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martes, 3 de octubre de 2023

Un diálogo con Roger Chartier sobre cartografías

El pasado 1 de octubre, Rafael Toriz publicó en el diario Perfil, de Buenos Aires, la siguiente entrevista con Roger Chartier, gran especialista francés en historia del libro y la lectura, a propósito de Cartografías imaginarias, libro que acaba de ser publicado por Ampersand..

El viaje alucinado

En un relato insólito y perfecto –a la manera de un relámpago en el alba– Jorge Luis Borges dio cuenta de la extrañeza moral y el calculado delirio que entraña el arte de la cartografía; por su belleza y brevedad, conviene transcribirlo completo: 

“En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”. 

Fragmento tomado del libro cuarto de los Viajes de varones prudentes de Suárez Miranda editado en Lérida en 1658 –y cuya autenticidad sólo los incrédulos y los zafios se atreven a poner en duda– la delicadeza del argumento conmueve no sólo porque la creación de mapas para representar el territorio constituye un hito cósmico por parte de la especie, dando pie al noble arte de la cartografía, sino también porque los mapas utilizados en obras de ficción han funcionado como un dispositivo literario formidable para dotar de verosimilud a las tramas de los relatos de literatura, nombrando y descubriendo tierras imposibles, como las consignadas por Alberto Manguel y Gianni Guadalupi en The Dictionary of Imaginary Places (donde no aparecen –porca miseria– ni la Comala de Rulfo ni la Santa María de Onetti) y que el historiador Roger Chartier (1945) explora en un ensayo tan luminoso como fecundo publicado por Ampersand en su colección Fuera de serie, cuyo nombre hace justicia –así como la traducción, a cargo de Horacio Pons– a una obra como ésta.

Libro centrado en obras europeas escritas durante los siglos XVI y XVIII, en sus páginas delicadamente ilustradas aparecen las cartografías imaginarias del libros como Don Quijote, Los Viajes de Gulliver, Robinson Crusoe o la Utopía de Tomás Moro, entre otros.

En ocasión de esta pequeña brújula imantada por los hechizos de la gran literatura, Perfil dialogó con uno de los máximos especialistas en la historia del libro y la lectura, autor de obras como Entre poder y placer, Sociedad y escritura en la Época Moderna, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna, El orden de los libros: lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII, Escuchar a los muertos con los ojos o Lectura y pandemia.

Con la cabeza puesta en los esfuerzos de Galileo Galilei decidido a determinar la ubicación, figura y tamaño del Infierno de Dante y teniendo presente el famoso grabado anónimo del siglo XVI titulado ‘Fool’s Cap Map of the World’ –que representa el planisferio del mundo en la cara sin rostro de un idiota– esta entrevista se realizó por escrito al amparo de la noche tropical de Nueva Delhi.

—¿Por qué se propuso usted trazar una genealogía de los mapas fantásticos en los relatos de ficción? ¿De qué otra manera no genealógica cree que podría analizarse la cartografía imaginaria? 

—Mi investigación empezó con un mapa que no tiene nada de fantástico. La encontré en un ejemplar de una edición de Don Quijote publicada en Madrid en 1780. Se encuentra en la biblioteca de la Universidad de Pensylvania en Filadelfia, donde trabajo como profesor durante una parte del año. A partir de un mapa de España que cuenta con todo el crédito científico deseable, son trazados los itinerarios de las tres “salidas” de don Quijote. Antes de esta edición que le comento, nunca antes un mapa había sido insertado en el Quijote. ¿Cuáles fueron los efectos sobre el lector? ¿Cómo se modificaba su comprensión de la historia escrita por Cervantes cuando se emplazaban sobre un territorio bien conocido las itinerancias de un hidalgo de ficción? Para entenderlo me pareció menester confrontar los mapas del Quijote con mapas anteriores, publicados en algunos textos de ficción en Francia, en Inglaterra o en Italia. A partir de ahí, pude examinar la construcción de genealogías que empiezan en Francia con la Carte de Tendre (1654) o que terminan en Inglaterra con los mapas de los Viajes de Gulliver (1726). La perspectiva genealógica permite reconstruir la cadena histórica de las lecturas, préstamos, imitaciones y apropiaciones. Es una modalidad particular de historia textual conectada. 

—Son muchos los autores que han levantado topografías imaginarias, lugares de la ficción que, bien narrados, son más reales que el mundo real. ¿Cuáles de esos lugares inventados por la literatura le resultan más entrañables en su vida como lector? Uno pensaría, conociendo sus devociones bibliográficas, que muy probablemente sean los imaginados por Miguel de Cervantes.

—En mi opinión, lo más interesante no consta en las topografías imaginarias, sino en la presencia de mapas de territorios reales en obras de ficción:  la España del Quijote, las islas en Gulliver, el planisferio en  Robinson Crusoe, los fragmentos de continentes en las ilustraciones de Orlando furioso. Los mapas que remiten a una realidad geográfica son uno de los recursos manejados para, como lo escribió Borges, “confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro”. Los mapas se añaden a las “magias” de la fábula. Es verdad que, en el caso francés del siglo XVII, no se trata de un territorio real el que representar los mapas de la “Carte de Tendre” o los mapas del “Reino de Amor” o incluso del “Reino de la Coquetería”, puesto que no representan un territorio real.  En este caso fue la apropiación de los códigos y del léxico de la cartografía lo que me interesó.  Se podría decir lo mismo en cuanto a la presencia de mapas en las utopías o distopías (Tomás Moro o Mundus alter et idem de Joseph Hall), en las obras místicas (Subida del Monte Carmelo de Juan de la Cruz) o en los textos polémicos (El País del Jansenismo en la Francia del siglo XVII).  

­—En una de sus célebres propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino cita un verso del Purgatorio (XVII, 25) que dice: “Poi piovve dentro a l’alta fantasia” [Llovió después en la alta fantasía], que él parafrasea diciendo “la fantasía es un lugar en el que llueve”. Tomando esto en consideración ¿cómo cree que se forma un lugar imaginario de una época en que la literatura se encuentra subsumida al discurso audiovisual? Me refiero, por decir algo, a que la Tierra Media de El señor de los anillos se conoce mejor por las versiones de Peter Jackson que por las descripciones verbales de J.R.R. Tolkien.

—El problema que me ocupa en este libro es la relación entre las imágenes (en este caso, los mapas) y el texto que acompañan. Durante mucho tiempo, esta relación fue pensada como una equivalencia: los textos ilustran y las imágenes narran. Es una de las razones por las cuales la mayoría de las novelas de los siglos XVI o XVII fueron publicadas sin mapas o ni siquiera con ilustraciones. Desde otra perspectiva, a partir del siglo XVIII, se consideró que la imagen podía mostrar lo que el discurso escrito no puede enunciar; por ejemplo la simultaneidad de las acciones o la sincronía de eventos sucesivos. Se trata de un suplemento, no de una equivalencia. La imagen se aleja o se libera de la narración y propone al lector significados que el texto no enuncia. Los posibles efectos sobre los lectores escapan a los discursos y solicitan un imaginario totalmente ausente o bien solamente latente en el texto mismo. Esta relación encuentra una forma paroxística en el caso de la separación entre el discurso y su traducción icónica. El suplemento se vuelve sustituto y hace olvidar el texto mismo: es el caso con la “epic fantasy” de nuestro tiempo. Ese fue el caso con Don Quijote, cuando las figuras de los protagonistas (don Quijote, Sancho, Rocinante) o de algunos episodios (el combate contra los molinos de viento) hicieron conocer la historia a “lectores” que nunca la habían leído.     

—Las ilustraciones que acompañan su libro vuelven al ejemplar un gabinete de curiosidades en sí mismo, a la manera de una pequeña cámara de maravillas portátil. ¿Qué puede decirnos sobre ese tipo de obras, y sobre todo, sobre la edición de su libro en castellano?

—Las reproducciones de los mapas eran indispensables para la comprensión de su relación con el texto de las obras que ilustran. Las dos ediciones de mi libro (en francés por las Ediciones del Collège de France y en español por Ampersand, quien por cierto ha construido un magnífico catálogo de libros sobre los libros) son  preciosas y espero que los ojos viajeros de sus lectores las disfruten.

—Luego de leer su libro, uno creería que es muy grande la deuda de la cartografía con la literatura. ¿Está de acuerdo?

—En varios momentos del libro hago hincapié en las dificultades planteadas por la introducción de mapas en los libros entre los siglos XVI y XVIII. Deben estar impresos con una prensa particular, en un taller que no es el taller de la imprenta del texto, ya que los grabados de cobre no pueden estar puestos en la composición tipográfica. Aumenta así el costo de la impresión y el precio del libro. Tampoco era fácil introducir mapas en un libro impreso. Debía ocupar una página entera o aparecer como un frontispicio o bien como un “hors-texte” insertado en el libro mismo y que el lector podía desplegar. Más allá de esto, la idea según la cual las palabras de un texto tienen la capacidad de producir imágenes mentales en la lectura hizo parecer inútiles a los mapas en su momento. Es a partir del siglo XIX, con las nuevas técnicas de la imprenta, que se generalizará la presencia de los mapas en las ficciones (particularmente entre los libros destinados a los jóvenes lectores). Anteriormente, los mapas son más bien raros y las obras consignadas en mi libro deben considerarse como excepciones.        

—¿Qué diferencias –pero sobre todo semejanzas– generales encuentra usted entre las cartografías literarias entre los libros que analiza en su libro?

—Los mapas incluidos en los textos ingleses (desde la Utopía de Tomás Moro hasta Gulliver y Robinson Crusoe) muestran los viajes de un viajero singular, presentado como un individuo bien real. Producen efectos de realidad que dan crédito a la ficción, borran la frontera entre el mundo del texto y los conocimientos o experiencias de los lectores, generando la suspensión de la incredulidad. Por otro lado, participan con sus imposibilidades o inverosimilitudes de los mecanismos que, irónicamente, desbaratan la autenticidad proclamada por el texto. Es esta contradicción sutil y divertida la que incitó a introducir mapas en obras utópicas, satíricas o morales. Por su parte, en los textos franceses el proyecto fue diferente y ubicó los mapas en un registro alegórico que no confunde a la fábula con la realidad. Propone equivalencias entre lugares y sentimientos, topografía y afectos, itinerarios cartográficos y viajes espirituales o sentimentales.       

—¿Tiene usted predilección por las cartografías surgidas de España, Francia o Inglaterra?

—Como historiador, siempre intenté imaginar cuál era la interpretación que los lectores de los siglos XVI, XVII y XVIII, en diferentes contextos sociales o nacionales, podían haber hecho de lo que leían y miraban. Se trata de un ejercicio difícil, amenazado por el peligro del anacronismo. ¿Es legitimo de descifrar el mapa de “Tendre” insertado en la novela Clélie publicada en 1654 como un “viaje óptico” guiado por las figuras geométricas (círculos, elipses, conos), o como la representación del corazón humano o del cuerpo femenino? ¿Debemos pensar que esas “lecturas” del mapa, propuestas por interpretaciones críticas contemporáneas, fueron también interpretaciones posibles para los lectores del siglo XVII? ¿O más bien, que son anacrónicas y arbitrarias? Esas preguntas lanzan un desafío difícil para una aproximación histórica. Es la tensión entre apropiaciones documentadas y sentidos inconscientes la que me interesa, inclusive si la prudencia propia oficio del historiador me hace preferir las primeras.   

—¿Por cree usted que ha sido tan fecunda la relación entre la novela europea y la cartografía imaginaria?

—Como escribe Franco Moretti, la geografía literaria puede tener dos objetos diferentes. El primero es ubicar las obras en la geografía de su producción y circulación. Esta perspectiva lleva a elaborar una cartografía de sus ediciones, traducciones y presencias en las colecciones privadas y las bibliotecas. El segundo objetivo se focaliza sobre la geografía interna de las obras, los lugares de las intrigas, los viajes e itinerancias de los personajes. En ambos casos, es posible o necesaria una cartografía, pero una cartografía construida en el presente del análisis. Lo que me había llamado la atención era una realidad diferente, histórica: la presencia de mapas en las ediciones de obras de ficción (novelas, sátiras, utopías) ya sea en sus primeras ediciones o bien mucho tiempo después de su publicación (es el caso del Quijote). Es con la vinculación entre estas tres cartografías (la de la circulación de los libros, la de los espacios internos de las ficciones y la de los mapas presentes en las ediciones antiguas) que podemos entender la relación entre la novela europea y la geografía en lo referido, tanto a la edición como en los imaginarios.   

—¿Qué mapas fantásticos de la antigüedad literaria se encuentran entre sus predilectos?

—Me encantan los fragmentos de mapas que el editor veneciano Valgrisi introdujo en su edición del Orlando furioso en 1556. Sobre algunos de los grabados que ilustran los cantos del poema aparecen partes de mapas geográficos. En algunos casos, el lector debe seguir la imagen de abajo hacia arriba como si viajara con el héroe: Rodamonte bajando por el curso del Ródano antes de embarcarse para África o Rinaldo viajando río abajo por el Po hasta Ostia. En un cierto sentido, la composición iconográfica hace que el lector “entre” en el mapa.


jueves, 17 de agosto de 2023

Para los amantes de la historia del libro

Ayer, 16 de agosto, Tomás Villegas publicó en la revista virtual El diletante una reseña sobre Al margen del texto, el libro de Ann M.Blair recientemente publicado por la editorial Ampersand. Se ofrece a continuación.

Sobre enciclopedias y paratextos

Las inquietudes y quejas que despierta el incesante flujo de información, ese fenómeno moderno que, con el arraigo de las redes y las nuevas formas de la web, se multiplica exponencialmente, no parecen ser, de acuerdo con la académica norteamericana Ann M. Blair (1961), reacciones específicas de nuestra algorítmica actualidad. Salvando las distancias –que son muchas– ya desde fines de la Edad Media y comienzos del Renacimiento la humanidad occidental se ha enfrentado a la asfixia y al desborde que suscita la abundancia informativa. Pero vayamos por partes con Al margen del texto, esta nueva joya para los obsesivos de la letra, el papel y la marginalia, que la editorial Ampersand ofrece en su colección Scripta Manent.

En rigor, el volumen consta de dos partes que supieron conformar, originalmente, dos libros por separado. El primer capítulo de Al margen del texto se compone de Too much to known (2010), que tiene por centro la preocupación (para nada moderna) mencionada al comienzo. Séneca, el célebre moralista romano, afirmaba ya en los primeros años del cristianismo –con un aforismo que había recortado de Hipócrates–, ars longa, vita brevis: corta es la vida, largo el camino. Si la existencia resulta corta se debe, para el filósofo, a que nos demoramos en nimiedades, en superficialidades, en fuegos fatuos. Nos demoramos, del mismo modo, en libros que no valen la pena. Concibió, al respecto, un recordado aforismo, distringit librorum miltitudo: “la abundancia de libros estorba”. Más de mil seiscientos años después, aparición de la imprenta mediante, Adrien Baillet (1649-1706), biógrafo de Descartes, homologaba la sobreabundancia de libros con un retorno a la barbarie. Escribió: “Tenemos motivos para temer que la multitud de libros que crece cada día de manera prodigiosa haga que los próximos siglos caigan en un estado tan bárbaro como el de los que siguieran a la caída del Imperio romano”. No todos son refunfuños, sin embargo.

Una posición opuesta se entronca en la fundación de la Biblioteca de Alejandría (331 a.C.) y en la figura de Plinio (23-79 a. C.), el autor de la inmensurable Historia natural, ejemplo paradigmático del sentimiento acumulativo. Los jóvenes renacentistas, sostiene Blair, solían citar una línea que Plinio el Joven atribuía a su tío: “no hay libro tan malo que no se pueda sacar algo bueno de él”. Sea como fuere, la hipótesis de la autora podría resumirse de la siguiente manera: sobre todo a partir del Renacimiento, y con la ayuda inestimable –aunque costosa– de la imprenta, la sobreabundancia de información y de libros obedece a un trauma que los humanistas no están dispuestos a padecer de nuevo: la incontable pérdida de manuscritos antiguos a causa de la pobre calidad del papiro –o incluso del más resistente pergamino–, de las mezquindades, rivalidades, azares, o simples negligencias. “Los primeros eruditos modernos –dice Blair– estaban ansiosos por salvaguardar la información: almacenándola, compartiéndola con otros en manuscritos e impresos, y fomentando que príncipes y mecenas adinerados fundasen grandes bibliotecas”.

Con la llegada de la imprenta, a mediados del siglo XV, los autores experimentan, ahora sí, un sentimiento relativamente nuevo: el saberse leídos por miles y miles de personas. Y un nerviosismo, relativamente nuevo, se apodera de ellos: cómo hacerse del control del texto, cómo transparentar enteramente sus intenciones; cómo no ser, en última instancia, mal comprendidos o criticados. Los paratextos, que ocupan el corazón del segundo capítulo de Al margen del texto, cumplirían dos funciones capitales. Por un lado, interesar a la mayor cantidad de compradores posibles; por otro, con una figura que puede rastrearse hasta Cicerón, la captatio benevolentiae, atraer la comprensiva, la benevolente, atención del lector u oyente por medio de la modestia. La portada, la dedicatoria, el privilegio, el prefacio, la fe de erratas, el poema introductorio, apuestan, si no a ambas, por lo menos por una de las dos funciones. “El objetivo del impresor era vender el libro a toda costa –sostiene Blair– el del autor era encontrar lectores comprensivos (...). Las dos principales tácticas para hacerlo consistían, por un lado, en disculparse por los defectos de la obra, a veces asumiendo sus errores, a veces culpando de ellos a los demás, y por otro lado en mostrar el favor de contemporáneos bien situados que figuraban como destinatarios de las dedicatorias, escritores de odas de elogio y distribuidores oficiales de privilegios o permisos para imprimir”.

Blair escribe con la certeza que trae consigo la investigación meticulosa y Jorge Fondebrider sabe replicarla con una traducción cuidada. Las imágenes de los distintos paratextos en el capítulo 2 aportan su cuota a la inteligibilidad de lo leído y, sobre todo, engalanan el volumen con la belleza de tiempos pasados. Cabe preguntarse si la yuxtaposición de lo que alguna vez fueron dos libros separados no rechina, aunque suavemente, con el fragor de lo forzado. De cualquier manera, los amantes de la materialidad del libro (los amantes, así mismo, de la historia del libro) no hacemos sino regocijarnos con una colección que insiste en su amor por esa literatura hecha de tiempo y cuerpo, de tinta y papel.

jueves, 3 de agosto de 2023

Paulo Slachevsky resume lo que la dictadura le hizo al libro y a los lectores en Chile

LOM es una de las principales editoriales independientes de Latinoamérica. Con más de tres décadas de existencia y un catálogo vivo de 2500 títulos, cumple en Chile, un país donde el libro todavía es un objeto suntuario, un papel fundamental. Su co-fundador es Paulo Slachevsky, quien, con su esposa Silvia Aguilera, ha participado en cuanto foro pueda imaginarse, manteniendo una coherencia ejemplar. En el siguiente artículo, publicado en El Mostrador, el pasado 31 de julio, revisa lo ocurrido en su país tanto con el libro y la lectura durante los cincuenta años transcurridos desde el golpe de Estado de Pinochet. 

El libro y la lectura en Chile a cincuenta años del golpe civil-militar

La cultura, el libro y la lectura no son temas sectoriales, de tercer orden, tienen que ver con el desarrollo del conjunto de la sociedad, con la comunidad país que queremos proyectar, con la posibilidad de hacer y transformar nuestras vidas. Tiene que ver con la posibilidad de romper el cepo del modelo exportador extractivista que nos domina, como también de la desigualdad estructural imperante. Su rol es también neurálgico en la calidad de la democracia que tenemos. Llevamos 50 años en que más que sujetos históricos, el modelo ha promovido ovejas consumidoras, temerosas y acríticas. Eso lo instaló la dictadura y lo mantuvo la postdictadura. Creo que sería tiempo de impulsar un real cambio en la materia.

La fractura que marcó a nuestro país a sangre y fuego aquel 11 de septiembre de 1973, también transformó profundamente el mundo del libro y la relación de gran parte de la población con este objeto y la lectura a largo plazo. Para la historia del libro y la lectura, así como también para el campo editorial, el golpe civil-militar y los años de dictadura implican claramente un quiebre en su continuidad histórica, lo que nos obliga a abordar los periodos separadamente, con un antes y un después del golpe.

La crueldad y brutalidad del golpe, cargada de actos simbólicos, da claramente cuenta que este está intrínsecamente vinculado a las masivas y reiteradas violaciones de derechos humanos de los años de la dictadura, los que constituyen crímenes de lesa humanidad. Para la política y lo social, el bombardeo de La Moneda fue sin duda el acto fundacional de lo que se venía. Un acto desmesurado, que no tenía ninguna relación ni proporción con la defensa que allí ejercía el presidente con el GAP y cercanos. El brutal asesinato de Víctor Jara y los auto de fe cumplían para la cultura un rol similar.

No es casualidad que algunos fotógrafos presenciaran, el 23 de septiembre de 1973, en Diagonal Paraguay esquina Lira, cómo los militares quemaban libros en plena vía pública. Se convocó, se avisó a la prensa. El fotógrafo holandés Koen Wessing, entre otros, captó esas instantáneas del Farenheit de la dictadura.

También se informó del hecho en las páginas internas de El Mercurio y La Tercera, junto a una breve reseña que mencionaba la muerte de Pablo Neruda, se cuenta en “Apagón cultural, el libro bajo dictadura” (Manuel Sepúlveda, Jorge Montealegre, Rafael Chavarría, Asterión, 2017).

En esos días fueron muchos los libros de bibliotecas lanzados al fuego directamente por la represión. La misma suerte sufrieron miles de libros, quemados por sus propios lectores. Como dan cuenta testimonios, en los allanamientos los militares preguntaban por las bibliotecas; cuando las había, por el contenido de estas podían identificar las ideas de quienes habitaban en el domicilio. El terror se impuso por el fuego. El miedo transformó las páginas en combustible para las llamas. Fueron estos actos constitutivos que replicaban, a su modo, cual libreto de una obra de teatro, los crímenes de instalación de los nazis. Primero el incendio del Reichstag, después el autodafé del 10 de mayo de 1933, las ceremonias con antorchas y la instalación de los campos de concentración.

El mismo IVA, tema que cruza el ámbito del libro durante toda la postdictadura, no aparece en cualquier momento. A fines del año 1976, cuando desaparecía el historiador Fernando Ortiz, autor de “La historia del movimiento obrero en Chile”, se decidía aplicar el IVA al libro. No es una casualidad. Ese mismo año, antes de ser asesinado en Washington, Orlando Letelier vinculaba la represión política con la libertad económica para los más privilegiados, como “dos caras de una misma moneda”.

Como señala Naomi Klein en el prólogo al libro Orlando Letelier: el que lo advirtió (Lom ediciones, 2011): “La junta no tenía dos proyectos separados y compartimentados: un visionario experimento de transformación económica y un siniestro sistema de torturas y terror. Había solamente un proyecto en el cual el terror era el instrumento central para la transformación en libre mercado”.

No se trataba sólo de terminar con un gobierno, cabe recordar que adelantaron el golpe para que el presidente Salvador Allende no alcanzara a convocar a un plebiscito el 11 de septiembre. Buscaban aniquilar la voluntad y el nivel organizativo que habían alcanzado en Chile los sectores populares. Y para ello era necesario abolir la difusión de todo pensamiento crítico, terminar abruptamente con el proceso de concientización política que habían alcanzado los sectores obreros y campesinos a lo largo del siglo XX.

Por eso también la censura, la que se instaló a través de diversas vías desde el mismo 11 de septiembre de 1973. Un ejemplo de ello es el Bando número 107 de la jefatura de zona en estado de emergencia de la zona metropolitana del 11 de marzo de 1977, que exigía autorización previa para la “fundación, edición, comercialización, de cualquier forma de nuevos diarios, revistas y periódicos, e impresos en general”, como también para la “importación y comercialización de toda clase de libros, de diarios, revistas e impresos e general”, práctica que siguió hasta el año 1983 a través de un artículo transitorio de la constitución del 80.

Así, el IVA al libro en Chile, la censura, como el cierre de carreras universitarias, de editoriales, librerías, revistas y periódicos, suman a la prisión, tortura, asesinato y exilio de muchas y muchos creadores e intelectuales, profundizando el reino de sangre y fuego que se instala en el país y en el espacio cultural, relegando al libro y a la cultura a los sectores más privilegiados.

Durante los años de dictadura, repetidamente se vieron en la televisión y la prensa las imágenes de los allanamientos donde se agrupaba libros y armas, como pruebas irrefutables de “la subversión”. Ello fue forjando en la práctica, la estigmatización del libro a través de la violencia simbólica, un imaginario que rompió totalmente con la relación que durante la república se había generado entre las y los ciudadanos y el libro, de lo que da cuenta Bernardo Subercaseaux en La historia del libro en Chile (LOM ediciones, 2010). Así, se fue instalando un profundo quiebre en la relación de la ciudadanía con el libro, que hasta la fecha no se ha revertido en los sectores populares.

Entre 1973 y 1990 se mantuvo vivo un espacio relacionado con la edición oficial; en los primeros años de la dictadura, en torno a la Editora Nacional Gabriela Mistral, que dirigió un general retirado, la que de manera muy disminuida buscó emular la hazaña de editorial Quimantú durante la Unidad Popular. El año 1976 la empresa se privatizó, y posteriormente sus máquinas fueron rematadas. También con libros de propaganda y manipulación, como El libro blanco del cambio de gobierno en Chile.

Se mantuvieron igualmente algunas publicaciones en el ámbito universitario, las que tenían un margen de movimiento muy limitado, dominando la censura y la autocensura. Qué más se podía pedir en universidades donde reinaban los rectores delegados. La edición comercial se mantuvo, ya que hoy como ayer, “lo central es el negocio”, aunque la precariedad de todo el ecosistema no le posibilitaba “brillar” como lo hacen hoy las multinacionales del libro. Y, por supuesto, estaba la edición comprometida, o al menos abierta a las voces críticas, muy semejante a lo que hoy llamaríamos la edición independiente.

De los oscuros años 70, después del golpe, no se puede dejar de recordar el trabajo de Pineda Libros, editorial Aconcagua y Nascimento, entre otras. Algunas de ellas tenían ya una significativa trayectoria previa y, a veces, lograron continuidad en la década siguiente.

De la década de los 80, Editorial Sin fronteras, Editorial Cesoc, Editorial Cuarto Propio, Ediciones Pehuén, Editorial Cuatro Vientos, Ediciones Documentas, Ediciones de Obsidiana, Ediciones Manieristas, Mosquito, Pomaire, Galinost, Del Maitén, Ergo Sum, Lar, Cerro Huelén, Tragaluz, Emisión, Ornitorrinco, Minga, entre otras.

La precariedad en la producción, difusión y comercialización, la autocensura y un constante sentimiento de peligro reinante en los ámbitos de oposición a la dictadura, marcaron el quehacer de esos años. Aun así, cada una con su catálogo contribuyó a mantener viva la creación local. Ediciones Ganymedes, por ejemplo, dirigida por David Turkeltaub, entre 1977 y 1987, publicó muchas obras significativas de nuestra literatura, como Mal de amor de Oscar Hahn, obra censurada en su momento; A partir de Manhattan de Enrique Lihn, Sermones y prédicas del Cristo de Elqui de Nicanor Parra, y Virus de Gonzalo Millán.

Para muchas y muchos, el libro fue también un objeto de resistencia. Era cuestión de atreverse a leer en una micro, por ejemplo, tomando la precaución muchas veces de cubrir correctamente las portadas. La sobrecubierta en papel de regalo o Kraft permitía circular con la obra con cierta tranquilidad.

La lectura clandestina fue una práctica común durante todos esos años de terror. Obras prohibidas, o susceptibles de serlo, circulaban así de mano en mano. También los libros servían para transmitir información “encriptada”, ya sea para indicar el lugar de un punto de encuentro de carácter político, o bien un mensaje mayor. Las sobrecubiertas en tapa dura, fueron también lugares posibles donde transportar información sensible, como informes políticos, mensajes clandestinos o microfilms. Pero por más bellas y significativas que son esas prácticas resistentes de lectoras, bibliotecarios, editoras y escritores, ya no tenían la masividad de los años anteriores, ese vínculo había sido cercenado, por lo que había desaparecido la promesa cultural democratizadora que buscaba estar en cada casa y cada rincón del país la posibilidad de ensanchar el mundo y la vida, proyecto cuya máxima expresión fue sin duda editorial Quimantú.

A los 50 años del golpe civil-militar, uno no deja de sorprenderse de cuánto y cómo marcó ese sello de horror y exclusión y de qué manera sigue influyendo en los más diversos ámbitos en esta sociedad chilena del siglo XXI. Así lo vemos en la relación que parte significativa de la ciudadanía tiene con la lectura y el libro.

En la larga postdictadura sin duda hay importantes cambios, como la Ley del Libro de 1993, la multiplicación de bibliotecas, los fondos concursables, la Política Nacional de la Lectura y del Libro desde el 2015, entre otros. También hemos sido testigos de cómo han surgido nuevas generaciones de escritoras y escritores, de ilustradores, así como de editoriales independientes, librerías y ferias.

Sin embargo, en este nuevo escenario no se logró revertir ese brutal corte entre el mundo popular y el libro. La marca de sangre y fuego que dejó instalada en las mentes la dictadura, como el modelo de mercado neoliberal que reina en nuestra sociedad, con significativos procesos de concentración donde domina el colonialismo cultural, no han sido enfrentados con la claridad y energía necesaria para reparar el daño y reconstruir una nueva relación.

Tampoco se ha terminado con las censuras o auto censuras en las bibliotecas públicas y escolares, ni en los programas educativos. La misma tecno-utopía reinante, que por sobre todo valora la conexión digital, relega las prácticas lectoras a un rol secundario, limitando el desarrollo de las capacidades reflexivas, críticas y creativas, dejándonos como país en un rol de receptor y consumidor de la producción intelectual y tecnológica de los países del Norte.

Es evidente que gran parte de la clase política no se interesó en cambiar realmente las cosas: ni la institucionalidad ni el modelo económico; tampoco en hacer justicia y reparación; menos aún tomarse en serio la importancia del quehacer cultural y del libro en particular, ámbitos que fundamentalmente quedaron entregados a las lógicas del mercado.

En la cultura como en el libro, parte significativa de los avances que se han logrado en todos estos años vienen desde abajo, por la presión, por la creatividad, por la tenacidad de las y los actores del ámbito cultural, como la asociación Editoriales de Chile.

Lamentablemente, si eso no se acompaña con cambios en las instituciones, en la educación y en las políticas públicas, difícilmente esas transformaciones se logran instalar con cierta igualdad y densidad en toda la sociedad. Es claramente lo que ocurre con el libro y la lectura.

Es motivo de alegría, no cabe duda, que, en abril de este año, el mismo presidente lanzara en La Moneda la nueva Política Nacional de la Lectura, el Libro y Bibliotecas (PNLLB). Pero si esto no va más allá del gesto simbólico y no se acompaña de una rápida implementación y de una real voluntad política de poner al libro, la lectura y las bibliotecas en un lugar más central en nuestra sociedad, con presupuestos relevantes en educación y cultura articulados con la PNLLB, no habrá impacto significativo, y se seguirán abordando los temas del libro y la lectura como un asunto sectorial.

Nos parece que es tiempo de impulsar una profunda transformación en el quehacer público y ciudadano en torno al libro y la cultura, apostando por una real democracia cultural, donde se trabaje para que todas y todos seamos sujetos culturales, y se potencien las habilidades para la reflexión, el pensamiento crítico y creativo, la capacidad para debatir y asumir que la convivencia societal es posible alentando la discusión y asumiendo las diferencias.

Se hace necesario desactivar ese falso consenso para poner en práctica el disenso que nos permita escuchar y construir en y con la diferencia. Hay que multiplicar y reforzar espacios de encuentro locales y territoriales, así también instancias como el Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile, y coloquios como el organizado por Letras de Chile, “Literatura y dictadura a 50 años del golpe militar”, abriéndose a reflexionar en torno a estos temas.

Es hora de pensar como país a mediano y largo plazo, salir de la obnubilada dependencia neoliberal como de la domesticación y acomodo con los diktat de la prensa conservadora y del gran empresariado, instigadores de aquel 11 de septiembre y cómplices civiles y activos de los crímenes de la dictadura.

Es fundamental liberarnos del colonialismo cultural y sus multinacionales de la cultura, de la educación y del entretenimiento, que transforma todo en mercancía, margina la producción intelectual propia, bloquea una verdadera apropiación de la producción cultural en los territorios y limita todo el potencial liberador y creador de la cultura y la educación. Hay que revertir las lógicas de isla que hacen que cada acción, medida o política se trabaje de manera aislada, impidiendo todo efecto multiplicador. Se requiere más de una vuelta de tuerca, apostando articuladamente a un proyecto país, con significativas políticas públicas, y a la vez un fuerte impulso del tejido de base en el campo cultural que potencie toda la fuerza creativa de la cultura, del libro y la lectura.

La cultura, el libro y la lectura no son temas sectoriales, de tercer orden, tienen que ver con el desarrollo del conjunto de la sociedad, con la comunidad país que queremos proyectar, con la posibilidad de hacer y transformar nuestras vidas. Tiene que ver con la posibilidad de romper el cepo del modelo exportador extractivista que nos domina, como también de la desigualdad estructural imperante. Su rol es también neurálgico en la calidad de la democracia que tenemos. Llevamos 50 años en que más que sujetos históricos, el modelo ha promovido ovejas consumidoras, temerosas y acríticas. Eso lo instaló la dictadura y lo mantuvo la postdictadura. Creo que sería tiempo de impulsar un real cambio en la materia.

miércoles, 6 de marzo de 2019

La iglesia católica y el fin del progresismo cultural veneciano


“Biblias, el primer Talmud, el primer Corán y hasta manuales de guerra y arquitectura militar.” Es lo que incluye, según la bajada, el siguiente comentario de Carlos María Domínguez sobre el libro Los primeros editores, de Alessandro Marzo Magno, publicado el año pasado por la editorial Malpaso. Esta reseña salió el pasado 3 de marzo, en suplemento El Cultural, del diario uruguayo El País.

La industria editorial en la 
antigua Venecia

El periodista Alessandro Marzo Magno (1962) ha encontrado en la historia de los primeros editores la oportunidad de recorrer las calles de la antigua Venecia y los inicios del libro moderno, a poco de que Gutenberg imprimiera la Biblia con tipos móviles. Su ensayo transita por el dato erudito y la divulgación con especial atención a la vida de los libreros e impresores de los últimos años del siglo XV y primera mitad del XVI, cuando con sus ciento cincuenta mil habitantes la ciudad era una de las más populosas de Europa y editaba la mitad de los libros que circulaban por el continente.

La presencia de comunidades balcánicas integradas a la República de la Serenísima, de dálmatas, armenios y griegos, judíos alemanes y emigrados de la cuenca del Mediterráneo, diversificó las lenguas de las primeras publicaciones y exigió sumar a las tipografías latinas caracteres hebreos, en cirílico, en el glagolítico de los croatas medievales, incluso en árabe. La artesanía y rusticidad de los medios a menudo convirtió las erratas en sospechas religiosas, pero en Venecia se imprimió la primera Biblia rabínica y el primer Talmud, el Talmud babilonio, el palestino, y hasta el primer Corán, en un emprendimiento fallido que, precisamente por sus errores tipográficos, no alcanzó a circular y fue recuperado en 1987 por la bibliotecóloga Angela Nuovo en la isla de San Michele.

A fines del siglo XV el 45% de los libros que circulaban en una Europa mayormente analfabeta eran religiosos, pero en Venecia, donde la cuarta parte de la población masculina asistía a la escuela, rondaban el 26%. Los humanistas italianos irradiaron el concepto de la cultura moderna sobre el resto del continente y los radicados en Venecia, como Pietro Bembo, o los visitantes frecuentes, como Erasmo, alentaron la publicación de muchos clásicos griegos y latinos, aportaron traducciones y gramáticas, y favorecieron la difusión de las obras de Dante y de Petrarca en dialectos italianos.

La vulgarización cultural ha conducido al equívoco de confundir, muy a menudo, el humanismo con el humanitarismo, pero en este momento de la historia su significación es transparente: fue la actitud de los primeros intelectuales en comprender que la cultura de Occidente era una sola y dependía de la recuperación de la tradición griega, latina y hebrea, desde una perspectiva no mediada por la iglesia. Los humanistas trabajaron en Venecia con muchos impresores y libreros pero entre todos destacó, por su formación y refinamiento, el editor Aldo Manuzio, creador del formato de nuestros libros en octavos (o libro de bolsillo), ya no concebido para la vocación religiosa, como las ediciones en folios, sino para la educación y el entretenimiento. Comenzó por publicar las obras de Virgilio, Catulo, Tibulo y Propercio, de las que vendió más de tres mil ejemplares y convirtió a Petrarca en un best seller mayor, vendiendo en sucesivas ediciones alrededor de cien mil ejemplares de sus obras. Su legado más firme, sin embargo, fue la creación de la tipografía de letra cursiva, desde entonces también llamada itálica, y a sugerencia de Pietro Bembo trasladó el punto y coma del griego al latín y a la lengua vulgar, a la que sumó apóstrofos y acentos, criterios que más tarde fueron acompañados por todos los editores.

Un brillo crepuscular.
Más allá de escasas y ligeras referencias, es notoria la ausencia de la poesía, el cuento y el ensayo renacentista en el retrato de Marzo Magno. No hay en su libro seguimiento alguno de las ediciones del Decamerón de Boccaccio o El Príncipe de Maquiavelo, las ediciones de Dante o Petrarca, pese a que le dedica un capítulo entero al pornógrafo Pietro Aretino, muy popular entonces, y otros a la edición de los mapas, las partituras, la medicina, la cosmética y la gastronomía.

El autor se inclina por los tópicos de los manuales prácticos con un rico anecdotario en materia de cosmética —para obtener el tono rubio del cabello las venecianas llegaron a utilizar estiércol de paloma, sangre de tortuga y hasta moscas hervidas—, o francamente espeluznantes en temas médicos, como la disección de condenados a muerte, luego sustituidos por cadáveres, y la recomendación de asar ratas domésticas, pulverizarlas y añadirlas a las papillas de los niños para prevenir los excesos de salivación, según consta en el primer gran tratado de farmacología, del médico Pietro Andrea Mattioli, con numerosas traducciones en toda Europa.

Los manuales de guerra y de arquitectura militar tuvieron en Venecia un despliegue mucho mayor que en otras ciudades, dada su condición de potencia dominante en el Mediterráneo. Los patricios venecianos necesitaban una buena formación bélica para desarrollar su carrera política y los editores los abastecían de obras clásicas y modernas. En el arte de la guerra la cartografía tenía una utilidad de primer orden y si se copiaban muchos mapas antes de la llegada de la imprenta, el descubrimiento de América potenció las ediciones geográficas a niveles nunca alcanzados.

La gran paradoja del desarrollo cultural veneciano fue que brilló en el momento en que su hegemonía y relevancia quedaba desplazada por los intereses del mundo sobre el Atlántico. Colón era genovés, Américo Vespucio, florentino, Giovanni Caboto y Sebastián Caboto, ambos venecianos, y Antonio Pigafetta, vicentino de la Serenísima; todos cumplieron un papel de primer orden en el descubrimiento, al servicio de intereses ajenos. Durante un tiempo los venecianos creyeron que podrían repartirse con la corona española el dominio comercial de los mares, pero el despliegue de la armada británica dejó al Mediterráneo fuera del juego de las nuevas hegemonías. 

Venecia fue, sin embargo, un centro importante en la difusión de las noticias que llegaban del nuevo mundo, a través de cartas, crónicas de viajes y, sobre todo, la elaboración de mapas y tratados geográficos integrales como las Navigationi e viaggi de Giovanni Battista Ramusio, la monumental recopilación de sesenta y cinco crónicas de viajes hacia todos los confines, desde la antigüedad hasta mediados del siglo XVI, editados en tres volúmenes in folio.

Cuando en 1547 los poderes de la Inquisición romana lograron afianzarse en Venecia, su destino como centro cultural quedó malogrado. En pocos años se condenaron los textos protestantes, todas las biblias en lengua vulgar, más de seiscientos autores quedaron prohibidos y la plaza de San Marcos vio arder decenas de miles de libros en sucesivas hogueras. Desaparecieron las imprentas, el nuevo polo editorial se desplazó a París, y una vez más la historia pulsó su latido.