Cuando
parece que nadie escucha, efectivamente nadie escucha. Por eso manifestarse es
una obligación: para tentar los límites. También, por necesidad. Así parece entenderlo el escritor y traductor Andrés Ehrenhaus
en el siguiente texto, de lectura obligatoria.
Infantilismo,
enfermedad laboral de la traducción
Una
autocrítica (I)
Soy
traductor. No es una afirmación banal. Lo soy porque traduzco la mayor parte de
mis días. Trabajo para la industria editorial. Soy autor de mis traducciones.
Siempre lo fui, incluso cuando no lo sabía. Y ahora que lo sé (ahora=desde hace
décadas), tampoco lo termino de asimilar. Podría decirlo así: quiero y no
quiero ser autor de esos textos; me siento y no me siento su autor; temo que me
los enrostren y deseo que me los elogien. Pero incluso cuando me los elogian,
que es muy de vez en cuando y casi nunca por las razones que yo habría
esgrimido, me inquieta el valor residual de ese elogio porque sé que es
paradójico: la traducción de X está bien a pesar de… ser una traducción. No soy
el padre de esos textos, soy el padrastro.
Así,
pues, en tanto padrastro de mi propia producción, salgo al mercado con un
minusvalor añadido. Mi presencia en las reuniones familiares (es decir, en
sociedad) siempre es incómoda, porque no comparto con mis hijastros ni la
sangre ni la genealogía ni el background ni la historia común. Sí, no obstante,
el día a día. Les conozco los caprichos, las imperfecciones, los olores
escondidos. Les he cambiado los pañales a los más pequeños y llevado a las
fiestas de quince a los de quince. Me quedo despierto hasta las tres de la
madrugada esperando a que vuelvan de sus farras los mayores. Moví influencias
para que les dieran trabajo o alojamiento, o para que los becaran en el
extranjero. Los alimenté, vestí, sufrí, disfruté. Como si fueran míos.
La
sociedad sabe eso: lo llevo escrito en la frente. Soy traductor. Las malas
lenguas piensan mal de mí, sospechan que tras la fachada de escriba inofensivo
hay un maltratador de textos ajenos. Y lo hay, lo hay, a fe mía que lo hay. Soy
traductor. He cometido toda clase de tropelías, he apretado piececitos dentro
de calzados demasiado pequeños, he tapado con palabras blandas las ironías de
mis hijastros, he faltado a la verdad y he enderezado la mentira, los he
castigado sin salir durante meses… Pero todo con amor, mas no por amor sino por
interés pecuniario. Magro, sí, pero interés al fin. Lo cual lo vuelve aún más
mezquino… Soy traductor, soy traductor…
La
sociedad lo sabe. La crítica lo celebra o lo calla. Los lectores lo deploran.
La industria editorial clava en esa fisura la palanca con la que se ensancha la
brecha entre el valor que genero y el que me devuelven en forma de moneda. Una
moneda a menudo abstracta, con alas porcentuales y beneficios intangibles. Y
encima debería estar contento de que no me denucien por apropiarme de lo ajeno
y querer lucrarme con ello. Traductor, padrastro, impostor, interesado. ¿Dónde
está mi amor por la literatura? ¿Dónde mi vergüenza? ¿Dónde mi conciencia
parental? ¿Dónde mi código odontológico? Sí, han leído bien, no se restrieguen
los ojos: odontológico. No es un lapsus, no es un chiste. Mis dientes son
implantes, mi mordedura es postiza, mi esmalte es porcelana, mi sonrisa es
falsa. Soy traductor.
Y
en efecto no me pagan lo que deberían pagarme. Mis derechos autorales son
manoseables. Trabajo en condiciones duras y a menudo a expensas de mi salud y
la de mis circunstancias. Mi preparación, exigencia, infraestructura y
responsabilidad son himalayas frente a la colinita pelada de mis ingresos. ¡Etcétera,
etcétera! Lo digo así, a grito pelado: ¡etcétera! ¿Y la culpa de quién es sino
mía? Mía y de mis colegas. Somos gente grande pero con músculos y entrañas
infantiles. Padrastros con traje de marinerito. Fóbicos refugiados tras la
resignación y el encono. Autores avergonzades de nuestras obras. Temeroses del
señor editor. Huevones. Y huevonas, desde luego. Por si no queda claro el
inclusivo.
La
culpa es mía, nuestra. No supimos abandonar el chupete, quitarle las rueditas a
la bici. Preferimos caernos en soledad que sostenernos en masa. Jamás hicimos
nada que le doliera de verdad a la industria. Jamás alzamos con verdadera
adultez la voz, jamás nos sentimos mayores entre nosotros. Cansados sí. Nos
acompaña la fatiga de los años pero ninguna de las virtudes de la infancia. No
sabemos patalear. Lloramos pero hacia dentro. Dirgimos nuestras soflamas al
techo y las vemos caer al rato sobre
nuestros propios hombros vencidos. Somos pusilánimes, somos traductores.
La
sociedad lo sabe. La sociedad se ne frega un cazzo.
Yo
no quiero trabajar más. Quiero trabajar menos y cobrar más. [Hago acá un
excurso retórico-político: menos no es peor. Quiero que me exijan rigor, no
miseria. El editor que promueve la falta de rigor a cambio de pagar menos, el
que impulsa el adocenamiento y la estandarización a cambio de peores
condiciones laborales, el que abdica de exigir calidad profesional a sus
traductores a cambio de que ellos abdiquen de pedir tarifas dignas se está
disparando en un pie pero a nosotros nos dispara en el pecho. Porque el rigor,
la calidad y la exigencia profesionales son nuestra principal herramienta de
trabajo, así como la huelga es nuestra única arma real.
¡Jamás renunciemos al rigor, porque hay ahí una trampa irreversible! Fin del
excurso]. Incluso, después de tantos años de padrastro, aspiro a que mis
hijastros me mantengan. Luchemos por eso o dejemos de clavarnos el puñal de
juguete del infante malcriado. ¿Dónde radica nuestro infantilismo? ¿En qué se
manifiesta? ¿Cuál es el estigma que nos señala con sorna? En que somos el único
gremio incapaz de ir a la huelga. Y sin huelga no hay pan ni dignidad. ¿Por qué
somos incapaces de ir a la huelga? Porque no nos creemos con derecho a holgar,
ergo al pan y la dignidad. Y porque, como el alacrán, sabemos que en mitad de
la huelga vamos a traicionarnos. ¿Es esa nuestra naturaleza? Quiero creer que
no. Que alguien venga y me lo demuestre.
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