Una columna del traductor chileno Adán Kovacsics (foto)
publicada el 18 de octubre pasado en El Trujamán. Allí se vincula la traducción
al acto de escritura, una de esas posibles polémicas a la que nos tiene
acostumbrados la profesión.
Escribir-traducir
En una extraordinaria y deleitosa
conferencia que John Rutherford pronunció hace más o menos año y medio en la Universidad Pompeu
Fabra de Barcelona en el marco del encuentro «El Ojo de Polisemo», el traductor
del El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha al inglés se refirió a las
dificultades con que se había topado en su carrera cuando se trataba de valorar
la labor del traductor, tanto en general como en particular. Contó como botón
de muestra que, en un proyectado prólogo para su versión inglesa del Quijote, señalaba que él
había «escrito la traducción» siguiendo estos y aquellos criterios. Envió su
texto preliminar a la editorial, y su editora le respondió comunicándole que
una traducción «no se escribía». A lo cual Rutherford le preguntó qué verbo
había de utilizar si una traducción no se escribía (ni se cantaba, ni se
susurraba, ni se inventaba, ni se volcaba). Si mal no recuerdo, la editora
propuso entonces algo así como «producir», que fue la palabra que finalmente
apareció en el prólogo. No sé si reflejo exactamente el hilo del relato del
traductor de Cervantes, pero así se me ha quedado grabado en la memoria.
Sea como fuere,
Rutherford no se encuentra solo al relacionar el «traducir» con el «escribir». Son
varios los traductores y también los teóricos para los cuales no existe, o
apenas existe, diferencia entre la escritura y la traducción. De tal manera,
esta queda entrelazada, como debe ser, en el vasto tejido de la literatura, de
la que forma parte intrínseca como un género literario más.
Sin embargo, no
conviene empecinarse en esta equiparación, que podría acabar desdibujando
ciertas especificidades de la traducción, su particular relación con las
lenguas y con el lenguaje en general, el hecho de que requiera el conocimiento
de como mínimo dos idiomas, adentrarse en ellos y palpar por esta vía el núcleo
de las palabras.
Precisamente en
el foco, en el abismal punto medio entre las dos lenguas se toca el logos, el orden del universo
que se manifiesta en el lenguaje. La palabra «casi» existe en los idiomas
porque existe un «casi» en el mundo, lo mismo que «ayer» y «crepúsculo» y
«tensión» y «vértigo». Y la forma de ese «casi» que está en el mundo es
lingüística, la forma de los hechos es lenguaje. Y esto es precisamente lo que
hace posible la traducción, la cual de lo contrario ni siquiera podría existir,
se convertiría en una vacua traslación de signos sin fondo, de señales que no
señalan (lo cual, por cierto, en muchas ocasiones ocurre).
Se podría argumentar, eso sí, que cuanto acabo de sugerir rige en general para la escritura y que también en esta se manifiesta el orden del mundo que expresan las palabras. Pues sí... Y, ojo, puede que al final acabe siendo el escritor un traductor. De todas formas, es en la traducción, precisamente porque esta se mueve entre lenguas, donde el logos se atisba de manera más clara, incomparable e inquietante.
Se podría argumentar, eso sí, que cuanto acabo de sugerir rige en general para la escritura y que también en esta se manifiesta el orden del mundo que expresan las palabras. Pues sí... Y, ojo, puede que al final acabe siendo el escritor un traductor. De todas formas, es en la traducción, precisamente porque esta se mueve entre lenguas, donde el logos se atisba de manera más clara, incomparable e inquietante.
En escritura, lo que no es traducción, espliego
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