viernes, 11 de diciembre de 2020

Coda: a propósito de las preguntas a autores, traductores, editores y agentes literarios

A lo largo de las dos últimas semanas, con la excusa de lo sucedido entre la editorial Pre-Textos, Louis Glück (quien fuera su autora) y la Wylie Agency (representante de Glück) se ha generado una serie de preguntas que, desde el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, hemos hecho llegar a un gran número de autores, traductores, editores y agentes literarios, con el objeto de establecer una discusión sobre temas que, entendemos, nos atañen a todos los interesados en el mundo del libro. Las respuestas fueron menos de las esperadas, lo que permite sospechar que hemos puesto el dedo en alguna llaga. Por esa razón, se agradece especialmente a quienes se tomaron la molestia de contestar. Dicho lo cual, queda claro que son muchas las cosas que deben discutirse. Una de ellas, no menor, es la pregunta con la que Andrés Ehrenhaus, narrador y traductor argentino radicado en Barcelona, comienza la siguiente reflexión, brillantemente expuesta y, según entendemos, de lectura obligatoria.

Autoría, redistribución y justicia económico-poética 

Considerando que a los autores les corresponde entre el 10% y el 8% del precio de tapa de los libros que publican, y a los traductores entre el 4% y el 1%, cómo se justifica que a las librerías les toque entre el 40% y el 35% y a las distribuidoras entre el 30% y el 25%, reservándose el resto a las editoriales. ¿Se puede sostener esa proporción? ¿Por qué sí o por qué no?

Entre las diversas prácticas editoriales, buenas, malas y regulares, hay una que es decididamente fea: la retribución que percibe el autor de la ganancia que genera su propia obra. La pregunta de cabecera, planteada a modo de encuesta en estas páginas virtuales, incide precisamente sobre ese punto. No hablo sólo de la ganancia generada por la publicación (y las consiguientes distribución y explotación comercial) de la obra, sino también de la que se deriva de su mera creación, es decir, de la ganancia cultural que se produce cada vez que alguien aporta contenido a, en este caso, la literatura nacional, regional, mundial, porque esta ganancia no es puramente simbólica, sino que trae adosado un valor real que a menudo (si no siempre) se soslaya, ignora o cuestiona en el momento de sumarla al aporte autoral, como si el contenido no fuese ni valiera nada salvo cuando se presta a su explotación, digámosle, editorial. Pero aun aceptando este soslayo o ignorancia interesados, el autor sigue siendo el último orejón de un tarro que, vamos a decirlo alto y claro, estaría vacío sin obras con qué llenarlo. Obras que generan única y exclusivamente los autores, e incluyo aquí por supuesto a los traductores, cuya problemática autoral es particular pero no ajena a esta distribución paradójica.

Sin duda es el mercado (o la economía, estúpido, me diría Clinton) la instancia ya a esta altura mítica que regula y determina el valor de cada eslabón de la llamada cadena del libro, aunque sea groseramente y, por supuesto, de un modo relativo, como lo son, por otra parte, todos los cálculos proporcionales. Sin duda ese mercado pide sangre fresca, o muy antigua –que es otra manera de la frescura (o de la ingenuidad)– para mantener aceitada su dentadura y cebado su estómago, y ya se sabe que no hay otra sangre para el monstruo que la plusvalía, es decir, que la extracción y deglución del valor que generan los cuerpos, no las máquinas, y que esos cuerpos son los de quienes más indefensos e indefendidos están en la cadena: los autores y traductores, obviamente, pero también los asalariados de la industria, que además de esquilmados son anónimos: editores de mesa, correctores, becarios, en otra época maquetistas y diseñadores, etc. Con una diferencia: si estos cobran por hora de sudor, los primeros cobran por volumen o peso de producción, lo cual los sitúa un peldaño histórico por debajo, en la escala salarial, de los empleados fijos de la industria, del mismo modo que los siervos de la gleba lo estaban del proletariado. No digo que ganen más o menos, sino que la vara con que se mide su salario es casi precapitalista.

Porque es así. Dejemos de lado al autor puro y centrémonos en el traductor, que es un arquetipo más mixto, porque está a medio camino de la creación artística y la labor artesana o profesional, si se quiere (y sí, se quiere). Al traductor se le pide (o encarga, para decirlo en términos contractuales) una creación nueva derivada de otra original y a ese encargo se le presuponen todos los ingredientes de la creación y la creatividad, es decir, se le exige una poética. Y esa es siempre la carátula con la que el editor inicia la relación con el traductor: la traducción es una tarea excelsa, un arte inasible, un ejercicio de libertad estética, etc. Sin embargo, toda esta exaltación no conduce a una valoración acorde de la labor de traducción sino más bien lo contrario: a mayor dificultad de la traducción en sí, menor será el valor asignado a las horas-músculo dedicadas a ella. Véase los casos de la traducción de poesía o de obras clásicas de la Antigüedad, donde el traductor llega incluso a regalar su trabajo o la mayor parte del tiempo invertido en él, consciente y casi avergonzado de que no haya algoritmo ni escandallo ni máster de empresas que pueda pagar lo que ese trabajo y tiempo invertidos valen verdaderamente. Si eso no es extracción (grotescamente voluntaria) de la plusvalía, que alguien venga y me lo explique con levitas.

Pero incluso en los casos en que la traducción se hace con los ojos cerrados y una mano atada a la espalda, porque la obra original no presenta problema alguno (salvo el tedio) y encima es una novela de grandes ventas y promete unos beneficios apetecibles, las regalías percibidas por el traductor no serán proporcionales y equitativas, y no digamos ya con las ganancias del editor, que suele esgrimir su apuesta a ciegas, sus gastos fijos, su escaso margen y un largo etcétera de pleonasmos empresariales para justificar la desproporción de beneficios, sino con las del distribuidor y el librero, como bien señala la pregunta de cabecera, que no han invertido nada concreto en esa obra específica y tanto les da si es un bálsamo para la lectura o un mal de vientre cultural mientras se venda o, cuando menos, circule. Y eso sin mencionar que muchos grandes grupos o aglomeraciones de sellos tienen sus propios canales de distribución y venta. En fin, que será una práctica consuetudinaria y legal como la vida misma, pero es fea de narices, por usar un casticismo autorreferencial. Que el autor o el traductor mueran en la pira sacrificial del editor vaya y pase, pero que se chamusquen en las parrillas de distribuidores y librerías es salvaje. ¿Cómo van a llevarse mucho más de la mitad de lo que una obra ajena produce cuando el autor se lleva como mucho una décima parte? No cabe en ninguna cabeza que no sea obtusamente capitalista. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que estos grandes aparatos de producción, distribución y venta no tendrían razón de ser, es decir, serían ontológicamente nulos, sin las obras que devoran. Sin los textos previos a la cosa-ahí libro, no habría ni industria ni mercado del libro, ni ninguna de las subindustrias que genera: el así dicho periodismo cultural, varias carreras universitarias, las imprentas o el star system literario.

Pero obras hay, y al parecer siempre las habrá. He ahí la debilidad del eslabón. Atrapado en su propia creatividad productiva, el autor escribe, el traductor traduce (sí, muchas veces sin encargos, gratis, por el mero placer y riesgo de la traducción), los artistas de toda índole producen. Y un tremendo aparato ideológico les (nos) hace creer que la obra no está completa sin su reproducción y puesta en el mundo… ¡industrial! Pero, ¿qué le importan al autor la industria y el mercado, si de todos modos lo van a matar de hambre (como si el hambre fuera, además, la condición creativa por excelencia)? ¿Es obligado que los libros se reproduzcan de a cientos de miles, que inunden los escaparates, que se hacinen en las bibliotecas, que saturen a los escasérrimos lectores habituales, que se quemen en piras cuando su vida útil (¡su vida útil!) ya toca a su fin? ¿No era Michaux quien decía que le encantaba saberse leído por treinta amigos, e incluso podía imaginar a trescientos lectores, pero que tres mil ya se le escapaba por completo y prefería no pensar en ello?

Volviendo a las cifras y su baile, leo la respuesta de Miguel Balaguer, editor de Bajo la luna, valiente y amable (como señala el director del blog), y me llama la atención la manera en que zanja la cuestión cruda que plantea la pregunta. Miguel dice: “eso es lo que son esas cifras de la pregunta: literatura pura”. Y yo le creo, claro. Pero me pregunto si eso las invalida. Si la matemática no es siempre una forma de relato. Si la literatura no es siempre una cifra. Y también me pregunto qué clase de literatura son: ¿ficción fantástica, poesía concreta, farsa, tragedia? No sé, por literarias que sean yo las sigo viendo feas. Por decir algo suave. Porque aunque los porcentajes fueran ligeramente otros y todo se corriera un poco, queda siempre notoriamente en el horno el mismo eslabón de siempre: el primero. Aquí no hay paradoja de gallinas y huevos, lo que hay es explotación agropecuaria. Y la verdad que estamos hartos. No sólo de hacer cuentas y que no nos salgan; no sólo de que nos vengan siempre con los mismos argumentos banalizados hasta el caracú; no sólo de que nuestro esfuerzo real se valore en términos de uso y no de trabajo. Estamos hartos de llorar. Y esto no se mendiga.

Por eso creo que es momento de plantear nuevas reglas de juego, toda vez que el juego en sí está cambiando a paso redoblado y que muchas de las razones que hacían aparecer como imprescindibles a distribuidores (sobre todo), grandes superficies de venta e incluso a los grandes gupos editoriales están empezando a resquebrajarse. Y no me refiero sólo a la gradual deriva virtual y a los canales de distribución no tradicionales (muchos de los cuales también alimentan, en el fondo, la misma dinámica autofagocitaria, como Amazon, el gran Saturno del momento), sino al despliegue ya imparable de un escenario editorial suborbital mucho más rico, variado, provechoso y dinámico que el de las grandes estaciones orbitales y su chatarra espacial. La fenomenología siempre se avanza a la prescripción, y así ocurre también en este ámbito: las propuestas de relación contractual entre autores y editores suborbitales son, por intuitivas y necesarias, mucho más equitativas que las que lastran a la industria tradicional. Los porcentajes y anticipos se negocian y rediseñan y se proponen nuevas formas de intercambio de valor, basadas además en una percepción mucho más justa y, a la vez, flexible de esos valores intercambiables. Pero la gran industria y el mercado existen y no podemos desecharlos como interlocutores si queremos gestar un cambio progresivo de las reglas; tampoco, y esto merece ser repetido hasta el cansancio, debemos perder de vista el correlato legal ni dejar de insistir en que este tome esa fenomenología como materia prima real de lo que debería re-legislarse. De ahí que interese incidir en lo real para que lo simbólico se haga eco y adecúe debidamente.

Ahora bien, ¿cómo rediseñar el dichoso escandallo y las proporciones aparentemente inamovibles de la comercialización del libro desde una perspectiva e intereses autorales? Es decir, ¿cómo “activar” el papel “por defecto” que tenemos en la cadena del libro y convertirlo en ganancia? Lo primero y esencial es perder la fobia ganancial. ¿Las manos de un autor no deben tocar el dinero? ¿Su cabeza no puede desviarse de “lo artístico puro” para ocuparse de “lo económico impuro”? Así nos corrió siempre el capital, y muchos, aunque sólo sea pour la galerie, seguimos portando ese estandarte-estigma. Lo segundo es comprender bien el mecanismo del chupete. ¿Quién aporta qué, en términos concretos de valor? Lo tercero es sentarse a hacer números. Si la parte gorda del pastel se la lleva el tramo final de la cadena, que es el que menos inversión en materia prima, capital intelectual (y cultural) y horas-persona de trabajo por libro aporta y arriesga, algo debe ajustarse ahí para que los tramos iniciales –o begetters, como los definía el editor de chéspir– no tengan que masacrarse por unas migajas de margen. Puesto que estamos hablando de proporciones, es obvio que, y más aún cuando estamos hablando de una manta corta, si no se recorta de un lado no se puede añadir del otro. De modo que yo propongo empezar a recortar donde menos valor se le añade (y más se le extrae) a la cosa-libro, verbigracia, el distribuidor. Es el único eslabón que ni aporta capital cultural ni hace una diferencia significativa entre el valor simbólico de un libro o el de un par de zapatos. El único beneficio real que añade es el de arrimar el libro a zonas periféricas; todo lo demás es contraproducente, empezando por los plazos y las urgencias por acelerar la circulación de novedades, imponiendo una presión extra sobre libreros e, indirectamente, editores.

Ergo, quienes primero deben ceder son los distribuidores, que disfrutaron de una época dorada hace un par de décadas y ahora le ven las orejas al lobo: la autoedición sería su billete de ida al Elíseo. Si quieren seguir teniendo un eslabón en la cadena tendrán que negociar con el resto. Y recalcular sus costos. Otro tanto ocurre con los libreros, que son y seguirán siendo por mucho tiempo imprescindibles, pero no en los términos onerosos y desajustados a la demanda actual en que se mueven ahora. Hemos asistido a la lenta agonía y muerte, a veces mediante penosa, obscena e impúdica ejecución, de las grandes librerías “alephicas”, tan auspiciadoras de una oferta universal (en todos los sentidos, incluidos los peores, de la palabra) como fagocitadoras de lo verdaderamente novedoso, en contraposición con el paradigma de “novedad editorial”. En ese aspecto, las pequeñas, pensantes y especializadas les han tomado una delantera de fábula de Esopo: la liebre ya no alcanzará jamás a la tortuga. Menos es más, festina lente, etc. Hoy en día se da la paradoja de que una minúscula y perdida librería especializada en poesía puede subsistir más dignamente y vender bastante más –con arreglo a su tamaño físico y empresarial– que un gigante de varias plantas y más personal de seguridad que libreros. Ergo, el segundo ajuste, no sólo en costos, sino también en sistemas de depósito, consignación, etc., deberán hacerlo los puntos de venta. Quizás estemos hablando de centésimas, pero cada migaja cedida por los últimos eslabones cuenta. Así, además, sumarán fuerzas para pelear por ayudas y rebajas o exenciones en el IVA y no las utilizarán para hacer presión hacia abajo. Distribuidores y libreros deberán repartirse un margen más estrecho. Sí, el nene dijo caca.

Hasta ahora, nuestro “enemigo de clase” en la lucha por la dignidad autoral (moral o simbólica pero también, esencialmente, patrimonial) venía siendo nuestro “amigo” intelectual o ideológico. Es decir, situábamos natural o intuitivamente en la primera línea del frente de enfrente al editor, nuestro amo o explotador, sobre todo visto así desde la subtrinchera de la traducción. Y no sería arriesgado aventurar, creo, que esta cerrazón doctrinaria nos privó de alcanzar mejores y más provechosos acuerdos con o en la industria del libro. No me refiero a dejar de ver al editor como un empresario (tanto si es un CEO de un megagrupo como el hombre o la mujer orquesta de un modestísimo proyecto), sino a dejar de lado dogmatismos para avanzar en una negociación menos sangrante y más sensata entre las partes del contrato de edición o traducción. En ese sentido, la fuerza contra los abusos de los eslabones finales (y los intermediarios en especial) deberíamos ejercerla bastante codo a codo, sin cederles a ellos lo que luego querríamos repartirnos cuando ya no está. Lo cual plantea dos escenarios potenciales: a) se recupera terreno económico, recortándoselo a esos eslabones; o b) no way, josé. No obstante, en ambos casos la necesidad de un cambio en los postulados tradicionales de la relación seguirá vigente. Por ejemplo, es hora de que, como dije al principio, se entienda el valor cultural o creativo que genera una obra nueva en términos de valor económico también, es decir, como una inversión efectiva y real de su autor, tanto en cuanto al trabajo persona/hora como en la proporcional e insoslayable existencia de gastos fijos, sin todo lo cual la obra sería ontológicamente imposible. ¿Por qué valen más (es decir, se valoran por encima) los gastos fijos de empresa que los personales? ¿El autor no come, no habita, no se viste, no paga luz, insumos, tecnología? ¿No pierde una parte de su tiempo laboral en tareas de comunicación o en la resolución de problemas legales derivados de su relación contractual? ¿Por qué todo esto solo es visible de un lado del mostrador?

Existe la creencia casi esotérica (ligada por causalidad a la ya mencionada fobia ganancial que padecemos los autores) de que el arte y el beneficio están reñidos… a menos de que el arte se convierta en mercancía, claro, y su carácter fetichista genere un plusvalor vedado al creador. En esa alquimia capitalista, la obra se cosifica y traslada lo ganable a la cosa-libro, despojando a la obra en sí del derecho a lucrarse de sí misma. La operación desplaza sutilmente al creador de la cadena ganancial de la mercancía y lo relega a un estadío previo, casi medieval, de artista mecenizado, como si la industria lo agraciara con una suerte de beca o subvención en lugar de hacerlo partícipe del interés generado por su propia inversión (en tiempo, energía intelectual, trabajo físico, etc.). Esto no es exclusivo de la visión neoliberal del proceso libresco sino que a menudo se refleja también en los enfoques “progresistas”, como si la crítica de la teoría del valor se detuviera en la obra (lo que la modernidad llama “contenidos”) y en la éticainherente a su propiedad y se aburriera al llegar a los pasos subsiguientes (i.e., los “soportes”), dando por sentada su naturaleza recalcitrante, refractaria y, por tanto, inamovible.

Yo planteo en cambio que nos liberemos del yugo de clase autoinfligido y entremos en la cadena societaria con nuestra modesta pero sustancial inversión (tanto más sustancial cuanto mayor el capital cultural que aporta). Tanto nos refriegan el riesgo asumido como argumento en contra de nuestras reivindicaciones que quizás sea momento de compartirlo, valorando como es debido nuestra inversión inicial y reclamando una retribución recíproca. No nos dejemos correr con números que bailan siempre al son de la industria, el mercado y la costumbre. Hagamos nuestros propios cálculos, atrevámonos a pedir más si la apuesta lo vale. Deconstruyamos la transferencia desigual que se nos impone desde la mera escenografía contractual. Y siempre que sea posible, arriesguemos, aprendamos a arriesgar. Como se ve, no propongo otra cosa que trabajar en busca de un cambio de paradigma. O dejamos de lado la fantasía de que el capitalismo neoliberal no incide en nuestro mundo in vitro y le presentamos pelea como corresponde o deberemos resignarnos a ser los eternos perdedores de un negocio que depara menos fama que justicia económico-poética.

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