer a su
doble. En su opinión, el escritor revelaba en forma intuitiva los secretos del
inconsciente. La novela breve El teniente
Gustl, escrita en 1900, transmite los pensamientos inconexos de un oficial
del ejército austro-húngaro que pasa la noche en vela, obsesionado porque se
comportó con cobardía. El logro maestro de Schnitzler consiste en hacer que el
lector entienda lo contrario a lo que dice el personaje. Al tratar de
justificarse, Gustl se incrimina.
Para traducir el mecanismo
de asociación libre de ideas se requiere de un idioma espontáneo. Ante un
desafío así, el reflejo instintivo del traductor es el de usar coloquialismos
para sonar natural. Esto ha dado lugar a peculiares versiones de la obra. El
español Miguel Ángel Vega hizo una muy correcta de El teniente Gustl y aportó valiosas notas aclaratorias, pero cedió
a localismos que expulsan al lector de otro país hispanohablante. Un tipo
fornido es descrito como “un cachas” y la frase “Bokorny sigue en Sambor y tal
vez se quede otros diez años ahí, cada vez más viejo y canoso” se españoliza de
la siguiente manera: “El Bokorny está todavía en Sambor y puede chuparse diez
años hasta hacerse viejo”. Sólo en España los años se chupan.
Uno de los mayores logros de
la Academia Mexicana
de la Lengua
fue el de introducir en el diccionario la palabra “españolismo”. Los usos
asentados en España no necesariamente son correctos.
Toda versión tiene algo
impuro. Sin embargo, es posible aspirar a un tono común, a la conjetura de una
lengua “neutra”. El reto se complica cuando el texto en cuestión pone en juego
un lenguaje improvisado, roto, inconexo y coloquial, que sigue el desordenado
fluir de la conciencia. Es el caso de El
teniente Gustl, monólogo que reclama el reto “laborioso” de la naturalidad,
como diría Marietta Gargantagli.
En vez de aportar otra
versión regional del texto, me propuse crear una ilusión de espontaneidad que
pudiera ser compartida por cualquier hispanohablante. La voz narrativa debía
circular con inmediata sencillez y al mismo tiempo conservar la expresividad de
lo que es tentativo y no ha sido repensado: “Si llegaras a cumplir cien años y
recordaras que alguien partió tu sable y te llamó ‘imbécil’ y te quedaste ahí,
sin poder hacer nada… No, no hay nada qué reflexionar… a lo hecho, pecho…
también lo de mamá y Klara es una tontería… ya lo superarán, todo se supera…
¡Cómo lloró mamá cuando murió su hermano y a las cuatro semanas ya no pensaba
en eso!... Solía ir al cementerio… primero cada semana, luego cada mes… y ahora
sólo va en el aniversario de su muerte… Mañana es el día de mi muerte… Cinco de
abril”.
Una creciente pasión por la
dramaturgia, es decir, por la voz hablada y las apariencias de naturalidad que
puede adoptar, me llevó a aceptar en 2009 una encomienda desmesurada: traducir
y adaptar Egmont, de Goethe, para la Compañía Nacional
de Teatro.
El estreno de la obra en 2010, a doscientos años de
nuestra Independencia, mostraba la pertinencia contemporánea del pasado.
Egmont, noble holandés que lucha por la autodeterminación y la coexistencia de
distintas religiones, es perseguido y ultimado por las tropas de Felipe II. La
actualidad de la trama se volvió aún más curiosa porque los países que disputan
en escena, Holanda y España, llegaron a la final de la Copa del Mundo en Sudáfrica.
El arte no prospera sin
atrevimientos. Uno, no necesariamente perdonable, es el de retocar a Goethe.
Para hacerlo, contaba con un aliciente decisivo: Egmont es una obra fallida. Goethe lo entendió así y buscó auxilio
en la música de Beethoven. La asociación de titanes no llegó a buen término.
Tranquiliza adentrarse en un proyecto en el que fracasaron predecesores tan
ilustres. Egmont sólo tuvo fortuna en
la versión de Schiller, propiciada por el propio Goethe.
La reescritura de material
ajeno seducía a Goethe. En algún momento pensó en reescribir el Dux de Venecia, de Lord Byron, que le
parecía una obra extraordinaria, pero demasiado extensa, prolija, falta de
efecto dramático. Lo mismo puede decirse de Egmont,
cuyo montaje íntegro dura cinco horas. Goethe no pensaba alterar los
parlamentos de Byron ni suprimir escenas o personajes decisivos, sino resumir
la obra con su propia lógica, condensando su efecto. Seguí ese principio en mi
versión, a diferencia de lo que hizo Schiller, quien elimina personajes
decisivos, como la Regenta ,
protagonista del conflicto.
Goethe comenzó a trabajó de
manera intermitente en Egmont de 1774 a 1788. En esos catorce
años perdió la fibra dramática e infló la retórica. Dejó pasajes memorables
para ser leídos pero difíciles de escenificar. Desde su fallido estreno, Egmont surgió como una obra destinada a
ser intervenida.
En la pieza campea un
espíritu de rebelión. Goethe no admiró la revolución francesa. El baño de
sangre al que llevó el Comité de Salud Pública le produjo horror. No aceptaba
la violencia, pero creía en la autodeterminación del pueblo. En sus
conversaciones con Eckermann señala que si los monarcas fueran justos no habría
revueltas y precisa que todo levantamiento obedece a la injusticia de un
soberano. No se entusiasma con la insurgencia, pero la acepta –o, más
precisamente, la reconoce- como una necesidad del pueblo para liberarse de la
opresión.
Pero no siempre los rebeldes
son leales con sus líderes. Cuando es apresado, Egmont cae en la incertidumbre;
no puede dormir; se sabe perdido y, pese a todo, no depone su rebeldía. Su arenga
es un momento superior de la prosa alemana. Más de medio siglo después de haber
aprendido Hänschen klein, transcribo
esta escena, final anhelado de mi travesía. Un preso duerme en una celda. Johan
Wolfgang von Goethe, le otorga libertad bajo palabra:
Sueño, leal y viejo amigo,
¿también tú me abandonas? ¡Con qué gusto descendías sobre mi mente
despejada!... En medio de las armas y en la marea de la vida me entregué a ti
tranquilamente… Cuando la tormenta agitaba el follaje, soplando entre las ramas
y las hojas, mi corazón permanecía intacto en su interior profundo. ¿Qué te
inquieta ahora? ¿Qué turba la firmeza y la lealtad de tu sentido? Lo sé: es el
ruido del hacha letal que ya se encaja en las raíces. Todavía sigo en pie, pero
un escalofrío me atraviesa. Sí, triunfa la traición, va minando el tronco alto
y recio. Antes de que la corteza se seque, la copa se desgajará con terrible
estruendo. Tú, sueño leal, que tantas veces libraste a mi cabeza de
preocupaciones poderosas como si fueran simples pompas de jabón, ¿por qué no
consigues ahuyentar ese presentimiento que de mil maneras me trabaja? ¿Desde
cuando le temes a la muerte? Enfrentabas sus variadas formas con la misma
relajación con que enfrentas los variados espectáculos de la Tierra … Pero no estás ante el
veloz enemigo que se enfrenta a pecho descubierto: la cárcel es una imagen
anticipada del sepulcro, tan repugnante para el héroe como para el cobarde… No
eres más que una imagen, el sueño recordado de la dicha que fue mía por tanto
tiempo. ¿Adónde te ha llevado el traidor destino? ¿Se niega a concederte la
muerte instantánea que jamás temiste, cuando podías enfrentarla bajo el sol, y
te ofrece el sabor anticipado de la tumba en el repugnante lodo del presidio?
¡Con qué asco percibo su aliento en estas piedras! La vida se adormece en este
lecho como el pie en la sepultura. ¡Oh, zozobra!: comienzas el asesinato antes
de tiempo. ¡Déjame! ¿Desde cuando Egmont está solo, completamente solo? La
dicha que nunca pudo desarmarte, es vencida por la duda. La justicia del Rey,
en quien confiaste toda la vida, la amistad de la Regenta que –ahora puedes
confesarlo- casi parecía amor, ¿han desaparecido de repente como brillantes
meteoros de la noche para dejarte solo en una senda oscura?... ¡Oh, muros que
me apresan, no impidan que lleguen hasta mí los impulsos de tantos espíritus
bien intencionados! El valor que una vez salió de mis ojos hacia ellos
regresará desde su corazón al mío. ¡Sí, se movilizan por millares! Vienen a
ponerse de mi lado. Su piadosa súplica sube al cielo en busca de un milagro. Si
una ángel no desciende para ponerme a salvo, empuñarán lanzas y espadas. Por
sus manos las puertas saltan en pedazos, las cadenas revientan, los muros se
derrumban y la libertad del nuevo día saluda alegremente a Egmont. ¡Cuántos
rostros conocidos vienen gozos a mi encuentro! Ay, Clara, si fueras hombre
seguramente llegarías aquí antes que nadie y tendría que agradecerte lo que es
difícil agradecer a un Rey: la libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario