Una segunda
reflexión autocrítica de Andrés
Ehrenhaus, esta vez orientada a las asociaciones de traductores y sus muy
limitados alcances.
Asociacionismo,
enfermedad adolescente de la traducción.
Una
autocrítica (2)
Soy traductor. Eso
ya lo dije, me repito. Pero no me considero un misántropo, ni siquiera un
solitario. Me gusta trabajar a solas, por mi cuenta, pero no recluirme en mi
torre de plastilina a renegar contra el prójimo. Soy un ser sociable, incluso
gregario, con un umbral fóbico muy alto (eso que antes llamábamos paciencia y
afabilidad) y pulgas más muchas que pocas. Me gusta juntarme con mis iguales,
colectivo que incluye casi a la totalidad de la humanidad a excepción de los
hijos de puta (que es una de las pocas categorías sociales con carácter
absoluto), con fines de ocio o negocio y compartir momentos gratos, horas
tristes y años complicados. Ese gregarismo natural y mi inherente optimismo
nihilista me ha llevado a sumarme a numerosas iniciativas de índole laboral con
entusiasmo y entrega, y no lo digo en balde. Donde hubo que arrimar el hombro,
lo arrimé como el primero y el último. Donde hubo que embarrarse las patas, me
las embarré hasta la verija. Donde hubo que exprimirse el cráneo, lo entregué
sin dudarlo a la batidora o el minipimer. Donde hubo que morder el polvo, perdí
en la volada varios dientes. No lo lamento, es parte de una concepción de vida;
tampoco lamento la cretinez de las insidias (como dice L.A. Spinetta, “las
habladurías del mundo no pueden atraparnos”), porque son parte de la concepción
de vida de los que silban alto y vuelan bajo.
Cuestión que me
asocié, y más de una vez. Y no contento con formar parte del club de mis
semejantes y codearme con mis colegas (“ponerles cara a los nombres” es el
eslogan yogurtero de las asociaciones), me encaramé a los puestos de mando. Es
cosa sabida que estuve varios años en la junta directiva de ACEtt, que vendría
a ser la precuela española de AATI, y que participé en los dos grupos
impulsores de la Ley de protección de la traducción en Argentina, entre otras
aventuras por el estilo. Ojo, digo aventuras sin la menor ironía o menoscabo:
era un sinecuanon poner grandes dosis de aventurerismo en el empeño. Cosa que
ya perfila cierta sombra adolescente sobre el panorama, porque no hay héroes
clásicos que no sean o se sientan jovencitos y, por ende, justicieramente
omnipotentes. Lo que no sabe o prefiere ignorar el aventurero juvenil entrado
–en mi caso– en años es que, en el terreno en el que nos movemos, que es el de
la ciénaga laboral de la traducción de libros para la industria cultural y
editorial, las mieles del triunfo, los laureles de la gloria, la ovación de las
multitudes, las prebendas, bulas y franquicias no existen apenas y por supuesto
no pueden ni compararse al sobresfuerzo que implica la responsabilidad del
cargo asociativo; por no haber, no hay ni descanso del guerrero. Se trabaja ad
amorem y se pierde tiempo de traducción que es un horrorem.
O sea que conozco el
paño como una bola de billar. Invertí gran parte de mi energía post adolescente
en hacer carambolas sobre la mesa verde durante años. Y puedo decir sin el
menor pudor que el esfuerzo valió la pena a nivel individual (e incluso
intelectual), porque gané experiencia, perdí ingenuidad (no inocencia, espero),
hice mejores amigos que peores enemigos (que los hice, y con reciprocidad, como
es de recibo) y lo bailado siempre es lo bailado, pero no a nivel colectivo.
Ese esfuerzo invertido no se tradujo en las grandes mejoras avizoradas, en el
beneficio sectorial prometido, en el crecimiento profesional del conjunto; fue
un esfuerzo estéril y supersticioso, como el del poblado que arroja sus
doncellas púberes al monstruo en la creencia de que este se calmará por un
tiempo. El monstruo no se calma, el monstruo siempre querrá más y más
doncellas. No hay que dárselas, sencillamente. Insisto, no tengo nada contra
las asociaciones: son amenos lugares de sociabilización, como las iglesias, los
asilos de ancianos o las cofradías de bridge, y uno se siente hermanado
fácilmente bajo su exiguo techo e incluso hasta ingenuamente protegido, como si
el mal quedara puertas para afuera. Así funcionan, sin ir más lejos, los grupos
adolescentes, que imbuyen al integrado de un aura barata pero especial y
desfiguran al externo hasta no reconocerle un rostro (y no querer ponerle un
nombre). Una asociación seudo gremial, como las mencionadas y muchas otras,
hace mil cosas, todas bienintencionadas sin excepción. Todas sin excepción,
también, les sirven –en el plano de los bifes, por supuesto– a quienes las organizan
bastante más que a quienes participan en ellas. La parte alegórica está
cubierta y mucho más la decorativa, pero la real, que es la que nos da de comer
y debería garantizarnos ese derecho con largura y continuidad, se disuelve en
la fórmula del triple genoma post adolescente: omnipotencia imaginaria,
prepotencia simbólica e impotencia real.
Que es lo que las
asociaciones retransmiten en definitiva a sus asociados: hacemos muchas cosas
pero desgraciadamente hay lo que hay. Eso sí, ¡que no decaiga el espíritu,
colegas! Viva la traducción. Qué lindo es traducir. Y qué edificante.
Pero, veamos, ¿qué
es lo que hay? No voy a reincidir acá en el deplorable estado de la relación
trabajo-remuneración de nuestra profesión en prácticamente todo el mundo y en especial
en el ámbito de la lengua castellana, donde la seudo excepción de España es
solo un espejismo que adolece, al microscopio, de los mismos problemas que
exportó illo tempore a sus ex colonias. El “lo que hay” al que se refieren las
asociaciones cuando rinden cuenta de resultados a sus asociados es de cariz
laboral-gremial: ese lo que hay es lo que
no hay. No hay fuerza gremial. No hay cohesión gremial. No hay capacidad de
movilización. No hay unidad de objetivos. No hay autoconciencia madura (ergo, no
hay verdadera autocrítica). No hay capacidad de lucha (pero sí,
paradójicamente, de sacrificio e incluso de martirologio). No hay verdadera
rabia ni un cauce que la convierta en fuerza de choque. No hay instancias
colectivas que forjen herramientas eficaces de negociación político-sindical.
Todo esto parece un discurso vetusto, pre sesentayochista y brumario pero lo
realmente vetusto y extemporáneo es que todavía sigamos a la espera de un
milagro que nos seque las lágrimas y nos haga un delivery de pan ácimo.
Así como el fin de
la adolescencia social lo marca a fuego el pago del primer alquiler doméstico,
el fin de la adolescencia laboral no lo marca el primer sueldo ganado sino la
primera huelga ganada. Los hombres somos muy huevones pero las mujeres lo saben
bien: solo la huelga corrige la correlación de fuerzas. ¿Contribuyen a formar
este espíritu de madureza gremial las asociaciones? No, en absoluto. No
solamente porque se escudan tras el “es lo que hay” sino porque su miedo y su ineficacia
al respecto son previos. En las asociaciones impera un buenismo light que es
infartante. Los discursos encendidos siempre acaban en un condicional. Los
capitanejos siempre acaban corrompidos por su propia indulgencia. La asociación
necesita vivir para no morir y no porque su vida sea en verdad necesaria; de
hecho, sin la asociación, los traductores desaforados serían más silvestres y
beligerantes, como niños con hambre privados de pronto del placebo asociativo:
no vas a ganar más y vivir mejor pero qué lindo es poder llorar juntitos y,
mientras, hacer batik y cerámica. Esos desaforados saldrían a morder tobillos y
ganarían pequeñas, imperceptibles, huelguitas personales. Saldrían a pelear.
Así que, hasta tanto
no puedan garantizar el derecho a huelga que a todos los trabajadores del
planeta nos asiste, las asociaciones no tienen verdadera razón de ser. Ni
siquiera prestigian la profesión. En muchos casos la deprimen, porque su
buenismo igualador fomenta la pérdida de rigor profesional, la diabetes moral,
el quejismo como garantía del trabajo bien hecho. satanizan la figura del
editor igual que un adolescente sataniza la de sus padres, imaginando que los
quema en la hoguera de su despecho pero sin perder la obsecuencia que le
garantiza la semanada. Antes, mucho antes que las asociaciones son de primera
necesidad los estudios y análisis críticos de la traducción, las historias
rigurosas de la profesión, la creación de una bibliografía que desmitifique la
práctica y la reprofesionalice, teniendo en cuenta su doble vertiente autoral y
la complejidad laboral en la que se desarrolla. Son mucho más útiles los foros
donde la traducción queda desmenuzada ante la mirada severa y crítica de
propios y ajenos, los espacios donde se desbueniza la práctica y se la pone
bajo los diversos focos de lo real que las escuderías del “es lo que hay”. Lo
que hay somos, traductores. Lo que hay es lo que nos pinta en colores. Cuando
peleábamos para sacar adelante los dos proyectos de ley en el congreso, los
diputados y sus asesores siempre nos echaban en cara lo mismo: no hay reclamos
moralmente buenos, solo una buena fuerza de choque y el rempujón eventual de la
opinión pública favorable proporcionan capacidad real de negociación política;
¿ustedes los tienen? No. No tiene lobbies que los apoyen, no tienen la cohesión
necesaria para detener el sector. En consecuencia, no van a tener ley que los
ampare específicamente. Con suerte, un paraguas general. O sea, el milagro
redivivo del maná. Recen.
Yo de rezar me
cansé. De ahí no viene guita. Y no porque no la haya, que la hay, sino porque
no la sabemos reclamar como corresponde, asociaciones adeolescentes.
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