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martes, 3 de octubre de 2023

Un diálogo con Roger Chartier sobre cartografías

El pasado 1 de octubre, Rafael Toriz publicó en el diario Perfil, de Buenos Aires, la siguiente entrevista con Roger Chartier, gran especialista francés en historia del libro y la lectura, a propósito de Cartografías imaginarias, libro que acaba de ser publicado por Ampersand..

El viaje alucinado

En un relato insólito y perfecto –a la manera de un relámpago en el alba– Jorge Luis Borges dio cuenta de la extrañeza moral y el calculado delirio que entraña el arte de la cartografía; por su belleza y brevedad, conviene transcribirlo completo: 

“En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas”. 

Fragmento tomado del libro cuarto de los Viajes de varones prudentes de Suárez Miranda editado en Lérida en 1658 –y cuya autenticidad sólo los incrédulos y los zafios se atreven a poner en duda– la delicadeza del argumento conmueve no sólo porque la creación de mapas para representar el territorio constituye un hito cósmico por parte de la especie, dando pie al noble arte de la cartografía, sino también porque los mapas utilizados en obras de ficción han funcionado como un dispositivo literario formidable para dotar de verosimilud a las tramas de los relatos de literatura, nombrando y descubriendo tierras imposibles, como las consignadas por Alberto Manguel y Gianni Guadalupi en The Dictionary of Imaginary Places (donde no aparecen –porca miseria– ni la Comala de Rulfo ni la Santa María de Onetti) y que el historiador Roger Chartier (1945) explora en un ensayo tan luminoso como fecundo publicado por Ampersand en su colección Fuera de serie, cuyo nombre hace justicia –así como la traducción, a cargo de Horacio Pons– a una obra como ésta.

Libro centrado en obras europeas escritas durante los siglos XVI y XVIII, en sus páginas delicadamente ilustradas aparecen las cartografías imaginarias del libros como Don Quijote, Los Viajes de Gulliver, Robinson Crusoe o la Utopía de Tomás Moro, entre otros.

En ocasión de esta pequeña brújula imantada por los hechizos de la gran literatura, Perfil dialogó con uno de los máximos especialistas en la historia del libro y la lectura, autor de obras como Entre poder y placer, Sociedad y escritura en la Época Moderna, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna, El orden de los libros: lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII, Escuchar a los muertos con los ojos o Lectura y pandemia.

Con la cabeza puesta en los esfuerzos de Galileo Galilei decidido a determinar la ubicación, figura y tamaño del Infierno de Dante y teniendo presente el famoso grabado anónimo del siglo XVI titulado ‘Fool’s Cap Map of the World’ –que representa el planisferio del mundo en la cara sin rostro de un idiota– esta entrevista se realizó por escrito al amparo de la noche tropical de Nueva Delhi.

—¿Por qué se propuso usted trazar una genealogía de los mapas fantásticos en los relatos de ficción? ¿De qué otra manera no genealógica cree que podría analizarse la cartografía imaginaria? 

—Mi investigación empezó con un mapa que no tiene nada de fantástico. La encontré en un ejemplar de una edición de Don Quijote publicada en Madrid en 1780. Se encuentra en la biblioteca de la Universidad de Pensylvania en Filadelfia, donde trabajo como profesor durante una parte del año. A partir de un mapa de España que cuenta con todo el crédito científico deseable, son trazados los itinerarios de las tres “salidas” de don Quijote. Antes de esta edición que le comento, nunca antes un mapa había sido insertado en el Quijote. ¿Cuáles fueron los efectos sobre el lector? ¿Cómo se modificaba su comprensión de la historia escrita por Cervantes cuando se emplazaban sobre un territorio bien conocido las itinerancias de un hidalgo de ficción? Para entenderlo me pareció menester confrontar los mapas del Quijote con mapas anteriores, publicados en algunos textos de ficción en Francia, en Inglaterra o en Italia. A partir de ahí, pude examinar la construcción de genealogías que empiezan en Francia con la Carte de Tendre (1654) o que terminan en Inglaterra con los mapas de los Viajes de Gulliver (1726). La perspectiva genealógica permite reconstruir la cadena histórica de las lecturas, préstamos, imitaciones y apropiaciones. Es una modalidad particular de historia textual conectada. 

—Son muchos los autores que han levantado topografías imaginarias, lugares de la ficción que, bien narrados, son más reales que el mundo real. ¿Cuáles de esos lugares inventados por la literatura le resultan más entrañables en su vida como lector? Uno pensaría, conociendo sus devociones bibliográficas, que muy probablemente sean los imaginados por Miguel de Cervantes.

—En mi opinión, lo más interesante no consta en las topografías imaginarias, sino en la presencia de mapas de territorios reales en obras de ficción:  la España del Quijote, las islas en Gulliver, el planisferio en  Robinson Crusoe, los fragmentos de continentes en las ilustraciones de Orlando furioso. Los mapas que remiten a una realidad geográfica son uno de los recursos manejados para, como lo escribió Borges, “confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro”. Los mapas se añaden a las “magias” de la fábula. Es verdad que, en el caso francés del siglo XVII, no se trata de un territorio real el que representar los mapas de la “Carte de Tendre” o los mapas del “Reino de Amor” o incluso del “Reino de la Coquetería”, puesto que no representan un territorio real.  En este caso fue la apropiación de los códigos y del léxico de la cartografía lo que me interesó.  Se podría decir lo mismo en cuanto a la presencia de mapas en las utopías o distopías (Tomás Moro o Mundus alter et idem de Joseph Hall), en las obras místicas (Subida del Monte Carmelo de Juan de la Cruz) o en los textos polémicos (El País del Jansenismo en la Francia del siglo XVII).  

­—En una de sus célebres propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino cita un verso del Purgatorio (XVII, 25) que dice: “Poi piovve dentro a l’alta fantasia” [Llovió después en la alta fantasía], que él parafrasea diciendo “la fantasía es un lugar en el que llueve”. Tomando esto en consideración ¿cómo cree que se forma un lugar imaginario de una época en que la literatura se encuentra subsumida al discurso audiovisual? Me refiero, por decir algo, a que la Tierra Media de El señor de los anillos se conoce mejor por las versiones de Peter Jackson que por las descripciones verbales de J.R.R. Tolkien.

—El problema que me ocupa en este libro es la relación entre las imágenes (en este caso, los mapas) y el texto que acompañan. Durante mucho tiempo, esta relación fue pensada como una equivalencia: los textos ilustran y las imágenes narran. Es una de las razones por las cuales la mayoría de las novelas de los siglos XVI o XVII fueron publicadas sin mapas o ni siquiera con ilustraciones. Desde otra perspectiva, a partir del siglo XVIII, se consideró que la imagen podía mostrar lo que el discurso escrito no puede enunciar; por ejemplo la simultaneidad de las acciones o la sincronía de eventos sucesivos. Se trata de un suplemento, no de una equivalencia. La imagen se aleja o se libera de la narración y propone al lector significados que el texto no enuncia. Los posibles efectos sobre los lectores escapan a los discursos y solicitan un imaginario totalmente ausente o bien solamente latente en el texto mismo. Esta relación encuentra una forma paroxística en el caso de la separación entre el discurso y su traducción icónica. El suplemento se vuelve sustituto y hace olvidar el texto mismo: es el caso con la “epic fantasy” de nuestro tiempo. Ese fue el caso con Don Quijote, cuando las figuras de los protagonistas (don Quijote, Sancho, Rocinante) o de algunos episodios (el combate contra los molinos de viento) hicieron conocer la historia a “lectores” que nunca la habían leído.     

—Las ilustraciones que acompañan su libro vuelven al ejemplar un gabinete de curiosidades en sí mismo, a la manera de una pequeña cámara de maravillas portátil. ¿Qué puede decirnos sobre ese tipo de obras, y sobre todo, sobre la edición de su libro en castellano?

—Las reproducciones de los mapas eran indispensables para la comprensión de su relación con el texto de las obras que ilustran. Las dos ediciones de mi libro (en francés por las Ediciones del Collège de France y en español por Ampersand, quien por cierto ha construido un magnífico catálogo de libros sobre los libros) son  preciosas y espero que los ojos viajeros de sus lectores las disfruten.

—Luego de leer su libro, uno creería que es muy grande la deuda de la cartografía con la literatura. ¿Está de acuerdo?

—En varios momentos del libro hago hincapié en las dificultades planteadas por la introducción de mapas en los libros entre los siglos XVI y XVIII. Deben estar impresos con una prensa particular, en un taller que no es el taller de la imprenta del texto, ya que los grabados de cobre no pueden estar puestos en la composición tipográfica. Aumenta así el costo de la impresión y el precio del libro. Tampoco era fácil introducir mapas en un libro impreso. Debía ocupar una página entera o aparecer como un frontispicio o bien como un “hors-texte” insertado en el libro mismo y que el lector podía desplegar. Más allá de esto, la idea según la cual las palabras de un texto tienen la capacidad de producir imágenes mentales en la lectura hizo parecer inútiles a los mapas en su momento. Es a partir del siglo XIX, con las nuevas técnicas de la imprenta, que se generalizará la presencia de los mapas en las ficciones (particularmente entre los libros destinados a los jóvenes lectores). Anteriormente, los mapas son más bien raros y las obras consignadas en mi libro deben considerarse como excepciones.        

—¿Qué diferencias –pero sobre todo semejanzas– generales encuentra usted entre las cartografías literarias entre los libros que analiza en su libro?

—Los mapas incluidos en los textos ingleses (desde la Utopía de Tomás Moro hasta Gulliver y Robinson Crusoe) muestran los viajes de un viajero singular, presentado como un individuo bien real. Producen efectos de realidad que dan crédito a la ficción, borran la frontera entre el mundo del texto y los conocimientos o experiencias de los lectores, generando la suspensión de la incredulidad. Por otro lado, participan con sus imposibilidades o inverosimilitudes de los mecanismos que, irónicamente, desbaratan la autenticidad proclamada por el texto. Es esta contradicción sutil y divertida la que incitó a introducir mapas en obras utópicas, satíricas o morales. Por su parte, en los textos franceses el proyecto fue diferente y ubicó los mapas en un registro alegórico que no confunde a la fábula con la realidad. Propone equivalencias entre lugares y sentimientos, topografía y afectos, itinerarios cartográficos y viajes espirituales o sentimentales.       

—¿Tiene usted predilección por las cartografías surgidas de España, Francia o Inglaterra?

—Como historiador, siempre intenté imaginar cuál era la interpretación que los lectores de los siglos XVI, XVII y XVIII, en diferentes contextos sociales o nacionales, podían haber hecho de lo que leían y miraban. Se trata de un ejercicio difícil, amenazado por el peligro del anacronismo. ¿Es legitimo de descifrar el mapa de “Tendre” insertado en la novela Clélie publicada en 1654 como un “viaje óptico” guiado por las figuras geométricas (círculos, elipses, conos), o como la representación del corazón humano o del cuerpo femenino? ¿Debemos pensar que esas “lecturas” del mapa, propuestas por interpretaciones críticas contemporáneas, fueron también interpretaciones posibles para los lectores del siglo XVII? ¿O más bien, que son anacrónicas y arbitrarias? Esas preguntas lanzan un desafío difícil para una aproximación histórica. Es la tensión entre apropiaciones documentadas y sentidos inconscientes la que me interesa, inclusive si la prudencia propia oficio del historiador me hace preferir las primeras.   

—¿Por cree usted que ha sido tan fecunda la relación entre la novela europea y la cartografía imaginaria?

—Como escribe Franco Moretti, la geografía literaria puede tener dos objetos diferentes. El primero es ubicar las obras en la geografía de su producción y circulación. Esta perspectiva lleva a elaborar una cartografía de sus ediciones, traducciones y presencias en las colecciones privadas y las bibliotecas. El segundo objetivo se focaliza sobre la geografía interna de las obras, los lugares de las intrigas, los viajes e itinerancias de los personajes. En ambos casos, es posible o necesaria una cartografía, pero una cartografía construida en el presente del análisis. Lo que me había llamado la atención era una realidad diferente, histórica: la presencia de mapas en las ediciones de obras de ficción (novelas, sátiras, utopías) ya sea en sus primeras ediciones o bien mucho tiempo después de su publicación (es el caso del Quijote). Es con la vinculación entre estas tres cartografías (la de la circulación de los libros, la de los espacios internos de las ficciones y la de los mapas presentes en las ediciones antiguas) que podemos entender la relación entre la novela europea y la geografía en lo referido, tanto a la edición como en los imaginarios.   

—¿Qué mapas fantásticos de la antigüedad literaria se encuentran entre sus predilectos?

—Me encantan los fragmentos de mapas que el editor veneciano Valgrisi introdujo en su edición del Orlando furioso en 1556. Sobre algunos de los grabados que ilustran los cantos del poema aparecen partes de mapas geográficos. En algunos casos, el lector debe seguir la imagen de abajo hacia arriba como si viajara con el héroe: Rodamonte bajando por el curso del Ródano antes de embarcarse para África o Rinaldo viajando río abajo por el Po hasta Ostia. En un cierto sentido, la composición iconográfica hace que el lector “entre” en el mapa.


miércoles, 14 de septiembre de 2022

Una entrevista con Roger Chartier por su nuevo libro, publicado por Ampersand

El pasado 10 de septiembre, Carlos Daniel Aletto publicó, en el sitio de la agencia TELAM, una entrevista con Roger Chartier, a propósito de la aparición de El pequeño Chartier ilustrado, volumen publicado por la editorial Ampersand.



“Es un error creer que un libro se reduce a su contenido semántico”

El pequeño Chartier ilustrado es, como lo señala su subtítulo, un “Breve diccionario del libro, la lectura y la cultura escrita” que nace de la oralidad y la memoria del reconocido historiador francés Roger Chartier durante su estadía en la ciudad chilena de Valdivia en 2016 y aborda la “cultura escrita” desde múltiples entradas propuestas por el investigador que van desde “Apropiación”, “Biblioteca” y “Borges” hasta “Xilografía”, “Yo (literaturas de)” y “Zoología”, tejiendo un apasionante léxico que dialoga con imágenes.

El libro, publicado por la editorial Ampersand, cuenta con una cuidada edición que resalta la travesura lingüística de incluir nuevamente la letra Ch de “Chile” y de “Chartier”. Las imágenes que aparecen desde los primeros momentos de la escritura a los actuales emoticones de nuestras comunicaciones dialogan durante el recorrido de las entradas del diccionario.

Chartier, en charla con Télam, señala que los emoticones de nuestro mundo digital “son una forma contemporánea de la búsqueda de lenguajes no verbales capaces de expresar sentimientos, afectos o ideas” y explica, con su capacidad de recuperar la historia de la escritura, que “en el siglo XVIII, fue el caso con la lengua de los sordos y mudos o con el 'ballet d'action' de Noverre. En 1672 un libro intitulado Leer sin libro publicado por Diego Enríquez de Villegas, proponía una lectura simbólica de los árboles y plantas. Las 'primeras representaciones gráficas' tal como los jeroglíficos son diferentes porque no eran solo pictográficas sino también fonéticas”.

–¿La aparición de imágenes en diálogo con la semiótica de la palabra en la escritura actual genera mayor ambigüedad en la decodificación?
–No lo pienso así. La relación entre las imágenes y los textos se desplazó desde la concepción de los siglos XVI y XVII, que las consideraba como equivalentes para establecer comunicación, conocimiento y memoria, hasta la concepción que piensa la imagen como un suplemento del discurso escrito. En la primera perspectiva, que es la de Cervantes, las imágenes pueden narrar y los textos pueden pintar: “pintor o escritor, todo es uno” (Don Quijote, Segunda Parte, Capítulo LXXI). En la segunda, las imágenes pueden mostrar lo que el discurso no puede, por ejemplo, la simultaneidad entre diferentes acciones u operaciones. Cuando las imágenes son investidas con un suplemento de sentido ausente en que ilustran o que las inspiró, puede establecerse el diálogo entra ambas formas de expresión. Es lo que se debe enseñar a los usuarios del mundo digital.

–¿Cuál es el mayor cambio en el soporte de lectura desde las arcillas de los sumerios a los e-books?
–El mundo digital instaura más que un “cambio”. Por primera vez en la historia de la cultura escrita el soporte de la inscripción y transmisión de lo escrito (o de las imágenes) no se encuentra asociado con un contenido particular: una obra o una serie de textos. La pantalla no es un libro, la pantalla no es una página sino un muro o nuestra mirada cambiante de un muro (como escribió Antonio Rodríguez de las Heras), y el universo digital es mucho más que una colección de e-books. Es un error creer que un libro se reduce a su contenido semántico. En el libro definido como objeto y como discurso, la materialidad del texto (el formato, la disposición, la encuadernación) son elementos no verbales que contribuyen a la construcción del sentido y hacen visible el libro como una arquitectura textual en la cual cada elemento (una parte, un párrafo, una sentencia) ocupa un lugar propio y desempeña un papel articulador en la narración o la demostración. La forma digital borra estos dispositivos. Favorece la autonomía del fragmento, somete los libros como discurso a las prácticas de lectura plasmadas por las redes sociales e ignora la estructura material del libro impreso que da cuerpo a las obras y puede abarcar en una misma unidad material varios libros.

–¿Y cuál es la diferencia central entre e libro y el e-book?
–La diferencia entre el libro y el e-book ilustra la diferencia fundamental entre lógica digital, que es una lógica temática, jerárquica, algorítmica y que permite encontrar rápidamente lo que se busca, y la lógica de lo impreso, que es una lógica de los lugares y del viaje y que permite encontrar lo inesperado, lo desconocido. Los lectores de libros perciben consciente o inconscientemente esta diferencia, ya que prefieren todavía comprar y leer libros impresos: en todos los países del mundo salvo Estados Unidos los libros electrónicos representan menos de 10% del comercio del libro. Pero, en el mundo digital, la mayoría de los lectores no son lectores de libros…

–¿La escritura digital de alguna forma condiciona a la lectura de distintas lenguas?
–Las formas gráficas propias de tal o tal lengua (acentos, tildes, etc.) son partes de su identidad y en el mundo de la escritura digital muchas veces se ignoran o borran. Los teclados y escritos sin acentos o tildes son la primera manifestación del imperialismo lingüístico que caracteriza el mundo globalizado.

–¿Qué característica le imprimió la exclusividad durante siglos de la Iglesia Católica a la escritura de Occidente?
– “Exclusividad” es una palabra demasiada fuerte. Si es verdad que duraderamente la Iglesia controló la enseñanza, desde las universidades hasta las escuelas primarias, y que una parte importante de la producción impresa se dedicó a la publicación de escritos religiosos, es verdad también que desde la Edad Media la escritura fue también política, administrativa, notarial, literaria y cotidiana. Es lo que muestran a claras los historiadores de la cultura escrita tal como Armando Petrucci o Michael Clanchy. Es lo que indica también el desplazamiento de la noción de repertorio canónico desde su primera definición religiosa, aplicada a los libros de la Biblia y a los Padres o Doctores de la Iglesia, hasta la constitución de listas de obras expresando las literaturas nacionales o recopilando los materiales escolares.

–¿Es por lo antes dicho que el objeto libro tiene un prestigio per se, sin importar el contenido?
–Tal vez porque en su definición tradicional el libro no es solamente un discurso sino también un objeto material, un opus mechanicum como decía Kant, que identifica un texto cuyo estatuto es diferente de los textos desprovisto de la misma importancia, dignidad o poder. Es lo que explica también el uso mágico. Este poder se lee en el texto bíblico, con la doble mención del libro comido, como aparece en Ezequiel III, 3, “Y el Señor me dijo: Hijo del Hombre, tu vientre se alimentará de este libro que te doy, y tus entrañas serán colmadas. Yo me comí ese libro, se volvió dulce en mi boca como la miel”. Y se repite en el Apocalipsis de san Juan, X, 10: “Tomé el libro de la mano del ángel y lo devoré, y estaba dulce en mi boca como la miel; pero apenas lo engullí, me supo amargo”.
El Libro dado por Dios es a la vez amargo, como lo es el conocimiento del pecado, y dulce porque es promesa de redención. La Biblia, que contiene este “Libro de la Revelación”, es ella misma un libro poderoso, que protege y conjura, aparta las desgracias y aleja los maleficios. En toda la cristiandad, el libro sagrado ha sido objeto de usos propiciatorios y protectores, que no suponían necesariamente la lectura de su texto, sino su presencia material en la cabecera del enfermo o de la mujer que está pariendo. En toda la cristiandad, igualmente, el libro de magia se encuentra investido por esta carga de sacralidad, que otorga saber y poder a quien lo lee.

–¿Hay alguna posibilidad en la que el receptor no haga una “apropiación” del mensaje emitido? ¿Existe la decodificación perfecta?
–Por definición, la lectura es una practica inventiva, creadora, que se apodera del texto leído para producir nuevos textos, sea en la mente y la imaginación del lector o bien en la escritura de nuevos textos. Una “descodificación perfecta”, sin ninguna diferencia entre la intención del autor y la recepción del lector me parece imposible y, tal vez, empobrecedora.

–¿Es decir por lo tanto que la capacidad creativa del lector es ilimitada?
–Este debate tiene sus raíces en el libro de Michel de Certeau La Invención de lo cotidiano, y concretamente en el capítulo donde se refiere a la lectura como caza furtiva. En ese libro, Michel de Certeau no se interesa por perspectivas históricas o sociológicas, lo que enfatiza –en contraposición a la idea de la supuesta alienación que producen los medios de comunicación masivos– es la capacidad que tiene cada lector de cazar furtivamente en el territorio del otro, de construir para sí mismo un significado que difiere de las intenciones del texto. Su análisis permitió “sacar” al lector del texto y reivindicar (en contraposición a los modelos y enfoques estrictamente semióticos, estructuralistas y lingüísticos) que el significado no solo lo crea una maquinaria textual, sino más bien la relación entre esta maquinaria y las capacidades y habilidades de los lectores. Las apropiaciones singulares de los lectores deben estar siempre situadas en el conjunto de normas, intereses y prácticas que caracterizan las distintas maneras de leer, las distintas formas de relacionarse con la cultura escrita, las distintas percepciones y representaciones del mundo social que comparten individuos quienes tuvieron las mismas trayectorias y experiencias y que constituyen una misma comunidad de lectura. Esta perspectiva no diluye el significado de los textos o géneros en un sinnúmero de respuestas individuales carente de principio organizativo. Al contrario, intenta ubicar las preferencias y gestos de la lectura dentro de los códigos y costumbres que ha impuesto una identidad social. También intenta inscribir la construcción del significado en las limitaciones que se derivan de las formas materiales y textuales de la palabra escrita. En este sentido la lectura está ubicada en la tensión entre libertades restringidas y coacciones transgredidas.

–Antes para buscar un dato, había que ir a una biblioteca, buscar en ficheros, luego dentro del libro, hoy solo se hace con un metabuscador ¿La facilidad de la búsqueda en libros y en bibliotecas completas digitales en que condiciona la lectura?
–Encontrar rápidamente lo que se busca es una de las posibilidades nuevas del mundo digital. Lo que se pierde es el viaje. La lógica de lo impreso es una lógica de los lugares. Permite encontrar lo inesperado, lo desconocido. Es esta lógica la que rige los espacios de la librería, las estanterías de la biblioteca, las partes que componen la arquitectura del libro, los diferentes artículos o crónicas impresas sobre la misma página del diario. La percepción de esta diferencia fundamental puede o debe inspirar nuestras prácticas, que no pueden reducirse a la lectura frente a las pantallas, y nuestros comportamientos, que deben preservar el viaje en contra del algoritmo, la librería en contra de Amazon, la biblioteca en contra de la red, el objeto escrito en contra de su reproducción digital.
En una entrevista dada en 2019, Antonio de las Heras expresaba su preocupación por “la crisis de los lugares” suscitada por el nuevo mundo digital. El “encapsulamiento” de los individuos en el espacio digital hace correr el riesgo que se borren los cuerpos. Un año antes de la pandemia, hacia hincapié, de manera premonitoria, en la necesidad de recuperar los lugares y los objetos que encarnan la corporalidad, que hacen que los cuerpos puedan compartir en el mismo tiempo un mismo lugar. El reto era transformar la alfabetización digital, que se ha vuelto casi universal, en una verdadera cultura digital capaz de establecer una relación crítica con el ruido y la confusión producidos por una “sobreinformación” indomable, excesiva, incontrolable. Paradójicamente, la repuesta formulada por este sabio cuya imaginación en cuánto a las extraordinarias posibilidades del mundo digital fue sin límite, era enfatizar la necesidad de la presencia, de los cuerpos en nuestro mundo cada día más virtual. Como lo quería el léxico del Siglo de Oro, el libro impreso es uno de estos “cuerpos” que desaparecen en la reproductibilidad digital.

–La B del diccionario Chartier tiene a Borges, ¿cómo ve usted su figura en el universo de la cultura escrita?
–Borges escribe en un prólogo a Macbeth: “Art happens (el arte ocurre), declaró Whistler, pero la conciencia de que no acabaremos nunca de descifrar el misterio estético no se opone al examen de los hechos que lo hicieron posible”. Si Borges tiene razón, cada uno puede y debe participar en el examen de estos “hechos” que dan a ciertos textos, y no a todos, la fuerza del encantamiento. Sus ficciones han acompañado, en cada una de sus etapas, mi trabajo dedicado a la historia de la cultura escrita y, en particular, una de ellas: “El espejo y la máscara”.
Como en una modelización implacable, pero inspirada por la gracia, Borges hace variar aquí todos los elementos que rigen la escritura y la recepción de un mismo texto. Tres veces el poeta Ollan regresa ante su rey victorioso para ofrecerle una oda de alabanza. Y tres veces cambian la composición del auditorio (el pueblo, los doctos, el soberano solo), el modo de publicación del poema (leído en voz alta, recitado, salmodiado), la estética de su creación (imitación, invención, inspiración) y la relación entre las palabras y las cosas, entre los versos del poeta y las hazañas del rey, inscripta sucesivamente en el régimen de la representación, de la ekphrasis y de lo sagrado. Con el tercer poema, que consiste en un único verso, murmurado y misterioso, el poeta y su rey conocen la belleza. Deben expiar este favor prohibido a los hombres. El poeta había recibido un espejo por su primera oda, que reflejaba toda la literatura de Irlanda; luego una máscara para la segunda, que tenía la fuerza de la ilusión teatral. Con la daga, que es el último presente de su rey, se da muerte. En cuanto al soberano, éste se condena a errar por las tierras que antaño fueron las de su reino. Al invertir los papeles, Borges es el ciego que nos hace ver, en el fulgor poético de la fábula, que siempre las magias de la ficción dependen de las normas y de las prácticas de lo escrito que las habitan, se apoderan de ellas y las transmiten.

martes, 3 de octubre de 2017

Roger Chartier por dos (II)

Alejandra Varela realizó la segunda entrevista con Roger Chartier. Lo entrevistó para el diario Clarín, según puede leerse en el siguiente texto, aparecido el 29 de septiembre pasado.

¿Existe el manuscrito en el mundo digital?

El libro era considerado como una criatura humana en la España del Siglo de Oro, dotado de una materialidad y un alma. Si esta idea tuviera alguna permanencia en la actualidad, Roger Chartier la encontraría en el lector, como el ser capaz de darle existencia a un texto. Porque la lectura no es para el historiador francés una zona mansa, él se pregunta por los modos de acercarse a un escrito que ya no existe, de “escuchar a los muertos con los ojos”, como señala el título de uno de sus libros. Entonces en la memoria aparece el registro de una práctica que cambia todo el tiempo y opera como el dato de una época.

En la dupla compuesta por un personaje enfermo por la lectura como era el Quijote y en su amigo Sancho, analfabeto, que capturaba los textos de la lectura en voz alta, encuentra Chartier la síntesis entre un hombre que se vuelve autor al apropiarse de una forma de leer que lo obliga a la aventura, y otro que hace de la lectura una práctica posible en la comunidad, donde la oralidad facilitaba una escritura socializada.

El autor que vino a la Argentina invitado por el Centro Franco Argentino de la Universidad de Buenos Aires entiende que el lector es quien une los caminos inmensos, cruzados y disímiles de un libro, que se sostienen en él como una experiencia irrepetible.

En Escribir las prácticas usted piensa el concepto de representación y recurre a una imagen de Blas Pascal cuando mencionaba el ornamento de jueces y médicos como modo de crear una noción de saber en los otros, del mismo modo que el rey construía una imagen de sí mismo para remitir a esa violencia primera que estaba ausente. ¿Cómo pensar la representación hoy con una cultura de la videopolítica, ligada a la imposición de una imagen de sí mismo por parte del poder?
–En esta imagen de Pascal la idea es que la representación representa algo inexistente, un vacío. No representa materialmente el saber de los médicos ni de los jueces, sino que este saber no existe y que la representación solamente es una trampa. Lo opone a los soldados que no se disfrazan de esta manera porque la evidencia de la fuerza brutal es inmediata. El otro sentido, que retoma Pierre Bourdieu, es que un individuo o una clase social está definido por condiciones objetivas, recursos sociales y por lo que quiere que se reciba de su condición en el intercambio con los otros. Bourdieu recurría a la sociología de Erving Goffman que consideraba cada situación social como teatral, en la cual hay un intercambio entre lo que uno dice y lo que el otro cree, entre lo que se quiere hacer reconocer y lo que se reconoce por parte del otro. Me parece que el concepto permite asociar las representaciones mentales –que son como categorías de percepción, de clasificación del mundo social– y las representaciones en el sentido de Pascal como “lo que se muestra” a través del vestir, del hablar. Los comportamientos más conscientes, las representaciones como exhibición, son tanto organizados, conscientemente producidos por los individuos y, al mismo tiempo, totalmente inconscientes. Lo interesante es que esta identidad social o política que se da a mostrar, a creer, se delega en los representantes. La fuerza cognitiva de la noción de representación está en la vinculación entre lo mental, lo exhibido y lo delegado.

–Esto se une a la noción de creencia, que estaría más ligada a la percepción que al contenido. Un mecanismo que permanece en las formas políticas actuales.
–La creencia es un elemento del funcionamiento de la dominación simbólica que repite y reproduce una relación social donde las víctimas aceptan como legítimos los criterios que aseguran esta dominación. Lo esencial en la creencia es hacer aparecer como natural lo que es socialmente construido, hasta el momento en que se fisura esta creencia y permite espacios nuevos de comportamiento y de pensamiento. Sería la figura de la perpetuación de un mecanismo de dominación simbólica que supone la alienación, en el sentido de una aspiración que es explícita, contraria a los intereses de los individuos. El engaño de sí mismo, a través del reconocimiento o de la creencia de la legitimidad de diferencias sociales y de formas de dominación. Si se piensa en la dominación colonial, la forma de dominación económica de los países desarrollados en relación con los otros es una nueva versión de esta dominación en su definición más tradicional. En el terreno político la creencia en los mecanismos de la democracia es el fundamento de las sociedades modernas. En este caso, es la democracia misma la que parece como un engaño.

–En relación con la lectura, en su obra aparecen similitudes entre el manuscrito anterior a la invención de la imprenta y el texto digital. En ambos casos se puede escribir sobre el texto original en un registro similar. En el papiro se daba una lectura miscelánea como puede ocurrir hoy en la pantalla. ¿Podríamos pensar el texto digital como un nuevo manuscrito?
–Mi opinión es sí y no. Tal vez el no es más fuerte que el sí. La aparición de la literatura en el siglo XVIII supone una individualización del autor cuya obra debe ser original y debe considerarse siempre idéntica a sí misma, incluso si se modifica su forma de publicación, porque es la condición para establecer una propiedad. El mundo digital potencialmente permite una creación colectiva. En esta movilidad es posible que desaparezca el concepto de propiedad y se discutan las concepciones de originalidad. En las novelas del siglo XVII en Francia, en la Inglaterra de Shakespeare, había una práctica muy fuerte de la escritura en colaboración. La idea era manifestar cierta inventiva dentro de la imitación, lo que explica que las historias no son originales, son reempleadas en los lugares comunes que hoy se consideran como lo que se debe evitar en los discursos. En esa época eran las formas que se debían reutilizar porque tenían una dimensión de verdad universal. El propietario de la obra era el librero o el editor, no el autor. En el mundo anterior al XVIII, podemos encontrar características que definen una parte pero no la totalidad del mundo digital porque, cuando se habla de una edición digital, se trata de imponer las categorías de textos que son definidos por el copyright. Se pierden las potencialidades subversivas de las experimentaciones de nuevos objetos simbólicos que cruzan sonidos, música, imágenes y textos, que dan al lector un lugar donde puede volverse un coautor. El mundo manuscrito puede reforzar esta comparación porque en este caso la movilidad de los textos de una copia a otra puede ser considerada como más fuerte que la movilidad de los textos de una edición a otra. Pero en el libro impreso hay una asociación indestructible entre una obra particular y un objeto específico y esto tiene muchas consecuencias. La primera es que los objetos de leer no son generalmente los objetos de escribir: se puede escribir en un libro pero el libro no está a la espera de la escritura de su lector. La totalidad, la identidad que define una obra se da inmediatamente a partir de la forma material y, si se fragmentaba, que era una práctica de lectura fuerte en el tiempo del humanismo, se extraía a partir de la percepción de una totalidad que obligaba a ubicar el fragmento en su momento porque aparecía en una argumentación. Todo eso no existe en el mundo digital porque las pantallas no están vinculadas con un texto particular, porque son a la vez objeto de escritura y de lectura. Los que piensan, y creo que tienen razón, que el mundo digital introduce posibilidades inauditas, lo hacen destruyendo estas categorías y pueden imaginar un mundo en el cual la palabra “fragmento” perdería su sentido porque supone una totalidad. Aquí la idea es de unidades autónomas.

–Immanuel Kant manifestaba que el sueño de la ilustración era que cualquier persona pudiera hacer un uso público y crítico de la lectura y escritura. La experiencia digital abre esta posibilidad aunque los resultados no siempre responden a este objetivo.
–En el mundo digital se han multiplicado las formas del compartir las lecturas, sea a partir del intercambio y circulación de las notas o bien en el soporte de las redes sociales con la posibilidad de escribir leyendo. Para compartir una lectura en el mundo impreso se debe estar en el mismo lugar. A partir de este momento, el concepto de comunidad se transforma. Pienso que un aspecto un poco escondido del mundo digital es la redefinición de la noción de amistad e identidad con los mismos conceptos pero con nuevos sentidos. La identidad puede ser multiplicada, exhibida, escondida más fácilmente y con un impacto mucho más fuerte que en la escritura tradicional. Una definición más tradicional supone que los individuos, en el mismo espacio, intercambian algo de lo político de la ciudad antigua que era la forma de sociabilidad alrededor del libro. Esto no es equivalente en la comunicación electrónica. La fuerza particular del encuentro con el otro, la posibilidad de una forma de pensamiento colectivo, era el principio de la ciudad griega. No debemos pensar que hay una equivalencia. El mundo digital tiene lógica propia y cuando se empieza a pensar que es una nueva forma de lo que existía antes, estamos frente a lo que considero un error que puede contribuir a la desaparición de las librerías, de las ediciones impresas de los diarios y revistas, a la destrucción de las colecciones en las bibliotecas porque existen en la forma digital. A un mundo en el cual la comunicación se fundamente sobre la soledad y el aislamiento. La lección general es que se debería borrar la idea de equivalencia. Se puede ayudar a los individuos a pensar que existe el riesgo de perder algo o de dar una radical transformación a las categorías. No es una cuestión de nostalgia. Con el libro como objeto, el concepto de libro es inmediatamente visible y esto no le pasa a los nuevos lectores.

lunes, 2 de octubre de 2017

Roger Chartier por dos (I)

Roger Chartier  (Lyon, Francia, 1945) es director de estudios en L‘ École des Hautes Estudes en Sciences Sociales de París y profesor invitado de la Universidad de Pennsylvania. Su trabajo se ha centrado en la Historia de la Edad Moderna Europea y el estudio de las prácticas de escritura y lectura, en los modos de producción de lo escrito y en la apropiación de significados por parte de los lectores en diferentes épocas. 
Entre sus títulos más destacados se encuentran El mundo como representaciónEscuchar a los muertos con los ojosEl presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escritoLa mano del autor y el espíritu del impresor. Frecuente visitante de la Argentina, en la oportunidad llegó invitado por Centro Franco Argentino de la Universidad de Buenos Aires. Y, como cada vez que viene Chartier a la Argentina, constituye un verdadero festín para los periodistas culturales. Así, de las varias entrevistas realizadas durante su estadía, este blog elige dos, que serán publicadas en días subsiguientes. La primera, con firma de Natalia Gelósfue publicada por el diario La Nación, de Buenos Aires, el pasado 24 de septiembre.


"Proteger las huellas del pasado en el presente es político"


Sobre la mesa están esos objetos que viajan con él: el peluche algo maltrecho por los viajes y los años, y el diccionario que recuerda la década de 1980, cuando fue a España a realizar un curso de verano y se reencontró con el idioma que había estudiado de chico. Roger Chartier es un referente de la historia de la lectura y de la investigación en edición, y vino al país invitado por el Instituto Francés. Algunas de sus muchas obras son La historia o la lectura del tiempo y Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna. La Universidad Nacional de Rosario le otorgó hace unos días el título de doctor honoris causa. Es director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Ehess) y da clases en varias universidades de prestigio, como las de Montreal, Yale, Berkeley y Harvard.

Descansa sus manos sobre los apuntes de la charla que preparó para dar en la Alianza Francesa y sobre un libro bien cuidado que lo acompaña para la ocasión: Vidas imaginarias, de Marcel Schwob. Cuenta que le sirve para pensar en la literatura y la historia en relación con el pasado.

–¿Cómo lee? ¿Marca los libros?
–Tengo un respeto excesivo por la composición tipográfica. Los puedo subrayar o indicar, pero no los escribo. Hoy, cuando estamos frente al mundo digital, las prácticas de escribir y leer se entrecruzan. En inglés ya está la palabra reater (to read y to write). Yo prefiero escribir sobre papeles o al final hago un índice personal, con páginas que me parecen sintomáticas; algo que se hacía desde el siglo XVI. En cierta tradición, el libro era un objeto que tenía su identidad, que se debía respetar, encuadernar, cuidar. Eso va en contra de otra práctica del siglo XVI, que consistía en una técnica de lectura que se apoderaba del texto: se hacía una mención en el margen del tema, de la frase o del párrafo y luego eso se pasaba a un cuaderno personal para hacer un nuevo uso del texto. Se llamaba "la técnica de los lugares comunes". Hoy eso es algo que se debe evitar, pero en el Renacimiento los lugares comunes se debían identificar porque eran una verdad universal.

–Una de las charlas que dio en la Argentina gira en torno a los modos en los que se construye hoy la historia y cómo se ubica ahí la literatura. ¿Qué pasa con ese cruce en la actualidad?
–Los historiadores han descubierto, tal vez con tristeza, que no tienen el monopolio sobre la presencia del pasado en el presente; que hay otras formas que son más poderosas que los libros de los historiadores en general. Por un lado, la memoria, la de los individuos, o la memoria institucionalizada de monumentos y lugares y, por el otro lado, la literatura, el cine y la televisión, que dan una presencia del pasado desde la ficción y tienen una fuerza particular. La pregunta para los historiadores es qué papel deben tener en relación con esas otras formas de presencia del pasado que no corresponden necesariamente a los criterios de la investigación científica.

–¿Es una cuestión de legitimidad?
–Los historiadores afirman que la producción en torno del pasado, verídica y controlada, debería ser dominante porque da una presencia de realidad. Hemos visto que muchas veces a través de la historia de la literatura de ficción, las novelas reivindican una relación con el pasado más comprometida y enérgica que los textos inertes de los historiadores. Puede ser una forma de competencia, como ocurre con la memoria, que muchas veces reivindica una relación con el pasado más comprometida, más vinculada con historias colectivas, que el texto histórico. Es una configuración que puede abrir una reflexión sobre el lugar particular de cada una de estas formas de presencia del pasado. En los países de América Latina hay situaciones que adquieren una fuerza muy particular.

–¿Cuáles serían?
–Cito a Alejandro Katz: "Una sociedad fuera de la historia es también una sociedad que está fuera de la política, que ha perdido la política como el recurso fundamental para la resolución de los conflictos". Los años setenta y ochenta han dejado una huella que no puede desaparecer. Inclusive si algunas veces existe la intención de intentarlo. Me parece que aquí está el núcleo. Hay una voluntad ideológica de reescribir una historia que se fundamenta sobre datos que aseguran un saber más adecuado del pasado tal como fue. Es una tensión que existe de manera fuerte, por ejemplo, en las columnas de muchos periodistas que intentan reconstruir una historia de esos años en la cual no se hace hincapié en la dictadura como tal sino en la condición histórica, explicando esta situación. La mayoría de los historiadores afirman, en contra de muchos periodistas, que hay una especificidad irreductible de la tiranía y la crueldad de la dictadura. Por un lado, hay una condena moral de lo que pasó; por otro, la tentación de reescribir esa historia para hacer menos violenta a la dictadura, tratando de entenderla como respuesta a los movimientos revolucionarios. Es una ilustración perfecta de esa disputa de ese pasado todavía presente y de cómo debemos considerarlo.

–¿Ocurre algo comparable en Francia?
–Sí. En Francia el equivalente sería la manera de incorporar a la historia nacional el período de Vichy, el período de colaboración. Allí se llegó al punto extremo de la negación del Holocausto. La manera de reincorporar esta historia depende de la configuración política de cada país luego de la caída de la dictadura.

–Si en el mundo digital el libro pierde cierta rigidez, ¿el modo de pensar la historia puede adquirir rasgos similares?
–Eso se puede responder pensando en las dos identidades del libro, como objeto material y como discurso. Como objeto material, la apuesta es que con la digitalización de los textos hay una tentación de olvidar los libros que han llegado a emitir estos textos en el pasado. Una ambivalencia. El texto digital es un extraordinario recurso, por un lado, para leer textos que no se podría encontrar de otra forma, pero esa moneda tiene su revés: se lee en un dispositivo que no tiene nada que ver con las formas en las cuales los lectores del pasado han leído estos textos y los pensadores han escrito. Si la tentación de la digitalización lleva a la destrucción de los objetos impresos, se produce una pérdida del pasado en el presente. Hay bibliotecas que, porque tenían el microfilm como sustituto, han pensado que podían dejar lo material. La biblioteca es el lugar en el que se puede mantener el vínculo con el pasado, con la obra en su forma material, con las lecturas a través del tiempo.
¿Cómo puede pensarse eso en términos políticos?
Pensar la protección de estas huellas del pasado en el presente supone decisiones políticas. Políticas de bibliotecas públicas, que pueden ser las defensoras de los libros de hoy; políticas para defender la edición. Y esto se vincula con la segunda definición del libro, la de los discursos: la obra que llamamos libro. Para mí hay una tensión esencial, porque la lectura frente a la pantalla es fragmentada, segmentada, hipertextual y la concepción de los textos va a adquirir una identidad segmentada. El fragmento se autonomiza y la relación con el objeto desaparece. Ahí hay una segunda forma de ruptura con el pasado, que pensaba una obra como totalidad. Nadie estaba obligado a leer todas las páginas, pero la forma impresa del libro o el diario implican una percepción de una totalidad. Cuando estamos frente a la realidad digital, el fragmento no se refiere a ella. Sin la necesidad o el deseo de entrar en la totalidad, el concepto de libro obra podría perderse. Es una posibilidad magnífica para inventar una nueva forma de cultura escrita, pero la pérdida con la relación del pasado aparece cuando eso se aplica a una novela del siglo XVII o un diario del día de hoy. La biblioteca, la librería mantienen la presencia de esos objetos. Hay dos maneras de leer. Ambas tienen su necesidad, pero son muy diferentes. La clásica está vinculada al concepto de espacio y el lector viaja. La lógica del mundo digital pasa por la temática: una palabra, un tema. Se entra directamente en la unidad textual de la que se quiere apoderar. No es tanto un viaje o, si lo es, es un viaje hipertextual.

–¿Cómo se va resolviendo esa tensión?
–Cada técnica tiene sentido a través de sus usos, ya lo mostró Benjamin. No hay un inexorable determinismo. Por un lado, hay discursos que intentan convencer de que se debe preservar una relación con el pasado como entendimiento de nuestras propias herencias y a la vez se debe pensar el provecho de que por primera vez conviven tres formas de escritura: manuscrita, tipográfica y digital. Frente a esto, existen prácticas inmediatas que se hacen sin pensar, que hacemos todos en cada momento del día. Ahí la tendencia fundamental es la digitalización de las relaciones sociales. Se ha transformado nuestra relación con las administraciones, con el mercado, entre los individuos: las redes sociales implican usos inmediatos y la redefinición de las categorías más tradicionales de amistad, identidad, privacidad. Yo no creo que se deba menospreciar eso. Esto no pasó con la invención de la imprenta. El mundo entero puede volverse digital. Me parece una pregunta para la cual nadie tiene una respuesta.

–¿Dónde se empieza a buscar esa respuesta?
–Tal vez entre las generaciones que entraron al mundo digital a partir de una experiencia previa en el mundo impreso y manuscrito, que pueden tener conciencia de que son universos diferentes, o en la famosa generación de los nativos digitales que ya han entrado en el mundo de la cultura escrita a partir de la experiencia inmediata de lo digital, y que están menos atravesados por una definición desde la diferencia.

–¿Cuáles fueron las profecías no cumplidas del mundo digital?
–Que paradójicamente no se han movilizado los recursos digitales con la fuerza que podrían tener. Si se piensa en obras, el mundo digital puede proponer posibilidades de invención absolutamente fuertes, multimedia, que podrían explotar en nuevas formas de ficción. Esto hasta ahora es experimental.

–¿Por qué cree que no termina de explotar ese universo de posibilidades narrativas?
–El mundo digital permite textos abiertos, móviles, maleables y que reconocen la participación del lector en el proceso creativo hasta la desaparición de la identidad autoral, pero el mundo electrónico se piensa a través del mundo impreso. Hay una diferencia morfológica pero hay una voluntad de imponer los mismos criterios: nombre de autor, propiedad literaria, que inmoviliza textos móviles, que le impide al lector entrar en la obra porque, sino, ¿cómo se justificaría la propiedad del autor? Se utiliza al libro electrónico dentro de las categorías heredadas y se menosprecia su capacidad de inventiva.

–En algún momento habló de los lectores virtuosos. ¿Quiénes serían?
–Cuando a la gente le preguntan sobre su vida como lector hay dos relatos. Uno es el de los virtuosos, la gente que nació en un mundo donde los libros eran omnipresentes y no recuerdan cuándo empezaron a leer porque leyeron desde siempre. En ese relato se acumulan los libros citados y la escuela no desempeña un papel particular. Es más, las lecturas escolares les parecen impuestas, aburridas y desde ahí se construye la descripción de las lecturas robadas, excitantes, prohibidas.

–¿Cuál sería el otro modelo de lector?
–No me gusta hablar de mí, pero yo sería más este segundo modelo: gente que nace en un mundo donde hay pocos libros, donde hay textos impresos que no son libros: diarios y revistas. La narrativa se transforma completamente porque el acceso al libro es una conquista y la escuela desempeña un papel esencial porque es el lugar donde hay libros, menciones de obras, y desde ese momento las experiencias de lectura más intensas no son contra o antes de las lecturas escolares sino que derivan de la escuela. En este caso, los libros deseados de una manera u otra se vinculan con la escuela. Estos lectores han conquistado la relación con la biblioteca, con los libros, con lo escrito a partir de una experiencia anterior en la cual los libros no eran objetos comunes. Esas dos narrativas remiten a condiciones sociales diferentes que son traducibles en una sociedad de la lectura. Podríamos hablar de herederos y conquistadores.

domingo, 16 de agosto de 2009

Crear una identidad propia


En 1999, los traductores españoles Albert Freixa y Juan Gabriel López Guix entrevistaron para el número 3 de Quaderns. Revista de traducció al historiador francés Roger Chartier, especialista en historia del libro y, desde 2006, profesor del Collège de France, en la cátedra «Écrit et cultures dans l'Europe moderne. Se reproduce a continuación la parte pertinente de esa entrevista para los fines de este blog.

Una pregunta a Roger Chartier

–¿Qué papel otorga a las traducciones en la historia de la lectura? La traducción parece ser un factor determinante, por ejemplo, en la construcción de las literaturas nacionales.
–Me parece que las traducciones son una fuente muy importante a la hora de realizar una historia del modo en que los textos fueron comprendidos, interpretados, usados. La traducción, en lo que tiene de decisiones más técnicas, en tanto que elección de una palabra, la forma un género, un registro de lengua, refleja en realidad un horizonte de expectativas. En el caso de la traducción del Buscón de Quevedo hice un estudio, no de la traducción francesa de Scarron,
sino de las adaptaciones que los editores propusieron a un público más amplio bajo la forma de la literatura de cordel. Hay dos niveles de traducción: la traducción lingüística Quevedo-Scarron y la traducción editorial de un texto para un público que va desde el aristocrático, burgués de librería, hasta los lectores de la literatura de colportage.
Volviendo al tema de la literatura nacional, resulta evidente que es a través de las traducciones que se construye una imagen del otro. En el ejemplo del Buscón, se ve cómo Scarron ha reforzado el texto español de Quevedo utilizando elementos del Quijote, de la literatura burlesca, imponiendo criterios y categorías que venían de otra tradición, pero, también, llevando la traducción a un contexto «realmente» español. Hay una forma de españolización de la obra de Quevedo para marcar ese origen del texto a través de las diferencias afirmadas. Lo que me parece fundamental es esta concepción de la literatura nacional a partir de otras literaturas, pero no para decir que existen otras, sino para establecer un marco particularmente diferenciado en el que crear una identidad propia.