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miércoles, 26 de abril de 2023

Ariana Harwicz, harta por escrito

En un tiempo marcado por la cancelacion y la correccion politica, cuando muchos escritores se llaman a silencio para no perder lectores, la argentina Ariana Harwicz mete el dedo en la llaga con El ruido de una epoca, un libro de ensayos que a mas de uno le resultara irritante. De eso trata la nota publicada por Maximiliano Tomas en el diario La Nacion. el pasado 21 de abril.

Los hilos de Ariana

El primero que me habló sobre Ariana Harwicz fue el editor Juan González del Solar cuando en 2011 estaba por publicar su primera novela, Matate, amor, en la editorial española Lengua de Trapo. Cuando la conocí, en marzo de 2014 en un homenaje a Julio Cortázar en París, todavía no la había leído. Pero poco después se editó en la Argentina la novela La débil mental, que me dejó sin aliento. Y enseguida vino, en 2015, una continuación de aquel mundo inestable con la también breve y frenetica Precoz. Fue por eso que cuando me llamaron del diario El País de Madrid para que les ofreciera un nombre para un artículo que estaban armando sobre narrativa argentina no dudé: Ariana Harwicz, les dije.

No ha pasado tanto tiempo, pero han pasado demasiadas cosas desde entonces: Harwicz publicó otras ficciones (Degenerado), sus textos se han adaptado al teatro, sus tres primeros libros se reunieron con el título Trilogía de la pasión y supimos también que Matate, amor será llevada al cine por la productora de Martin Scorsese en 2024. Hoy, Harwicz es una de las autoras más leídas, traducidas y destacadas de nuestra literatura junto con Samanta Schweblin, Mariana Enriquez, Selva Almada y Dolores Reyes.

En pocos días, en sintonía con la Feria de Libro de Buenos Aires, la editorial Marciana publicará un libro suyo de no ficción llamado El ruido de una época: ensayos breves, reflexiones, imágenes, listas y aforismos donde esta escritora asume el deber de pensar a contracorriente. Desde el prólogo, advierte: “Si algún sentido tiene este libro, es el de afirmar la necesidad de la paradoja. No estoy siendo nada original, la paradoja es ir contra la opinión general, contra la lógica, es celebrar la contradicción. Cualquier pensador, cualquier crítico, cualquier artista afirmaba (antes) su retórica y su poética en la desobediencia”.

Algunos ejemplos concretos tomados del libro: “Lo políticamente correcto es la gangrena del arte en este siglo”. O: “Esta época lee mal porque lee desde la identidad”. También: “Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo”. Y por qué no: “La misión de la literatura no es separar al verdugo de su víctima o juzgar quién debe ser condenado a muerte, sino transgredir”.

Harwicz no evita las polémicas en redes sociales ni quita el cuerpo en las entrevistas periodísticas. No especula con la posibilidad de perder a sus lectores por decir lo que piensa. “Me han llamado al orden por no adecuar mi habla al uso actual. Me han dicho que lo que digo es violento, ofensivo, por el modo en que lo digo, es decir, que la lengua que hablo es la culpable de la ofensa. Me pregunto cómo hacer para señalar la violencia de quienes sí adaptaron su diccionario y su lengua a este tiempo, de quienes impugnan los usos de la lengua que no se adapta a su ideología”.

Los congresos de escritores son una de sus bestias negras favoritas: “En los festivales de literatura importa mucho más dar cuenta de ser ecologista, anticapitalista, vegano, antirracista y proinmigración e inclusión, que la obra, que las reflexiones que puedan tener los autores invitados sobre la literatura. Es casi como si los autores fuésemos invitados a los festivales literarios a lavar dinero, o la conciencia”.

En un círculo literario con escritores que no escriben y talleristas que hablan del campo popular y cobran sus clases en dólares, Harwicz propone volver a separar al autor de su obra, y a la obra de toda moral. Como ella recuerda que escribió Arthur Rimbaud: “El arte es la pérdida de la moralidad, la literatura no tiene que tener la finalidad de hacernos mejores personas”. Desde la muerte de Fogwill nadie ha sabido ocupar el lugar del que dice las cosas incorrectas en el momento oportuno. Harwicz, con este libro, parece postularse para esa tarea.

viernes, 18 de octubre de 2013

Discutir los destinos de la lengua

La siguiente columna, firmada por Maximiliano Tomas (foto), se publicó ayer en el diario La Nación, de Buenos Aires. La referencia al “día peronista” –aclaración para los lectores extranjeros– se relaciona con que el 17 de octubre de 1945 los peronistas conmemoran la irrupción de los sectores populares en el Centro de la ciudad para manifestarse ante el encarcelamiento de Juan Domingo Perón en la isla Martín García.  

Aldous Huxley, la traducción
y la soberanía idiomática

¿Hoy es un día peronista, no? Y nosotros hablando una vez más de libros y literatura. ¿Hasta cuándo nos ocuparemos de estos temas ociosos? Ya llegan las elecciones legislativas, ya se desparraman las últimas chicanas y nosotros acá, hablando de cuentos y novelas, en lugar de proponer sesudos análisis de la actualidad. ¿Será porque no imaginamos un mundo sin libros y sí uno sin partidos políticos? En fin, seguro que cuando llegue el día del juicio final nos agarrará anarquistas y distraídos, hablando de ficciones. Así somos.

Aunque quien piense que la literatura (y la lengua) es un terreno de sosiego, exento de cualquier tipo de disputas, está equivocado. Más bien, todo lo contrario. Miren ustedes sino, por ejemplo, las recientes controversias sobre traducción (las traducciones: esa batalla permanente por el sentido): desde hace un buen tiempo escritores, editores y lectores vienen quejándose de las versiones literarias importadas desde España. Si a ese malestar le sumamos la crisis europea, la ventaja de los precios comparativos y ciertos planes de subsidios, volver a traducir en la Argentina no solo se constituyó en una situación deseable sino, incluso, como un negocio rentable. Que hayan aparecido, en un mismo mes, libros de Alfred Hayes, Aldous Huxley y Jack Kerouac traducidos al castellano rioplatense por Martín Schifino, Matías Serra Bradford y Pablo Gianera no puede ser una casualidad. Y no lo es. Hay muchos más traductores argentinos de primer nivel que han visto cómo los encargos volvían a llegar: Marcelo Cohen, Carlos Gardini, Laura Wittner, Jorge Fondebrider, Gonzalo Aguilar y Guillermo Piro son solo algunos de ellos.

Es por eso que los traductores argentinos creen que es el momento propicio para reclamar un nuevo marco legal para su oficio. Hasta ahora, los traductores literarios están regidos por la Ley de Propiedad Intelectual 11.723, sancionada hace unos 80 años. A diferencia de lo que sucede en otros países, cobran un honorario fijo por única vez, más allá de la suerte comercial que corra el libro que tradujeron. Ese es uno de los puntos que busca cambiar el nuevo proyecto de ley, que también propone modificar otra serie de asuntos, y hasta crear un premio a la traducción (como también existe en otras partes del mundo, donde el oficio tiene la misma consideración que la del autor de ficciones, cuando no más).

Y no es la única discusión planteada en los últimos tiempos sobre la lengua. Hace un mes se difundió una solicitada que lleva la firma de decenas de escritores e intelectuales, y que en reclamo de una "soberanía idiomática" propone la creación en la Argentina de foros de debates específicos y de un Instituto Borges (en oposición al Instituto Cervantes español). Dice el documento, en algunos pasajes, en referencia a la lengua como capital económico, político y simbólico: "El 90 por ciento del idioma español se habla en América, pero ese 90 acata, con más o menos resistencia, las directivas que se articulan en España, donde lo habla menos del 10 por ciento restante. Estos números bastan para comprender el interés en discutir los destinos de la lengua: sus usos, su comercialización, su forma de ser enseñada en el mundo (...) La idea de un 'castellano neutro', usada en los medios de comunicación y en algunos tramos de la legislación, termina situando una variedad -en general la culta de las ciudades- en ese lugar sin comprender su propia condición relativa y arbitraria. En la oralidad borra las diferencias regionales y en la escritura funciona como llamado a un aplanamiento de la capacidad expresiva en nombre de la comunicación instrumental".

El campo cultural, como se ve, dista de ser un lugar tranquilo. Pero dejemos por ahora estas batallas, que sirven como muestra, y prometen actualizaciones permanentes (el español es en la actualidad la segunda lengua del mundo por número de hablantes, y el segundo idioma de comunicación internacional). ¿Podemos volver a la literatura? Podemos. Y a Aldous Huxley, cuya mención quedó suelta por allá arriba. Hace algunos años apareció un libro de ensayos del autor de Contrapunto y Un mundo feliz, que llevaba el título Si mi biblioteca ardiera esta noche y que demostraba, por si hiciera falta, que Huxley podía pensar de manera interesante sobre casi cualquier cosa: literatura, artes, música y también drogas. El artículo que le daba nombre al volumen era un ensayo donde Huxley imaginaba una situación desastrosa (el supuesto incendio de su biblioteca), y cuáles serían, en ese caso, los primeros libros que repondría en sus estantes: "El fuego, los amigos y las mudanzas nunca podrán despojarlo a uno de nada que no pueda, como los hijos, camellos y mulas de Job, reemplazarse en su completa medida". Cuando el inglés escribía esto no podía imaginar que diez años después, el 12 de mayo de 1961, su casa de Los Angeles se incendiaría, reduciendo a cenizas su biblioteca pero también sus cartas y hasta algunos manuscritos.

Ahora, a cinco décadas de su muerte, Edhasa distribuye parte de la obra menos difundida del inglés, sus narraciones breves. Cuentos selectos es una antología reciente de ocho relatos, muchos de ellos ambientados en Italia y escritos entre los veintiocho y los treinta y dos años. Si bien el estilo narrativo es convencional, y en general se trata de cuentos realistas (no hay aquí distopías ni misticismo), el volumen contiene al menos tres pequeñas joyas del género: "Túneles verdes", "Monjas a la mesa" (un cuento cuya trama se interroga a la vez acerca de cómo escribir un cuento) y "El pequeño mexicano". En 2004, Edhasa había publicado juntos Un mundo feliz y Nueva visita a un mundo feliz, en versiones españolas de Ramón Hernández y Miguel de Hernani. Algunos años después, para los ensayos y los cuentos, dejó la selección, la traducción y el prólogo en manos de Serra Bradford. En la guerra por la lengua (por la imposición de una lengua o de varias, sobre otras) ya hay algunas batallas en las que ganaron los buenos. Los lectores, los primeros agradecidos.

lunes, 20 de mayo de 2013

Un dedo en una de las posibles llagas


La siguiente columna de opinión, firmada por el periodista Maximiliano Tomas, apareció el jueves 15 de mayo pasado, en el diario La Nación, de la Argentina. En sintonía con los últimas entradas de este blog, plantea el papel de las pequeñas editoriales en la formación del gusto de los nuevos lectores, así como el lugar que les corresponde a estos sellos respecto de las grandes multinacionales del libro. Más allá de la columna en sí, se recomienda seguir el link (http://www.lanacion.com.ar/1582481-cuantos-lectores-tiene-la-literatura-argentina-actual) y leer lo comentarios de los lectores.

¿Cuántos lectores tiene
la literatura argentina actual?

Terminó una nueva Feria del Libro de Buenos Aires y, como siempre, los números suenan abrumadores: más de un millón cien mil visitantes y un aumento en las ventas de entre un diez y un treinta por ciento, de acuerdo a la información recogida en algunos stands. Pero si uno no quiere pasar por ingenuo o pecar de un exceso de optimismo (y sobre todo si intenta sacar algunas conclusiones sobre las preferencias del público en materia literaria), hay que mirar un poco más en detalle. Por ejemplo: ¿cuáles fueron los cinco títulos más consultados por el público? Hush hush, de Becca Fitzpatrick; Los juegos del hambre, de Suzanne Collins; Ciudad de cristal - Cazadores de sombras, de Cassandra Clare; Juego de tronos, de George Martin; y Caballo de fuego, de Florencia Bonelli. Es decir, fenómenos de venta que poca o ninguna relación tienen con la literatura. Nada de qué quejarse, ya que el mismo nombre lo está señalando: se trata de la Feria del Libro y no de un festival literario. Lo que la Feria viene a demostrar, en todo caso, es que los caminos de la industria editorial de masas y la producción y el consumo de literatura argentina contemporánea (de la literatura "de verdad", es decir, de la "ficción literaria" o la llamada "literatura alta") se han distanciado para siempre.

No hay ejemplo más concreto de esta fractura entre los gustos del consumidor esporádico o recreativo y los lectores habituales de literatura que los resultados de los dos galardones que se entregan durante la Feria: mientras el Premio de la Crítica fue para la obra poética de Tamara Kamenszain, el Premio del Público (en el que votaron unas diez mil personas) se lo llevó la nueva novela de Alejandro Dolina. "Las lógicas del canon y la lógica del mercado muchas veces se contraponen. Y un suceso de mercado y un suceso de crítica son muchas veces enemigos", escribió el crítico Daniel Link en su libro Cómo se lee. En el mismo sentido, la ensayista Beatriz Sarlo decía en Escenas de la vida posmoderna: "Inevitablemente, el mercado introduce criterios cuantitativos de valoración que contradicen con frecuencia el arbitraje estético de los críticos y las opiniones de los artistas. La idea misma de popularidad no podía ser sino examinada con desconfianza ya que sobre ella se erige la contradicción que está instalada en el corazón mismo de la democracia". Si no se puede decir que esta situación sea novedosa (los gustos del público masivo por un lado, los de los lectores especializados por el otro), hasta hace algunos años parecían existir vasos comunicantes entre ambos grupos. Lazos que parecen haber estallado sin posibilidad de reconstrucción.

Este alejamiento está directamente relacionado con las políticas que las grandes empresas editoras desarrollaron a partir de la década del 90. En 2003 y en el mismo libro, Link narra cómo fue que la adquisición de la mayoría de los sellos argentinos por parte de los grandes grupos transnacionales produjo una transferencia de bienes simbólicos que afectó tanto al mapa editorial como al campo literario: "Los catálogos editoriales ya no están armados de acuerdo con una ideología de la lectura y de la escritura, sino de acuerdo con los criterios de los expertos en mercadotecnia, los publicistas y otras plagas del siglo pasado, lo que condena a la caducidad todo lo que se publicó ayer". Pero al mismo tiempo que Link escribía (y él no podía saberlo), es decir hace ya diez años, surgía en la Argentina de la poscrisis (y en buena medida por ella) un heterogéneo conjunto de editoriales independientes. Fueron esos sellos los que terminaron marcando el pulso de la producción literaria local, y editaron lo mejor que pudo leerse en materia de ficción y ensayo durante la última década.

Lo que se dio entonces fue una atomización del mercado editorial. Y mientras los grupos se dedicaron a la búsqueda de una mayor rentabilidad con títulos de rápido consumo y corta vida, las apuestas literarias quedaron casi exclusivamente en manos de estos nuevos sellos. A la existencia de catálogos como los de Adriana Hidalgo, Beatriz Viterbo y Paradiso se sumó una larga lista de editoriales pequeñas como Interzona, Entropía, Caja Negra, Eterna Cadencia, Santiago Arcos, La Bestia Equilátera, Mardulce, Tamarisco y Pánico el Pánico (entre muchas otras) que durante diez años descubrieron y difundieron a casi todos los nuevos escritores argentinos. La jugada no salió mal, y hoy pueden agregar a sus catálogos a algunos nombres consagrados, e incluso exportar libros al mercado europeo. Por arriesgar una hipótesis: si en los 80 y 90 un lector habitual de literatura entraba a una librería buscando las tapas amarillas y grises de la colección Anagrama, hoy ese tipo de lector se guía por los diseños de tapa de cualquiera de estos pequeños sellos argentinos.

La pregunta fundamental, después de una década larga, es si todo este trabajo puede haber servido para crear un nuevo mercado de lectores. Se trata de un interrogante que todavía no tiene respuesta y frente al cual nadie logra ponerse de acuerdo. Algunos editores son escépticos y aseguran que los lectores de literatura argentina contemporánea son siempre los mismos: no más de tres mil. Otros, que tal vez lleguen a unos diez mil. Si hay que guiarse por las cifras de producción y ventas, no estarían tan equivocados. Por lo general los títulos de estos sellos venden entre doscientos y mil ejemplares. Si alguno llega a los dos mil, se puede hablar de un éxito. La novela El viento que arrasa, de Selva Almada, editada hace un año por Mardulce y protagonista de un fenómeno de circulación boca a boca extraordinario, está por alcanzar la inusual cifra de cinco mil ejemplares vendidos. Tal vez el caso de Almada esté diciendo algo acerca de la dimensión de esta probable nueva comunidad de lectores, formados a lo largo de una década en los catálogos de editoriales independientes. Quizá sean ellos (¿son muchos, son pocos?) los que estén manteniendo viva la literatura argentina actual.

martes, 16 de noviembre de 2010

¿Será cierto eso de que el que le roba a un ladrón, etc.?

Maximiliano Tomas es el director del suplemento de cultura del diario Perfil. En la edición del 14 de noviembre pasado, publicó una columna de opinión, en la cual pasa revista a la incautación de ejemplares piratas de libros de éxito, ocurrida la semana pasada en Buenos Aires y sus alrededores, hecho a partir del cual reflexiona sobre distintas cuestiones que hacen al mercado editorial.

El libro y sus cambios posibles

A la incertidumbre que genera en los actores de la industria editorial el avance (lento, pero sostenido) del libro electrónico, se suma ahora el desembarco masivo en la Argentina de la piratería. Hace una semana, por una denuncia de los grandes grupos (Planeta, Sudamericana, Santillana y Urano), la Gendarmería Nacional incautó, en seis allanamientos, unos 130 mil ejemplares valuados, según declaraba un comunicado, en 11 millones de pesos. La lista de los títulos ilegales encontrados incluía ejemplares de Ari Paluch, Luis Majul, Felipe Pigna, Isabel Allende, Paulo Coelho, Bernardo Stamateas y Stephanie Meyer, entre otros, y es reveladora en varios sentidos. Para empezar, demuestra que una práctica extendida en buena parte de América latina (la revista Etiqueta Negra publicó hace un tiempo un largo artículo de Daniel Alarcón donde se mostraba que en Perú la industria del libro es, básicamente, ilegal, y que supera varias veces el volumen del negocio oficial) ya ha llegado a la Argentina. Y también evidencia que son esos autores y esos títulos (libros de autoayuda, de investigación periodística y de divulgación histórica), al ser los elegidos para fabricar copias piratas, los que sostienen con sus ventas toda la industria, incluidos los pocos libros que, para cualquier lector de paladar más o menos refinado, vale la pena comprar y leer.

¿Cuáles serán los motivos para que la piratería (territorio hasta ahora exclusivo de la música y el cine) haya llegado finalmente a los libros? No debe existir uno solo, pero pueden esbozarse algunos más o menos evidentes. Sabemos desde hace tiempo que el objeto libro ha perdido, salvo para los fetichistas, su aura, y que se produce y consume como cualquier otra mercadería. Fabricado en serie, sin que existan casi filtros rectores (¿y dónde están los editores?), actualmente se imprime y encuaderna casi cualquier cosa: desde dietas y recetas de cocina hasta los delirios autobiográficos de las celebridades de tercera categoría. ¿Por qué? Porque los márgenes de rentabilidad son los que mandan, y porque producir libros sigue siendo relativamente sencillo y barato. Otra variable es que el libro, como producto final, deja hoy bastante que desear: al ahorrar costos en diseño, en impresión, en papel y cartulina de tapa, los resultados son cada vez menos atractivos, y las diferencias entre original y copia se vuelven relativas. Y, finalmente, está el factor precio: por algún extraño motivo, en los últimos tres años el costo al público se ha duplicado y hasta triplicado (hoy es difícil encontrar títulos por debajo de la barrera de los 60 pesos), convirtiendo al libro casi en un objeto suntuario.

Suele decirse que por cada depósito de mercadería ilegal encontrada existen otras tantas que permanecen a salvo. ¿Qué hará la industria editorial para frenar el avance de la piratería? Tal vez invertir en valor agregado, es decir, en fabricar mejores libros (con material más noble, como hicieron en su momento las discográficas), sea una alternativa. Editar menos lectura reciclable y apostar por títulos de calidad podría ser otra. Pero lo principal será discutir una política de precios. O los libros vuelven a estar en línea con el poder adquisitivo de la sociedad, o las editoriales deberán, como en España, diseñar colecciones de bolsillo donde ofrecer los mismos títulos a la mitad de precio. De otra manera, será la misma industria la que terminará por cavarse su propia tumba.