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miércoles, 10 de diciembre de 2014

Una noria

Mario Grande
El viernes 28 de noviembre pasado, el escritor y traductor español Mario Grande publicó el siguiente artículo en El Trujamán. 

Traducción y censura: modalidades
Si aceptamos que censurar es imponer supresiones o cambios en el texto, la nómina de traducciones censuradas es larga, y su tipología, diversa. Incluiría, de entrada, el grado máximo de supresión, aquellos textos que el difuso poder censor decide que no deben traducirse o, una vez traducidos, leerse. Es el caso de la Biblia en España hasta que Carlos III levantó la prohibición en 1789 y George Borrow pudo ver a los pocos años en las calles de Aranjuez corros de analfabetos ávidos de escuchar las historias del Antiguo Testamento.
El daño infligido por esta forma de censura es incalculable. Es el pozo sin fondo de las traducciones condenadas a la no-existencia, como buena parte de la literatura escrita por mujeres o en los pueblos antaño colonizados. El idolatrado «canon» literario tiene uno de sus basamentos en esta muda y clamorosa ausencia, que también forma parte de la realidad, sesgándola, deformándola.
Supresiones propiamente dichas las hay muy famosas. Entre ellas, la traducción al inglés de Le deuxième sexe (1949) de Simone de Beauvoir, perpetrada en 1952 por Howard Parshley. Las supresiones, fruto de la ideología patriarcal y misógina del traductor, fueron de tal calibre que desvirtuaron el pensamiento de la filósofa francesa y provocaron serios malentendidos entre feministas de ambos lados del Atlántico. No es casual que la crítica de la traducción de Parshley haya procedido de medios feministas, como ha puesto de relieve Olga Castro. Han tenido que pasar casi sesenta años para poder contar con una traducción aceptable al inglés.
Otro ejemplo llamativo es el de la obra poética de Ausiàs March. Publicada en 1539, ochenta años después de su muerte, bien que incompleta, no fue traducida por Jorge de Montemayor hasta 1579. La traducción excluyó lastornades de los poemas porque las senyals que celaban los nombres de las damas ofendían el buen gusto inquisitorial. Debían de resultar demasiado promiscua, explícita y carnal la expresión de los sentimientos del gran poeta. El daño de aquella censura también fue incalculable: cerró la vía a una singular expresión literaria de la búsqueda del amor, superadora de la sequedad de los cancioneros, las convenciones poéticas del amor cortés y la imitación de Petrarca. Hubo que esperar al siglo xx para que su obra fuera traducida sin cortes.
Al traducir Sakuntala al inglés, William Jones aligeró el texto de toda alusión al sudor, que hería la sensibilidad victoriana. Lo malo es que en el original el sudor no aludía a esfuerzo ni a higiene, sino a excitación sexual, con lo que el texto perdía un referente cultural considerable. Sweat quedaba restringido a los animales, para las mujeres se empleaba glow. Algo semejante sucedió con la traducción y adaptación de los versos de Omar Khayyam al inglés, considerada necesaria para otorgarles la belleza de la que, supuestamente, carecían en la lengua original, el persa. Ya lo había dicho Montesquieu: «¿Cómo se puede ser persa?»
Del mismo modo, en época medieval los textos de procedencia oriental se incorporaron al ruso antiguo a través de traducciones al latín, el griego y el eslavónico, en las que Alejandro Magno o Buda aparecen transmutados en santos cristianos por obra y gracia del filtro purificador de las lenguas cultas.
Aminata Traoré, exministra de Cultura de Mali, acuñó el término «violación del imaginario» para el fenómeno colonial cuya resultante es «la imagen de uno y de su lugar en el mundo construida conforme a deseos y discursos ajenos». Aplicado desde hace siglos mediante la traducción autoritaria de toponimia y panteón allí donde llegaban los conquistadores europeos. En el caso de los albores del México colonial, Bernardino de Sahagún justificaba la imposición porque sus habitantes vivían «en el error» y era preciso combatir el «delito de paliación de la idolatría». Por eso dioses y templos hubieron de ceder ante el oportuno hallazgo de nuevas devociones en el mismo sitio.               
No es agua pasada, sino una noria. Cada texto censurado habrá que volverlo a traducir.

jueves, 19 de diciembre de 2013

El silencio forzado de las lenguas colonizadas

El muy experimentado traductor español Mario Grande publicó la siguiente columna en El Trujamán del 18 de diciembre pasado.

Traducciones vitaminadas

Los contactos entre lenguas, como parte de procesos de transferencia cultural, han sido históricamente desiguales: en unas ocasiones ha habido intercambio, en otras se ha impuesto una dinámica de dominación/resistencia. Ejemplo de lo primero es el vasto y fecundo movimiento renacentista de traducción-imitación del latín y el italiano en castellano (Garcilaso, Fray Luis) y catalán (Bernat Metge). De lo segundo: los ejemplares de literatura aljamiado-morisca ocultados antes de la expulsión decretada en 1609 y sacados a la luz muchos años después, con ocasión de obras en casas antiguas del valle del Jalón, donde estaban «emparedados». Es el caso del manuscrito de La doncella Carcayona, salvado del fuego en Almonacid de la Sierra a finales del siglo xix tras siglos de emparedamiento.

Así ocurrió también con las lenguas de los imperios coloniales:

Los Inkas no conocían papel, escritura; cuando el tataycha quería darles papel, ellos rechazaron; porque se enviaban noticias no en papeles, sino en hilos de vicuña; para malas noticias eran hilos negros; para buenas noticias eran hilos blancos. Estos hilos eran como libros, pero los españas no querían que existiesen y le habían dado al Inka un papel:
 —Este papel habla —diciendo.
—¿Dónde está que habla? Sonseras; quieren engañarme.
 Y había botado el papel al suelo. El Inka no entendía de papeles.
 (Gregorio Condori Mamani, Autobiografía, Cusco, 1982; edición bilingüe y traducción del quechua: Ricardo Valderrama y Carmen Escalante).

El silencio forzado de las lenguas colonizadas por el inglés, el francés, el portugués o el castellano adoptó diversas formas: muchos textos quedaron sin traducir a estas lenguas o fueron destruidos y los que se tradujeron experimentaron muchas veces toda suerte de injertos, supresiones y aclaraciones para adaptarlos al gusto imperial. En sentido inverso, hubo un aluvión de traducciones de textos catequéticos a las lenguas colonizadas.

Este tipo de traducción, distinto del practicado por los humanistas con respecto a la Antigüedad clásica, ha sido muy cuestionado desde la segunda mitad del siglo xx. Tanto por los escritores como por los traductores. Entre los escritores de las antiguas colonias se ha pasado de la mera resistencia al multilingüismo, hibridizando el texto, poniendo en cuestión la distinción jerárquica entre original y copia. En cierta forma, estos autores no solo revisitan, como Chinua Achebe (1975) el personaje conradiano de Kurtz, sino que se autotraducen.

«Fui yo quien transcribió, en portugués visible, las cosas que aquí se dicen», afirma el traductor de Tizangara, narrador de El último vuelo del flamenco (2000), del mozambiqueño Mia Couto (traducido por Mario Merlino). En «A viagem da cozinheira lagrimosa» (Contos do Nascer da Terra, 1997), las lágrimas de la negra Felizminha en los platos que cocina dan nueva vida al sargento colonial Antunes Correia, «mutilado de guerra e incapacitado de paz», en una bella metáfora de la inviabilidad de que una sola lengua abarque y unifique toda la experiencia humana. Sus obras suelen ir acompañadas de un glosario de voces propias de Mozambique. O el nigeriano Ken Saro-Wiwa y su opción por el «rotten English» en Sozaboy(1985), basado en el pidgin nigeriano, más sencillo, práctico, cercano y unificador que el inglés. El martiniqués Patrick Chamoiseau (Biblique des derniers gestes, 2002) refleja la identidad criolla de las Américas y su lenguaje es un precipitado del francés de los colonos del siglo xvii y sus propios acrolecto y basilecto criollos, que desbordan cualquier diccionario, incluso especializado, por los arduos problemas de traducción que plantea. Y en español tenemos la obra del mexicano Carlos Fuentes, brillante expresión de mestizaje.

Traducir a estos autores plantea problemas nuevos. El traductor brasileño Haroldo de Campos y el profesor George Steiner podrían discutir eternamente sobre si la traducción de sus textos exige su canibalización o más bien su penetración. Tal vez pueda ser útil rescatar, como T. S. Eliot en el título de la última sección de La tierra baldía, la noción de anuvad, en sánscrito ‘traducción’, en el sentido de «decir después, repetir, explicar».


miércoles, 4 de diciembre de 2013

¿Quién traduce los lenguajes ficticios?

El traductor español Mario Grande (quien con Mercedes Fernández Cuesta formó un tándem de traductores activo desde 1998) publicó la siguiente columna en El Trujamán del jueves 28 de noviembre pasado.

Lenguajes ficticios y traducción: caminos insospechados

Los lenguajes ficticios ocupan un lugar peculiar en libros, cómics, películas y videojuegos. No solo por su función narrativa, sino también por cuestiones asociadas a la traducción. Su presencia suele vincularse a entornos utópicos/distópicos, mundos mágicos, el espacio exterior. En ellos se hablan, se escriben, se leen y se escuchan, entre otros, la neolengua de Orwell (1984), el sindarin de Tolkien (El Señor de los Anillos) y el klingon de Marc Okrand (Star Trek), el nasdat de Burgess (La naranja mecánica) y el sildaviano de Hergé (El cetro de Ottokar), el na’vi de Paul Frommer (Avatar), las siete lenguas mágicas en la saga de Harry Potter de J. K. Rowling, los cerca de ciento cuarenta idiomas de los episodios de La guerra de las galaxias, obra de multitud de creadores, o el valiriano de Juego de tronos, inspirado en las novelas de George R. R. Martin. De algunos lenguajes ficticios solo se tiene vaga noticia o se conocen unas pocas palabras, en tanto que otros se nos presentan con un notable desarrollo histórico, social y gramatical: léxico, alfabeto, morfología y sintaxis, incluso cierta literatura. Los lenguajes ficticios pueden inspirarse en lenguas conocidas —identificándose con ellas, como la neolengua y el inglés de mediados del siglo xx— de las que extraen cualidades que refuerzan su función narrativa. Rasgo común a todos ellos es su potencia comunicadora anterior a la traducción. Por ejemplo, de la neolengua sabemos que es una lengua en continua reelaboración y reescritura (se está redactando la undécima edición del Diccionario) mediante la destrucción de palabras, procedimiento considerado por el Gran Hermano más útil que la traducción (tildada de falsificación) para lograr el objetivo de anular la facultad humana del lenguaje como expresión del pensamiento hacia el año 2050 (dos vueltas de tuerca al lenguaje de Houyhnhnms y Yahoos en la sátira de Swift). El lector difícilmente puede sustraerse al horror de una lengua sin pasado ni futuro. En otros casos, el recurso a lenguas célticas como el galés basta para revestir al relato de la Tierra Media de un expresivo manto de mítica antigüedad. El nadsat, que se sirve del ruso, funciona eficazmente como argot en plena guerra fría (como el fugaz runglish de Arthur Clarke en2001: una odisea del espacio). Lo mismo que el sildaviano, inspirado en el dialecto holandés de Bruselas), da cuenta de la «Anschluss» de Sildavia por Borduria. Otros lenguajes ficticios van derechos a provocar la emoción mediante la sonoridad, el tono, la frecuencia: el na’vi asociado con la inocencia, igual que el lenguaje de los ewoks (de tonalidad tibetana) o el hutés (de fonética quechua). Como si los lenguajes ficticios llegaran más profundamente. Y más allá de las fronteras del lenguaje humano, sirven de medio de comunicación entre humanos, no humanos y máquinas androides. Su máxima expresión sería C-3PO, el simpático robot dorado de La guerra de las galaxias capaz de traducir seis millones de idiomas (lo que le convertiría en patrono, honra y prez de los traductores electrónicos, siempre que no le extraigan la memoria artificial, claro).

La pregunta es: ¿quién traduce los lenguajes ficticios? Paradójicamente, esta labor no la efectúa el traductor, pues no ha tenido oportunidad de formarse en esos lenguajes. La traducción, cuando procede, (o, quizá mejor, una suerte de metatraducción dentro del texto en cuestión) recae en manos del autor, creador del lenguaje ficticio y único conocedor del mismo, a diferencia del mito de Babel. Al traductor le cabría intervenir en el caso de que fueran precisas adaptaciones. Alguien como Coetzee sugeriría que este tipo de lenguajes son una manifestación autoritaria por cuanto no son interactivos, sociales. Abogaría por el silencio. Alguien como Rushdie lo celebraría por lo que tiene de híbrido o ecléctico. Internet ha modificado los términos del debate, permitiendo la continuación del proceso de creación y traducción de estos idiomas ficticios colectivamente, transformando lo que quizá naciera con voluntad hermética de creación de la imagen del Otro Absoluto en acto de comunicación.