Llegó a las librerías de París Nous sommes un autre soleil, la primera
antología poética del chileno Gonzalo Rojas en francés, gracias al trabajo y la
tenacidad de Fabienne Bradu. “Traducir
es restituir la sabia combinación de sonido y de silencio, que constituye la
trama de la poesía”, explica en este artículo la traductora”. Así dice la
bajada del artículo publicado el 8 de octubre pasado en la revista Ñ, con firma de la traductora.
El desafío de traducir a Gonzalo Rojas
Todo comenzó con un acto de amor
porque, a mi juicio, la traducción es un acto de amor. Y si esta fórmula
molesta a los profesionales que se ganan la vida con este oficio, podría
sustituirla por una aseveración de Silvia Baron Supervielle: “Traduzco lo que
no puedo olvidar”, una hermosa frase que, a fin de cuentas, equivale a la mía,
porque lo que no puede olvidarse es lo que se ama. Y, claro está, nunca
olvidaré cómo comenzó esta historia de amor con la poesía de Gonzalo Rojas.
En abril de 1998, el poeta
chileno fue galardonado con la primera edición del Premio Octavio Paz de Poesía
y Ensayo. Octavio Paz alcanzó a anunciarle la noticia por teléfono, pero ya no
a estrecharle la mano la tarde de su llegada a México. Triste y extrañamente,
Octavio Paz murió la misma tarde soleada del domingo 19 de abril en que Gonzalo
Rojas pisaba tierra mexicana. En otra ocasión he contado cómo la presencia de
Gonzalo Rojas en esos días de duelo operó como un bálsamo en muchos de
nosotros. Se nos antojaba que él había llegado para refrendar, con su voz
inconfundible, que la poesía no moría con la envoltura individual del poeta.
Octavio Paz había callado y, en ese momento cruel, Gonzalo Rojas parecía tomar
el relevo de esa voz que no era sino la voz de la poesía, la otra voz.
Gonzalo Rojas se quedó unos días
en la ciudad cumpliendo dignamente la ceremonia de los premios con una lectura
poética que fue una genuina celebración del poeta muerto y de la poesía viva.
¿Cómo agradecerle a Gonzalo Rojas esa manera tan idónea y eficaz de reconfortar
nuestras almas afligidas? Se me ocurrió que yo lo haría traduciendo al francés
un poema suyo, por caso, el que se titula: “Urgente a Octavio Paz”. ¿Acaso
existe una experiencia tan espiritual y extraña para un poeta como leer un
poema suyo que ya no es cabalmente suyo, que él reconoce y desconoce a un mismo
tiempo? Gonzalo Rojas habrá calculado la osadía de la traductora para usurpar
su voz e intentar calcarla en otro idioma. Era el regalo menos estúpido que se
me había ocurrido. Homenaje y profanación, hubiera acotado Octavio Paz.
Esa ocasional traducción provocó
en mí el efecto de un amor a primera vista. No me da vergüenza confesarlo en
estos términos: me enamoré de la poesía de Gonzalo Rojas, como si ésta me
hablara directa e íntimamente, hasta diría, como si me fuera dirigida o, mejor
dicho, destinada. Así expresaría el contacto inicial e imprescindible entre una
obra y un traductor para que éste se entregue a la demorada y ardua faena de
transmutar la poesía en otra piel lingüística. Claude Esteban, poeta y
traductor, entre otros, de Octavio Paz al francés, reflexiona sobre su propia
experiencia como sigue: “No hice sino escuchar algunas voces. Pero ¿cuáles son
las razones que me las hicieron necesarias, más necesarias que otras? ¿Por qué
me fue imprescindible no sólo vivir con ellas, sino correr el riesgo de
traicionarlas al verter en nuestra lengua sus preguntas, sus esperanzas, sus
derivas? Comprenderlas me hubiera sido suficiente si no hubiese presentido que
el camino resulta menos incierto cuando en las horas de honda alarma, para
encontrar el sentido, a veces también para perderlo, uno pone sus pasos en los
pasos ajenos.” Además, cabe la eventualidad de que los pasos propios de repente
coincidan con los pasos previos del poeta y vuelvan así más contundente el
asalto de otra voz como sucede, en alguna medida, en el proceso de traducir.
Ya que había acontecido el
ineludible flechazo, seguí traduciendo a Gonzalo Rojas y escogí centrarme en su
primer libro publicado: La miseria del hombre, de 1948. Allí residía, como
él a menudo lo aseguró, la cantera de toda su obra futura. Por lo tanto, si
había que empezar por algo, lo mejor era empezar por el origen de los
desarrollos ulteriores. Este libro me atraía particularmente, incluso si
reconozco que ahí Gonzalo Rojas todavía no dominaba del todo su arte de la
contención y de la poda. Pero, su tono vehemente y apasionado era lo que
precisamente me seducía en La miseria del hombre, como si allí oyera los
ecos de la violencia poética de Rimbaud o de Lautréamont rebotar contra la Cordillera de los Andes
o las proteicas rocas del golfo de Arauco. La misère de l’homme –un
título muy pascaliano en francés– se publicó en Bruselas, en la editorial La
lettre volée, en 2005. Después de lo que consideré como una introducción de la
obra de Gonzalo Rojas al dominio francés, conjeturé que había que seguir y
preparé una antología más amplia, titulada Anthologie d’air. Gracias a la
ayuda de Philippe Ollé-Laprune, el volumen circuló entre los lectores de
Gallimard, José Corti y otras editoriales parisinas. La respuesta era la misma
en todas partes: la poesía de Gonzalo Rojas gustaba, hasta gustaba mucho en
algunos casos, pero él era un desconocido en la República Francesa
de las Letras. Me ofende la ignorancia de mis compatriotas en materia de
literatura hispanoamericana pero, salvo para unas cuantas excepciones en la
crítica francesa, la poesía chilena parece haberse detenido con la muerte de
Pablo Neruda en 1973.
Para sorpresa de los incultos,
Gonzalo Rojas fue coronado con el premio Cervantes 2003. Pero la noticia no fue
lo suficientemente sonora para despertar las mentes aletargadas de los
editores. Hasta que una segunda intervención de Philippe Ollé-Laprune convenció
a la editorial La
Différence de incluir a Gonzalo Rojas entre los inmortales de
la colección de poesía Orphée. La compilación que preparé a petición de
Claude-Michel Cluny y que titulé Nous sommes un autre soleil, está por aparecer
en este mes de octubre en las librerías de París.
Gonzalo Rojas recibía mis “regalos”,
como sigo llamando mis traducciones, con sentimientos contrastados: por un
lado, con emoción y gratitud, y por el lado, con recelo hacia la nueva piel
lingüística que arropaba sus creaciones. En la muda de la serpiente-poesía, se
le antojaba que los vocablos franceses formaban otro dibujo ligeramente
desfasado del original. Las variaciones no eran escandalosas por la cercanía
entre las dos lenguas; al contrario, eran leves y sutiles pero suficientes para
traicionar la muda, como en el juego que consiste en descubrir las contadas
diferencias ocultas entre dos dibujos aparentemente iguales. Metamorfosis
de lo mismo es el título de un libro de Gonzalo Rojas. ¿Sería esta
expresión una fórmula idónea para calificar el proceso de la traducción? Más
allá del innegable ritornelo de traduttore-traditore, también sospecho que
la reacción ambigua de un poeta frente a su poesía vertida a otra lengua se
origina en una inconfesable sensación de despojo. En efecto, el traslado le
arrebata su única participación en la obra creada.
Para explicar el complicado
fenómeno de la reencarnación los budistas recurren a una metáfora: cuando se
prende una vela acercando la mecha a la llama de otra vela, el fuego nuevo es y
no es el mismo, significando así que el espíritu que renace es y no es el mismo
que el que se ha extinguido. Extrapolando la metáfora budista a nuestro asunto,
podría decirse que un poema traducido es y no es el mismo que el original, como
si un solo espíritu y un mismo fuego que trascendieran a los poetas, perduraran
en dos poemas aparentemente distinguibles en las lenguas. El ejercicio de la
traducción quizá sea el que mejor pone de manifiesto la impersonalización de la
poesía. ¿Por qué dos poemas dejarían de ser el mismo en dos lenguas distintas?
En el fondo de la sempiterna discusión acerca de las traiciones de la
traducción, la espina o el hueso más duro de roer, ¿no estaría en una
fetichización de la idea de autoría? ¿A quién pertenece el poema traducido? Ya
no exclusivamente a su autor original y no del todo a su recreador en otra
lengua. El ejercicio mismo del traslado se sitúa en una brecha entre dos
asideros o, mejor dicho, en una región del lenguaje, elevada y como suspendido
por encima de los signos, que alimentaría la convicción de que la poesía tiene
una existencia propia.
Lo más sensible en este vaivén
entre una serpiente y otra, era el oído de Gonzalo Rojas. Al tiempo que le
divertía escuchar cómo sonaba un poema suyo en francés, lamentaba que no sonara
con las mismas notas de su propio laúd hispánico. A la par de Voltaire, Gonzalo
Rojas estaba convencido que “los poetas nunca se traducen. ¿Acaso es posible
traducir la música?” ¿Cómo describir la música de Gonzalo Rojas? Está hecha,
paradójicamente, de fluidez y de rompimientos, de espirales que descienden por
el pozo de la página y abruptos cortes de versos que de nuevo impulsan la
espiral a dar otro giro. Y al interior de cada verso, aliteraciones y acentos
imantan las palabras entre sí, al tiempo que las dispara en múltiples
direcciones como un estallido de cristales. A esta música mucho contribuyen las
palabras esdrújulas a formar un ritmo que también es un movimiento. En el
diccionario privado del poeta abundan las palabras esdrújulas, aunque se
asegura que sólo representan el 2,76% de las palabras españolas. Si se
concibiera el poema al modo de un pentagrama musical, el esdrújulo figuraría
como un bemol entre las notas que, siguiendo el símil, equivaldrían a las
sílabas tonales. El acento que determina al esdrújulo funciona a la manera del
bemol que rompe la escala tonal, elevando y descentrando la nota con respecto a
la línea continua. El esdrújulo saca de quicio al sonido, le injerta un grano
de locura, pone a la sílaba fuera de lugar. Es una errata en el rostro de la
palabra, una pifia en la bola compacta y opaca del sentido. Este
desquiciamiento pasajero del sonido sugiere una anomalía en el sentido de la
palabra. Es como si una sílaba se alocara para sacar a la palabra de su
normalidad y provocara así un sobresalto en el oído. Porque un bemol sube el
sonido a una escala superior, el esdrújulo conlleva un movimiento de ascenso,
como si de pronto una parte del cuerpo de la palabra se elevara a una región
superior, atípica o desconocida. Aunque sea por fracciones de segundos, el oído
vuela a una región superior y con el oído, vuela la imaginación que lo asiste.
No importa tanto a dónde vuela, ni si vuela a las mismas regiones imaginadas
por el poeta a la hora de escribir el poema. Un esdrújulo es la risa que
estremece las palabras: las hace estallar como timbales en la sucesión de
sílabas. Es un acento de aire que sacude la palabra, uniendo sus letras con un
suplemento de espíritu que no estaría en todas ellas.
Pero, por desgracia, el francés
no conoce el juego de los esdrújulos y hasta ahora el único poema que me ha
resistido es uno que precisamente se titula: “Jugando con los esdrújulos”. La
traductora, entre otros, de Borges y de Silvina Ocampo, la ya citada Silvia
Baron Supervielle, plantea el caso de algunos poemas de Borges: “Para traducirlos
a la lengua francesa, es preciso buscar palabras cuyos acentos caen como lo
hacen en español. La tarea no es sencilla, puesto que la acentuación en francés
es muy distinta, pero no es irrealizable. Una acentuación equivalente es
esencial para restituir la fisonomía del texto. Con frecuencia,
inconscientemente, el autor escoge una palabra por su acento o su silueta. El
traductor debe tomar en consideración estas elecciones instintivas. Al calcar
en otra lengua los acentos y los perfiles de la versión original, estará más o
menos seguro de no despreciar al autor, como sucede en muchas traducciones.”
Pero, los esdrújulos no existen en francés y, si de casualidad, una palabra
presenta una acentuación anómala similar, el riesgo es que el sentido se
extravíe. Y uno se encuentra en la disyuntiva de someterse al sonido en
detrimento del sentido o al revés. La traducción es una continua historia o
cadena de pérdidas y ganancias. Ahora bien, la pérdida podría paralizar al
traductor y no hay que tomarla tan al pie de la letra o tan trágicamente. Es
inevitable. Por supuesto, se trata de acumular la menor cantidad de pérdidas
posibles, pero si alguien se obsesiona con el tema de la pérdida y lo ve como
una imposibilidad de pasar de un idioma a otro, entonces no encontrará salida.
Más bien diría que se trata de equilibrar las pérdidas del lado del sonido y
del lado del sentido. Creo que los resultados más desafortunados son los que
cargan la pérdida de un solo lado. Semejante desequilibrio se oye o se lee mal.
En cambio, si uno se resigna a que las pérdidas se disimulen mediante un
equilibro entre sonido y sentido, entonces el resultado podría aproximarse al
original que, a su vez, tuvo que lidiar para cumplir con ambas obediencias.
Otra característica de la poesía
de Gonzalo Rojas constituye una dificultad igualmente espinosa en el proceso de
traducir: me refiero a la bisemia de algunas palabras. El juego no se da
exclusivamente entre lo literal y lo figurado como solemos pensar la dicotomía.
A menudo, en la poesía de Gonzalo Rojas, el duelo cruza sus armas entre lo
prosaico y lo sagrado. Y en el paso de una lengua a otra, no siempre una sola
palabra posibilita el espejo de la bisemia. Entonces, hay que escoger y se
pierde la mitad del sentido en el camino. Sólo una perífrasis o una traducción
expansiva alcanzaría a restituir los dobles o varios sentidos contenidos en una
misma palabra, pero entonces la expansión se contrapone al arte de la elipsis,
la elusión, la contención, la economía verbal que son otras tantas improntas a
conservar para transmitir la música poética de Gonzalo Rojas.
La expansión traslaticia también
se contrapone a la inscripción del silencio en medio del cual surge la palabra
de Gonzalo Rojas. ¿Suena absurdo decir que también hay que saber traducir el
silencio? No si uno observa cuidadosamente la disposición del poema en la
página y se detiene en la manera en que el poeta hace surgir la palabra, la
lanza al aire, la fija sobre el blanco de la página. Traducir es restituir la
sabia combinación de sonido y de silencio, que constituye la trama de la
poesía. Nada fácil, lo admito, pero el desafío bien vale la pena. A Gonzalo
Rojas, le gustaba citar la frase de Paul Valéry: “Poesía, te amo porque eres
difícil”. Viene al caso parodiarla aquí y concluir: “Traducción, te amor porque
eres difícil.”
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