El pasado 1 de octubre, Rafael Toriz publicó en el diario Perfil, de Buenos Aires, la siguiente entrevista con Roger Chartier, gran especialista francés en historia del libro y la lectura, a propósito de Cartografías imaginarias, libro que acaba de ser publicado por Ampersand..
El viaje alucinado
En un relato insólito y perfecto –a la manera de un relámpago en el alba– Jorge Luis Borges dio cuenta de la extrañeza moral y el calculado delirio que entraña el arte de la cartografía; por su belleza y brevedad, conviene transcribirlo completo:
“En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”.
Fragmento tomado del libro cuarto de los Viajes de varones prudentes de Suárez Miranda editado en Lérida en 1658 –y cuya autenticidad sólo los incrédulos y los zafios se atreven a poner en duda– la delicadeza del argumento conmueve no sólo porque la creación de mapas para representar el territorio constituye un hito cósmico por parte de la especie, dando pie al noble arte de la cartografía, sino también porque los mapas utilizados en obras de ficción han funcionado como un dispositivo literario formidable para dotar de verosimilud a las tramas de los relatos de literatura, nombrando y descubriendo tierras imposibles, como las consignadas por Alberto Manguel y Gianni Guadalupi en The Dictionary of Imaginary Places (donde no aparecen –porca miseria– ni la Comala de Rulfo ni la Santa María de Onetti) y que el historiador Roger Chartier (1945) explora en un ensayo tan luminoso como fecundo publicado por Ampersand en su colección Fuera de serie, cuyo nombre hace justicia –así como la traducción, a cargo de Horacio Pons– a una obra como ésta.
Libro centrado en obras europeas escritas durante los siglos XVI y XVIII, en sus páginas delicadamente ilustradas aparecen las cartografías imaginarias del libros como Don Quijote, Los Viajes de Gulliver, Robinson Crusoe o la Utopía de Tomás Moro, entre otros.
En ocasión de esta pequeña brújula imantada por los hechizos de la gran literatura, Perfil dialogó con uno de los máximos especialistas en la historia del libro y la lectura, autor de obras como Entre poder y placer, Sociedad y escritura en la Época Moderna, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna, El orden de los libros: lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII, Escuchar a los muertos con los ojos o Lectura y pandemia.
Con la cabeza puesta en los esfuerzos de Galileo Galilei decidido a determinar la ubicación, figura y tamaño del Infierno de Dante y teniendo presente el famoso grabado anónimo del siglo XVI titulado ‘Fool’s Cap Map of the World’ –que representa el planisferio del mundo en la cara sin rostro de un idiota– esta entrevista se realizó por escrito al amparo de la noche tropical de Nueva Delhi.
—¿Por qué se propuso usted trazar una genealogía de los mapas fantásticos en los relatos de ficción? ¿De qué otra manera no genealógica cree que podría analizarse la cartografía imaginaria?
—Mi investigación empezó con un mapa que no tiene nada de fantástico. La encontré en un ejemplar de una edición de Don Quijote publicada en Madrid en 1780. Se encuentra en la biblioteca de la Universidad de Pensylvania en Filadelfia, donde trabajo como profesor durante una parte del año. A partir de un mapa de España que cuenta con todo el crédito científico deseable, son trazados los itinerarios de las tres “salidas” de don Quijote. Antes de esta edición que le comento, nunca antes un mapa había sido insertado en el Quijote. ¿Cuáles fueron los efectos sobre el lector? ¿Cómo se modificaba su comprensión de la historia escrita por Cervantes cuando se emplazaban sobre un territorio bien conocido las itinerancias de un hidalgo de ficción? Para entenderlo me pareció menester confrontar los mapas del Quijote con mapas anteriores, publicados en algunos textos de ficción en Francia, en Inglaterra o en Italia. A partir de ahí, pude examinar la construcción de genealogías que empiezan en Francia con la Carte de Tendre (1654) o que terminan en Inglaterra con los mapas de los Viajes de Gulliver (1726). La perspectiva genealógica permite reconstruir la cadena histórica de las lecturas, préstamos, imitaciones y apropiaciones. Es una modalidad particular de historia textual conectada.
—Son muchos los autores que han levantado topografías imaginarias, lugares de la ficción que, bien narrados, son más reales que el mundo real. ¿Cuáles de esos lugares inventados por la literatura le resultan más entrañables en su vida como lector? Uno pensaría, conociendo sus devociones bibliográficas, que muy probablemente sean los imaginados por Miguel de Cervantes.
—En mi opinión, lo más interesante no consta en las topografías imaginarias, sino en la presencia de mapas de territorios reales en obras de ficción: la España del Quijote, las islas en Gulliver, el planisferio en Robinson Crusoe, los fragmentos de continentes en las ilustraciones de Orlando furioso. Los mapas que remiten a una realidad geográfica son uno de los recursos manejados para, como lo escribió Borges, “confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro”. Los mapas se añaden a las “magias” de la fábula. Es verdad que, en el caso francés del siglo XVII, no se trata de un territorio real el que representar los mapas de la “Carte de Tendre” o los mapas del “Reino de Amor” o incluso del “Reino de la Coquetería”, puesto que no representan un territorio real. En este caso fue la apropiación de los códigos y del léxico de la cartografía lo que me interesó. Se podría decir lo mismo en cuanto a la presencia de mapas en las utopías o distopías (Tomás Moro o Mundus alter et idem de Joseph Hall), en las obras místicas (Subida del Monte Carmelo de Juan de la Cruz) o en los textos polémicos (El País del Jansenismo en la Francia del siglo XVII).
—En una de sus célebres propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino cita un verso del Purgatorio (XVII, 25) que dice: “Poi piovve dentro a l’alta fantasia” [Llovió después en la alta fantasía], que él parafrasea diciendo “la fantasía es un lugar en el que llueve”. Tomando esto en consideración ¿cómo cree que se forma un lugar imaginario de una época en que la literatura se encuentra subsumida al discurso audiovisual? Me refiero, por decir algo, a que la Tierra Media de El señor de los anillos se conoce mejor por las versiones de Peter Jackson que por las descripciones verbales de J.R.R. Tolkien.
—El problema que me ocupa en este libro es la relación entre las imágenes (en este caso, los mapas) y el texto que acompañan. Durante mucho tiempo, esta relación fue pensada como una equivalencia: los textos ilustran y las imágenes narran. Es una de las razones por las cuales la mayoría de las novelas de los siglos XVI o XVII fueron publicadas sin mapas o ni siquiera con ilustraciones. Desde otra perspectiva, a partir del siglo XVIII, se consideró que la imagen podía mostrar lo que el discurso escrito no puede enunciar; por ejemplo la simultaneidad de las acciones o la sincronía de eventos sucesivos. Se trata de un suplemento, no de una equivalencia. La imagen se aleja o se libera de la narración y propone al lector significados que el texto no enuncia. Los posibles efectos sobre los lectores escapan a los discursos y solicitan un imaginario totalmente ausente o bien solamente latente en el texto mismo. Esta relación encuentra una forma paroxística en el caso de la separación entre el discurso y su traducción icónica. El suplemento se vuelve sustituto y hace olvidar el texto mismo: es el caso con la “epic fantasy” de nuestro tiempo. Ese fue el caso con Don Quijote, cuando las figuras de los protagonistas (don Quijote, Sancho, Rocinante) o de algunos episodios (el combate contra los molinos de viento) hicieron conocer la historia a “lectores” que nunca la habían leído.
—Las ilustraciones que acompañan su libro vuelven al ejemplar un gabinete de curiosidades en sí mismo, a la manera de una pequeña cámara de maravillas portátil. ¿Qué puede decirnos sobre ese tipo de obras, y sobre todo, sobre la edición de su libro en castellano?
—Las reproducciones de los mapas eran indispensables para la comprensión de su relación con el texto de las obras que ilustran. Las dos ediciones de mi libro (en francés por las Ediciones del Collège de France y en español por Ampersand, quien por cierto ha construido un magnífico catálogo de libros sobre los libros) son preciosas y espero que los ojos viajeros de sus lectores las disfruten.
—Luego de leer su libro, uno creería que es muy grande la deuda de la cartografía con la literatura. ¿Está de acuerdo?
—En varios momentos del libro hago hincapié en las dificultades planteadas por la introducción de mapas en los libros entre los siglos XVI y XVIII. Deben estar impresos con una prensa particular, en un taller que no es el taller de la imprenta del texto, ya que los grabados de cobre no pueden estar puestos en la composición tipográfica. Aumenta así el costo de la impresión y el precio del libro. Tampoco era fácil introducir mapas en un libro impreso. Debía ocupar una página entera o aparecer como un frontispicio o bien como un “hors-texte” insertado en el libro mismo y que el lector podía desplegar. Más allá de esto, la idea según la cual las palabras de un texto tienen la capacidad de producir imágenes mentales en la lectura hizo parecer inútiles a los mapas en su momento. Es a partir del siglo XIX, con las nuevas técnicas de la imprenta, que se generalizará la presencia de los mapas en las ficciones (particularmente entre los libros destinados a los jóvenes lectores). Anteriormente, los mapas son más bien raros y las obras consignadas en mi libro deben considerarse como excepciones.
—¿Qué diferencias –pero sobre todo semejanzas– generales encuentra usted entre las cartografías literarias entre los libros que analiza en su libro?
—Los mapas incluidos en los textos ingleses (desde la Utopía de Tomás Moro hasta Gulliver y Robinson Crusoe) muestran los viajes de un viajero singular, presentado como un individuo bien real. Producen efectos de realidad que dan crédito a la ficción, borran la frontera entre el mundo del texto y los conocimientos o experiencias de los lectores, generando la suspensión de la incredulidad. Por otro lado, participan con sus imposibilidades o inverosimilitudes de los mecanismos que, irónicamente, desbaratan la autenticidad proclamada por el texto. Es esta contradicción sutil y divertida la que incitó a introducir mapas en obras utópicas, satíricas o morales. Por su parte, en los textos franceses el proyecto fue diferente y ubicó los mapas en un registro alegórico que no confunde a la fábula con la realidad. Propone equivalencias entre lugares y sentimientos, topografía y afectos, itinerarios cartográficos y viajes espirituales o sentimentales.
—¿Tiene usted predilección por las cartografías surgidas de España, Francia o Inglaterra?
—Como historiador, siempre intenté imaginar cuál era la interpretación que los lectores de los siglos XVI, XVII y XVIII, en diferentes contextos sociales o nacionales, podían haber hecho de lo que leían y miraban. Se trata de un ejercicio difícil, amenazado por el peligro del anacronismo. ¿Es legitimo de descifrar el mapa de “Tendre” insertado en la novela Clélie publicada en 1654 como un “viaje óptico” guiado por las figuras geométricas (círculos, elipses, conos), o como la representación del corazón humano o del cuerpo femenino? ¿Debemos pensar que esas “lecturas” del mapa, propuestas por interpretaciones críticas contemporáneas, fueron también interpretaciones posibles para los lectores del siglo XVII? ¿O más bien, que son anacrónicas y arbitrarias? Esas preguntas lanzan un desafío difícil para una aproximación histórica. Es la tensión entre apropiaciones documentadas y sentidos inconscientes la que me interesa, inclusive si la prudencia propia oficio del historiador me hace preferir las primeras.
—¿Por cree usted que ha sido tan fecunda la relación entre la novela europea y la cartografía imaginaria?
—Como escribe Franco Moretti, la geografía literaria puede tener dos objetos diferentes. El primero es ubicar las obras en la geografía de su producción y circulación. Esta perspectiva lleva a elaborar una cartografía de sus ediciones, traducciones y presencias en las colecciones privadas y las bibliotecas. El segundo objetivo se focaliza sobre la geografía interna de las obras, los lugares de las intrigas, los viajes e itinerancias de los personajes. En ambos casos, es posible o necesaria una cartografía, pero una cartografía construida en el presente del análisis. Lo que me había llamado la atención era una realidad diferente, histórica: la presencia de mapas en las ediciones de obras de ficción (novelas, sátiras, utopías) ya sea en sus primeras ediciones o bien mucho tiempo después de su publicación (es el caso del Quijote). Es con la vinculación entre estas tres cartografías (la de la circulación de los libros, la de los espacios internos de las ficciones y la de los mapas presentes en las ediciones antiguas) que podemos entender la relación entre la novela europea y la geografía en lo referido, tanto a la edición como en los imaginarios.
—¿Qué mapas fantásticos de la antigüedad literaria se encuentran entre sus predilectos?
—Me encantan los fragmentos de mapas que el editor veneciano Valgrisi introdujo en su edición del Orlando furioso en 1556. Sobre algunos de los grabados que ilustran los cantos del poema aparecen partes de mapas geográficos. En algunos casos, el lector debe seguir la imagen de abajo hacia arriba como si viajara con el héroe: Rodamonte bajando por el curso del Ródano antes de embarcarse para África o Rinaldo viajando río abajo por el Po hasta Ostia. En un cierto sentido, la composición iconográfica hace que el lector “entre” en el mapa.