Damián Tabarovsky publicó la siguiente columna en el diario Perfil, del domingo 13 de octubre pasado. Se reproduce aquí para llamar la atención sobre la importante labor de traducción que está llevando a cabo la editorial de la Universidad Diego Portales, de Chile.
Poesía y ensayo
Cierta
vez le pregunté a Ricardo Zelarayán por qué nunca había escrito un ensayo, y me
respondió: “Porque el ensayo es un género paranoico”. Zelarayán, como Fogwill
–que en sentido estricto nunca escribió un ensayo, sino artículos
periodísticos, intervenciones, notas de opinión–, ya eran lo suficientemente
paranoicos como para saltearse el pasaje por el ensayo. Pero más allá de la
boutade, cierto es que el ensayo es ante todo un género interpretativo, y la
interpretación incluye siempre una cierta clase de hermenéutica, de abismo
conjetural, la puesta en relación de textos que aparentemente no tienen
relación. El ensayo es un género por definición recursivo: piensa en otras
cosas al mismo tiempo que se piensa a sí mismo. De los diversos subgéneros del
ensayo, hay uno al que suele llamarse “ensayo de escritores”. Y en el interior
de ese subgénero existe uno al que se denomina “ensayo de poeta”. Nada me es
más ajeno (o tal vez sí: las películas de Campanella) que la división en
géneros, subgéneros, etc. Diré entonces que los ensayos literarios no se
vuelven interesantes por estar escritos por poetas (alcanza con leer a Hugo
Mujica para comprobar la veracidad de esa frase), pero sí que hay poetas que
también han escrito grandes ensayos. Ediciones de la Universidad Diego
Portales, de Chile, viene publicando –al cuidado de Ignacio Echevarría– una
serie de ensayos de poetas norteamericanos por demás interesantes. Yo leí tres:
Poesía, ensayos y entrevistas, de George Oppen; La gran licencia, de John
Ashbery, y La invención necesaria, de William Carlos Williams. Como es sabido,
Williams tuvo una buena recepción entre nosotros, en algunos de los llamados
“poetas de los 90” .
Pienso en cierta influencia de poemas de Williams como "Sólo quiero hacerte
saber" o "Danse Russe", sobre algunos de los mejores poemas de Fabián Casas, como "Sin llaves y a oscuras". Menos circulación tuvieron sus novelas, como Así
comienza la vida (Santiago Rueda, 1946) o sus cuentos, como Historias de
médicos, (Montesinos, 1986). Y mucho menos aún se conocen en castellano sus
ensayos, con la excepción de El idioma estaunidense, que se publicó en un
sinfín de revistas, a veces con el título de El idioma norteamericano. Por lo
que la aparición de La invención necesaria es de por sí un pequeño
acontecimiento para los lectores de Williams en nuestra lengua. Leído en su
conjunto, el libro presenta a un Williams plenamente antiintelectual, si se
entiende lo intelectual, como él lo pensaba, como aquello a lo que se dedicaba
T.S. Eliot. Pierde de vista Williams que entre la perfección fría y académica
de Eliot y la percepción que él mismo tenía de la cultura norteamericana (la de
un honesto médico de Nueva Jersey) hay un conjunto de experiencias literarias
radicales, sobre las que casi no se detiene. Se detiene, sí, en Marianne Moore,
lo cual habla muy bien de él, pero también en E.E. Cummings, tiñendo sus gustos
sobre un manto de dudas. Ocurre que cierto vitalismo recorre sus ensayos, como
en verdad también su poesía; sólo que ésta es extraordinaria y sus ensayos, no.
La traducción y el prólogo de Juan Antonio Montiel son inmejorables, y algunas
frases de Williams, dichas al pasar, también. Como cuando en El idioma
estaunidense, de 1940, afirma: “Sólo los rusos que censuran la correspondencia
nos ganan en estupidez”.
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