martes, 23 de junio de 2009

Un intento de reparación


La argentina Patricia Willson es doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde enseña literatura argentina, y profesora de Traducción Literaria y de Teoría de la Traducción en el Instituto Superior en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”. En 2003 ganó el primer premio en la categoría ensayo del Fondo Nacional de las Artes por su análisis de los distintos modos de traducción presentes en la revista Sur. Un año más tarde ganó el Premio Panhispánico de Traducción Especializada por el Diccionario de teoría crítica y estudios culturales, de Michael Payne (2002). Entre otros autores, ha traducido a Paul Ricoeur, a Jean Starobinsky, a Luce Irigaray, a S. Zizek, Roland Barthes y a Jean-Paul Sartre.
El texto que se reproduce a continuación fue leído por ella en la presentación de La constelación del sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX, volumen publicado por la editorial Siglo XXI de Argentina en 2004. A pesar de los años transcurridos, la situación que se enunciaba ese día no ha cambiado. De ahí la pertinencia de recordar esas palabras.

Una reflexión sobre la práctica

La traducción es un campo de cruces, de relaciones, sobre todo si ampliamos el concepto de traducción más allá de lo estrictamente interlingüístico. Eso es, por ejemplo, lo que hace George Steiner en Después de Babel, al afirmar que “entender es traducir”. Esa concepción ampliada de la traducción conduce a pensar que toda traslación de objetos culturales o comunicativos a otro contexto es traducir. La diferencia de contexto puede ser consecuencia de un pasaje a otra cultura, a otro momento de una misma cultura, a otro soporte material o semiótico (español verbal a lengua argentina de señas, una novela llevada al cine), etc. Los ejemplos proliferan y, quizá, cada uno de ustedes pueda agregar uno a la lista.

A pesar de esa vastedad, quisiera empezar mi intervención con una autorreferencia: sabrán disculpar. Como Griselda Marsico, soy traductora literaria, egresada del Lenguas Vivas, de la carrera del traductorado en francés, en mi caso. Esa formación entrañó tres años de literatura francesa en francés, tres años de civilización francesa en francés. En fin, toda una enciclopedia que me hacía pensar que, al obtener mi diploma, me convertiría en una especie de prolongación de Francia en la Argentina. Mi primera experiencia laboral como traductora, sin embargo, me enfrentó con algo totalmente diferente.

Pasé con éxito una prueba de traducción para una editorial que no mencionaré, y por necesidades de calendario de publicaciones (y porque conozco la lengua, claro), me propusieron traducir un best-seller del inglés. La editora fue expeditiva: “No traduzcas los nombres propios, no uses el voseo ni ningún localismo, podés cambiar todo lo que quieras”. Era una novela de 400 páginas, me dieron apenas dos meses para traducirla y me pagaron una miseria. Además, me pusieron el apellido con una sola ele…

Esta primera desventura de un traductor novel puede –y debe– ser sustraída del marco puramente anecdótico en el que la he referido. Primera cuestión importante que deriva de la anécdota: un traductor literario entra en el engranaje editorial de la cultura traductora: sus leyes, sus necesidades, sus imposiciones. Necesariamente, si él es un agente de ese campo cultural, el texto que produce es un texto de la literatura traductora. Sé que Gustavo no coincide con mi visión “nacional” de las literaturas –podemos discutir eso luego, si quieren-; lo que intento decir es que mis años de Ronsard y de Racine, de Moliere, de Flaubert y de Proust, ahora que traducía, no me acercaban ni un poquito a la literatura francesa: estaba más cerca de los escritores argentinos que de los escritores franceses.

Segunda cuestión importante: “Ni localismos ni voseo.” Ese mandato editorial significa tener un ojo puesto en el polo del lector y en la circulación del formato libro más allá de las fronteras nacionales. Pero también hay ínsito un problema ético y estético: la lengua de traducción, pensada en función de una legibilidad universal. ¿En qué altar se consagra esa legibilidad? ¿En el de la lengua panhispánica, una lengua que, por ser de muchos lugares, no es de ningún lugar? ¿En el de la peripecia que se impone a la lengua, al instrumento mismo que la formula y la expresa?

Esto nos lleva a una tercera cuestión, la que manifiesta el “Podés cambiar lo que quieras”. Lo que está en juego es, claramente, una fluctuación del peso del autor y también de la escritura en función del género que se está traduciendo. Como en el cuento de Rodolfo Walsh “Nota al pie”, en el que el traductor, León de Santis, recorre un verdadero escalafón, sí, un escalafón en la carrera de traductor editorial, partiendo de novelas populares hasta los textos de historia, la editora presuponía que ese best-seller resultaría icónicamente vendible: una buena tapa, una buena distribución tenían más peso que pensar en equivalencias entre lenguas.

Cuarta y última cuestión: la paga, el plazo, la errata en mi nombre, eran señales de un estatuto menor y, por momentos, invisible del traductor en la cultura argentina. Tenía compañeros ilustres: la traducción de Bianco de Otra vuelta de tuerca fue pirateada incansablemente, y ni siquiera se inició un proceso.

Haciendo una interpretación quizás abusiva, podría decir que en mi libro intenté repensar todas estas cuestiones, interrogarlas, tal como se dieron en la literatura argentina. De paso, me arrogué ingenuamente la facultad de dispensar justicia; digo ingenuamente porque no creo que, a partir de la publicación de La Constelación del Sur, se mencione más a los traductores, ni se les pague más; pero no importa. Reparar una injusticia también consistió en rescatar a algunos traductores a partir de sus estrategias concretas de traducción, de los modos en que pensaban algunos debates de la literatura argentina, y no tanto por consideraciones generales o anecdóticas de su práctica.

Hay un teórico de la traducción estadounidense, quizás el de mayor renombre en la actualidad, Lawrence Venuti, que afirma que lo peor que podría hacer un traductor para ganar más dinero es traducir más, pasar de una traducción a otra convertirse en un traductor a destajo. El traductor debe reflexionar sobre su práctica, tomarse el tiempo para pensarla y escribir sobre ella. Y es cierto: mientras escribí el libro traduje mucho menos. Los lectores de mis traducciones y de La Constelación... me dirán si valió la pena.

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