La revista Ñ publicó el 28 de diciembre una muy buena
reseña de Matías Serra Bradford
sobre los Diarios de
viaje, de Mastuo Bashô ((1644-1694). Sorprende,
sin embargo que en ninguna parte se lea que los traductores de esta nueva
edición publicada por el Fondo de Cultura Económica son Alberto Silva y Masateru Ito. Considerando la calidad del trabajo de Serra Bradford, todo hace pensar en un error de edición de parte de los editores de la revista.
La sencilla ambición de tres versos breves
El poeta más eminente del haiku,
Matsuo Bashô, recorría buenas distancias por Japón, hacía larguísimos trayectos
a pie en el precario siglo diecisiete. Visitaba familiares y discípulos,
pequeñas cabañas de colegas, montañas y templos remotos. Lluvia, frío y viento
eran un obstáculo bienvenido, un aliciente. En la intemperie se sentía en su
casa. Bashô necesitaba de la fragilidad reinante para internarse en la
fragilidad de un poema de tres versos breves.
Desplazarse hasta un punto
para contemplar un paisaje, o sólo para observar la luna en ese sitio, es una
vieja costumbre japonesa que Basho honraba a discreción. Al igual que dar una
vuelta por lugares mencionados en poemas de autores admirados. Cultivaba la
sencilla ambición de pasar por donde otros pasaron. Viajar le permitía nombrar
lugares, que para él parecían tener un eco particular. (Para el oído de un
lector occidental, patronímicos y topónimos japoneses –con esa musicalidad de
xilofón de madera– favorecen la creación de cierta resonancia.) Ya de chico,
Bashô tenía algo con los nombres. En la época era común que le fueran cambiando
el nombre a un niño con frecuencia, pero él adoptó ese juego como un talismán y
siguió alternando seudónimos, hasta darse por vencido con Bashô gracias a un
árbol de plátano que le obsequió uno de sus seguidores.
Al poeta le importaban
esencialmente dos cosas: la tradición literaria y sus alumnos. Eran casi lo
mismo, la primera venía del pasado y los segundos la prolongaban hacia el
futuro. Era un hombre célebre y casi siempre encontraba techo. Acompañado de un
aprendiz, volvía a ver a sus discípulos para corregir sus poemas pero también,
acaso, para vencer finalmente una imposibilidad: a un maestro no le es dado ver
en qué momento un alumno está preparado para ejercer como maestro. Con la
cabeza afeitada como un monje –el zen y el taoísmo no faltaban en su botiquín
de primeros auxilios– Bashô erraba para ponerse manos a la obra, provocarse,
ocasionar líneas: “Monte Arashi:/ traza su ruta el viento/ entre bambúes”. El
suyo era un ocio aparente, amparado por un paciente trabajo con cada manuscrito
–cinco años con Senda hacia Oku – y por su intervención en
enérgicos y traviesos torneos de poesía.
El les restaba importancia
a sus diarios, declarando que no eran más que “los balbuceos de un hombre en su
sueño”, pero eso no le impedía agravar su autoexigencia: existen varias
versiones de cada escrito y ninguno se publicó en vida. Los textos alternan prosa
y poemas, y la prosa le brinda un contexto tramposamente claro a la poesía.
Bashô se anticipa con picardía a lo que indicó Makoto Ueda: “conocer las
circunstancias de la composición es útil, especialmente cuando un poema sólo
tiene diecisiete sílabas de extensión”. Lo cierto es que los poemas no precisan
de la prosa para ser valederos, pero la prosa de Bashô es igualmente
imprescindible.
El relevo de prosa y poesía
favorece los espacios en blanco, crea elipsis adicionales a las que ya solicita
cada haiku. Varía, eso sí, la extensión de las elipsis de un instante al
siguiente. Bashô es otra pluma que permite apreciar su escritura por virtudes
negativas: lo que no se dijo o no se añadió, la bondad de la omisión. La noción
de vacío no puede explicarse; sería como querer contarle a un lector cuál es la
supresión que hace que un pasaje se vuelva más poderoso o más etéreo. En una
oportunidad, el maestro Yün-men señaló: “El verdadero vacío no difiere de la
forma”. Quizá esto explique que el haiku enseña una técnica que no se puede
aprender.
Las anotaciones nutren una
ilusión, que el tiempo siempre da algo para apresar. Bien capturados, los
momentos perduran en presente y al poema se lo rumia largo rato: “Azaleas
podadas./ La mujer, a su sombra,/ despieza bacalao seco”. El haiku es una
tregua, y es la compañía de las estaciones: “¡Mirar la nieve/ y alisar las
arrugas/ de mi ropa de papel!”. Es notable lo cerca que están en cada haiku
otras versiones posibles, y a la vez cómo cambia el gusto con el tiempo con respecto
a un mismo haiku. Fiel a lo inasible que busca captar, entre un haiku bueno y
uno mediocre la distancia puede ser brumosa. A un haiku debería calificárselo
con la misma sutileza con que se lo escribe, pero es difícil juzgar la calidad
de lo milagrosamente simple.
Hay algo de la estructura
de una broma en el haiku, en su forma, en su facilidad (no importa si
engañosa). Como si rechazara el virtuosismo, no existe la línea brillante en un
haiku tal como se entiende en el resto de la poesía. En su voluntad de
condensar, pareciera querer definir la esencia del espíritu japonés, y a veces
la última línea ofrece una sinestesia, una respuesta oblicua, flotante, a un
presunto acertijo: “Pulido, el espejo/ sagrado se ve limpio./ ¡Y se pone a
nevar!”. Bashô era un poeta al que no le costaba emocionarse.
Los dos traductores se han embarcado en un viaje
paralelo, como Bashô y su compañero, y han actualizado su sombra, si puede
decirse así. Su fortaleza –idéntica a la de Bashô– es precisamente la tenuidad
de sus propósitos y modos. Al igual que el poeta tan lejano y cercano, revelan
lo que los japoneses llaman kotodama : el prodigioso poder que
reside en las palabras