En el artículo de la consultora editorial Mariana Eguren
citado ayer en este blog, aparece una palabra de vital importancia en el mundo comercial: “escandallo”.
Ella misma la plantea como herramienta fundamental y, en su texto, crea el
vínculo con otro artículo propio, donde explica qué es el escandallo editorial (https://marianaeguaras.com/escandallo-editorial-o-como-saber-si-un-libro-es-viable/).
Según
varias definiciones accesibles en la web, el concepto de
escandallo hace referencia a la determinación del precio que
debemos ponerle a un producto o mercancía, teniendo en cuenta todos los
factores que intervienen en él.
El problema que subsiste es que no todos los factores que hay que considerar para la elaboración del escandallo de un libro son
mecánicos. Pero la vida es más compleja que eso y algunos, de hecho, no pueden ser considerados mecánicamente.
Por un lado, están los insumos industriales (papel, impresión, encuadernación, transporte, depósito, etc.). Por otro, los comerciales (fundamentalmente, el costo de la distribución y el porcentaje correspondiente para las librerías, pero también la eventual publicidad). Luego, los gastos de funcionamiento de una editorial (que van desde el pago a los editores, a los diseñadores de interiores y de tapa, a los correctores, a los ilustradores, las cargas sociales si las hubiera, el alquiler del espacio, los servicios, etc.).
Quedan otros dos gastos que no parecen tan fáciles de evaluar: el trabajo de quien escribe el libro y el de quien lo traduce, fundamentalmente porque es muy difícil imaginar el tiempo requerido para la escritura de un libro y, mal que les pese a los editores que planifican, también el lapso que toma hacer una buena traducción. Y a este último respecto, tampoco da lo mismo traducir a Shakespeare que a Paulo Coelho.
Por un lado, están los insumos industriales (papel, impresión, encuadernación, transporte, depósito, etc.). Por otro, los comerciales (fundamentalmente, el costo de la distribución y el porcentaje correspondiente para las librerías, pero también la eventual publicidad). Luego, los gastos de funcionamiento de una editorial (que van desde el pago a los editores, a los diseñadores de interiores y de tapa, a los correctores, a los ilustradores, las cargas sociales si las hubiera, el alquiler del espacio, los servicios, etc.).
Quedan otros dos gastos que no parecen tan fáciles de evaluar: el trabajo de quien escribe el libro y el de quien lo traduce, fundamentalmente porque es muy difícil imaginar el tiempo requerido para la escritura de un libro y, mal que les pese a los editores que planifican, también el lapso que toma hacer una buena traducción. Y a este último respecto, tampoco da lo mismo traducir a Shakespeare que a Paulo Coelho.
Sin embargo es ahí donde vuelve a aparecer “el mercado”, que,
de manera completamente antojadiza, fija valores que de ninguna manera se
acomodan al factor tiempo y mucho menos a la acumulación de saberes necesarios
para escribir o traducir un libro.
Es posible que las editoriales abiertamente comerciales no
tengan el menor remordimiento a la hora de “cotizar” para crear su escandallo.
Sería deseable imaginar que las editoriales llamadas independientes –ésas que a hora de presentarse destacan la calidad de sus catálogos, fundados en el saber y el humanismo de sus dueños– no actúan igual.
Lamentablemente, desde hace mucho, escritores y traductores sabemos que “deseable” no es sinónimo de “real”. En cambio, el esfuerzo que muchas veces se nos reclama, raramente se le pide al dueño de la papelera (y eso que el papel aumenta todas las semanas) o al distribuidor. Entonces, ¿cuál es la idea de justicia de los editores cultos y bienpensantes?
Sería deseable imaginar que las editoriales llamadas independientes –ésas que a hora de presentarse destacan la calidad de sus catálogos, fundados en el saber y el humanismo de sus dueños– no actúan igual.
Lamentablemente, desde hace mucho, escritores y traductores sabemos que “deseable” no es sinónimo de “real”. En cambio, el esfuerzo que muchas veces se nos reclama, raramente se le pide al dueño de la papelera (y eso que el papel aumenta todas las semanas) o al distribuidor. Entonces, ¿cuál es la idea de justicia de los editores cultos y bienpensantes?
Jorge Fondebrider
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