Se inició en el periodismo tempranamente en el diario La Tribuna de sus primos los Varela, y luego en El Nacional, de Domingo Faustino Sarmiento y Vélez Sársfield. Se graduó de abogado en la Universidad de Buenos Aires en 1878. Fue diputado provincial y nacional, director de Correos y diplomático ante Colombia y Venezuela. Como resultado de estas experiencias fuera del país, escribió En viaje (1884). Fue intendente de la ciudad de Buenos Aires entre 1892 y 1893, ministro de Relaciones Exteriores y del Interior y diplomático argentino en París. En 1898 ocupó una banca en el Senado, donde impulsó a pedido de la Unión Industrial Argentina la Ley de Residencia (1902). Falleció en Buenos Aires en 1905.
A los efectos de este blog, lo recordamos porque suya es la traducción de Enrique IV, de William Shakespeare, cuyo prólogo firmó en Madrid, en octubre 1891. De éste, se reproduce a continuación la parte que se refiere exclusivamente algunos de su problemas en su labor como traductor, cuya actualidad, helas, sigue vigente.
Algunos problemas en torno
de la la traducción de Enrique IV
de la la traducción de Enrique IV
No creo difícil, para el que tiene un poco de hábito de la pluma y sabe manejar su lengua medianamente, hacer variaciones sobre un texto, cuando éste, como el de Shakespeare, se presenta repleto de ideas, generalmente dura y sucintamente indicadas. Con diluirlas en una prosa fácil, más o menos elegante, según los recursos del traductor, puede llegarse hasta la ilusión de una obra personal. Es eso lo que encuentro detestable en casi todas las traducciones de Shakespeare que conozco; se dice que una, la de Schlegel, es admirable, no sólo por la fidelidad, sino por el vigor de reproducción. No poseo bastante el alemán para apreciarla. En las españolas hay algunas buenas, y la de Cárcano, en italiano, es excelente. Pero las francesas que conozco (Letourneur, Michel, Hugo, Guizot, Montégut), con notable diferencia de valor entre ellas, tienen el defecto de ser blandas por decir así. Ninguna me da la sensación skakespeariana, ninguna en la frase equivalente, prosa o verso, se acerca al golpe seco del poeta inglés, al latigazo del verbo, empleado con una adivinación instintiva para levantar la imagen buscada. Se me dirá que es el defecto de todas las traducciones; convengo, pero nunca más sensible y chocante que en este caso. Y no es que falten siempre los elementos de reproducción, los equivalentes; es que a veces, muchas veces, su empleo tiene algo de duro, de antiliterario, de anticlásico. Traduciendo a Shakespeare bien cerrado, apretando el texto cuanto se pueda, cuanto la lengua que se emplea lo permita, la prosa, el estilo, la escritura , como se dice ahora, pierde, ¿quién lo duda?, su armonía, su cadencia convencional. ¡Pero si no se trata de hacer gustar la prosa del traductor, sino de dar una idea de Shakespeare lo más exacta posible! No hay puente más elástico que la perífrasis y abismo, por hondo que sea, que esa cábala no salve; hay traducciones que se parecen a aquellos poemas didácticos de Delille, en los que se emplean catorce o veinte versos en describir un melón, sin nombrarlo, en vez de decir, lo que es tan cómodo, tan natural y más estético que lo otro: melón. Luego viene la cuestión del buen gusto . "¡Este Shakespeare tiene unas cosas! Comete faltas de buen tono, de civilidad, hasta de decencia, tan enormes, que por respeto mismo es bueno eliminarlas." De ahí a castrar el toro Farnesio o el Apolo del Belvedere o poner calzones de baños a las flamencas de Rubens, no hay más que un paso. Sí, todos lo sabemos, desde Pope, Johnson, Dyce, Steevens, Rowe, etc., hasta Voltaire, hasta Villemain mismo, que es de ayer y que debía tener el criterio amplificado por el espíritu moderno, todos han criticado las faltas de gusto, señalado sus defectos. Pero, fuera de los inconscientes demoledores de la primera hora, los mutiladores de las primeras ediciones acaso hoy, que una concepción más amplia del arte, un espíritu más levantado predomina, un solo hombre de letras se atrevería a aconsejar una expurgación de la obra del poeta? Y si el original queda intacto, ¿por qué destrozarlo en la traducción?
¡El gusto! Las piezas de teatro, cada veinte años, se divorcian con el gusto del público. Los dramas de Hugo, hoy, serían realmente insoportables sin el verso que los sostiene. Los del viejo Dumas, con su prosa de penacho, hacen simplemente reír en las situaciones más solemnes. Dentro de un cuarto de siglo, ¿cómo recibirá el público los finos análisis de Dumas (hijo), su psicología social quintesenciada? ¡Bonita tarea si cada cinco lustros hubiera que cambiar el estilo de las piezas de teatro, extirpar vocablos, extender encima perífrasis o poner a una idea, que el poeta vistió de recia armadura, un muelle traje de seda!...
Todo esto, a propósito de una simple traducción de una pieza de Shakespeare, es tal vez excesivo. Pero tenía deseos de decirlo, de tal manera las villanías que con el poeta se han cometido y, que en el curso de trabajo he constatado, me han indignado. Por mi parte, la menor de mis preocupaciones ha sido mi prosa; ¡se necesita ser un plumitivo digno de azotes para pensar en sí mismo, frente a Shakespeare! No; he seguido el texto lo más de cerca que mi conocimiento de mi lengua me permite. También a veces se me eriza un tanto la epidermis, cuando en medio de una de esas magníficas (y jamás la palabra fue mejor empleada) alocuciones de Shakespeare, me topo con una frase vulgar o una comparación baja. Habría deseado que el poeta no la empleara, en mi gusto convencional, greco-latino, hereditario; pero tal como la empleó, tal trato de reproducirla.
Ahora una explicación indispensable: Falstaff es muy mal hablado, excesivamente mal hablado; es, sin reticencia, lo que los franceses llaman mal embouché . El príncipe, por momentos, no le va en zaga. En cuanto o Poins, Bardolfo, Peto, el mismo pajecillo, hay que convenir que no tienen un estilo de excesiva cultura. La honorable posadera y la no menos honesta Rompe-Sábanas podrían competir con el carretero de lengua más ágil en una lid de denuestos. Ahora bien; ¿cómo traducir las escenas de la taberna de Eastcheap o de la Cabeza del Jabalí? ¿Cubrir la prosa de Falstaff y sus compañeros con un pudoroso velo y atenuando aquí, perifraseando allá, llegar a un estilo compungido y mogigato? ¿O traducir brava y secamente vocablo por vocablo, tratar de conservar el carácter, el sabor propio del diálogo, la índole de cada personaje? He tomado el último partido, bajo la advocación de Cervantes, que escribía al mismo tiempo que Shakespeare; Don Quijote está en todas las manos y Sancho no es más pulcro que Falstaff.
No creo que las obras completas de Shakespeare se den a leer sin reparo a las miss inglesas, ni veo la necesidad de que esta traducción sea libro de solaz de niños y doncellas.