Mostrando entradas con la etiqueta Mastuo Bashô. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mastuo Bashô. Mostrar todas las entradas

viernes, 12 de febrero de 2016

Nueva versión de Bashô publicada por el FCE

La revista Ñ publicó el 28 de diciembre una muy buena reseña de Matías Serra Bradford sobre los Diarios de viaje, de Mastuo Bashô ((1644-1694). Sorprende, sin embargo que en ninguna parte se lea que los traductores de esta nueva edición publicada por el Fondo de Cultura Económica son Alberto Silva y  Masateru Ito. Considerando la calidad del trabajo de Serra Bradford, todo hace pensar en un error de edición de parte de los editores de la revista.


La sencilla ambición de tres versos breves

El poeta más eminente del haiku, Matsuo Bashô, recorría buenas distancias por Japón, hacía larguísimos trayectos a pie en el precario siglo diecisiete. Visitaba familiares y discípulos, pequeñas cabañas de colegas, montañas y templos remotos. Lluvia, frío y viento eran un obstáculo bienvenido, un aliciente. En la intemperie se sentía en su casa. Bashô necesitaba de la fragilidad reinante para internarse en la fragilidad de un poema de tres versos breves.

Desplazarse hasta un punto para contemplar un paisaje, o sólo para observar la luna en ese sitio, es una vieja costumbre japonesa que Basho honraba a discreción. Al igual que dar una vuelta por lugares mencionados en poemas de autores admirados. Cultivaba la sencilla ambición de pasar por donde otros pasaron. Viajar le permitía nombrar lugares, que para él parecían tener un eco particular. (Para el oído de un lector occidental, patronímicos y topónimos japoneses –con esa musicalidad de xilofón de madera– favorecen la creación de cierta resonancia.) Ya de chico, Bashô tenía algo con los nombres. En la época era común que le fueran cambiando el nombre a un niño con frecuencia, pero él adoptó ese juego como un talismán y siguió alternando seudónimos, hasta darse por vencido con Bashô gracias a un árbol de plátano que le obsequió uno de sus seguidores.

Al poeta le importaban esencialmente dos cosas: la tradición literaria y sus alumnos. Eran casi lo mismo, la primera venía del pasado y los segundos la prolongaban hacia el futuro. Era un hombre célebre y casi siempre encontraba techo. Acompañado de un aprendiz, volvía a ver a sus discípulos para corregir sus poemas pero también, acaso, para vencer finalmente una imposibilidad: a un maestro no le es dado ver en qué momento un alumno está preparado para ejercer como maestro. Con la cabeza afeitada como un monje –el zen y el taoísmo no faltaban en su botiquín de primeros auxilios– Bashô erraba para ponerse manos a la obra, provocarse, ocasionar líneas: “Monte Arashi:/ traza su ruta el viento/ entre bambúes”. El suyo era un ocio aparente, amparado por un paciente trabajo con cada manuscrito –cinco años con Senda hacia Oku – y por su intervención en enérgicos y traviesos torneos de poesía.

El les restaba importancia a sus diarios, declarando que no eran más que “los balbuceos de un hombre en su sueño”, pero eso no le impedía agravar su autoexigencia: existen varias versiones de cada escrito y ninguno se publicó en vida. Los textos alternan prosa y poemas, y la prosa le brinda un contexto tramposamente claro a la poesía. Bashô se anticipa con picardía a lo que indicó Makoto Ueda: “conocer las circunstancias de la composición es útil, especialmente cuando un poema sólo tiene diecisiete sílabas de extensión”. Lo cierto es que los poemas no precisan de la prosa para ser valederos, pero la prosa de Bashô es igualmente imprescindible.

El relevo de prosa y poesía favorece los espacios en blanco, crea elipsis adicionales a las que ya solicita cada haiku. Varía, eso sí, la extensión de las elipsis de un instante al siguiente. Bashô es otra pluma que permite apreciar su escritura por virtudes negativas: lo que no se dijo o no se añadió, la bondad de la omisión. La noción de vacío no puede explicarse; sería como querer contarle a un lector cuál es la supresión que hace que un pasaje se vuelva más poderoso o más etéreo. En una oportunidad, el maestro Yün-men señaló: “El verdadero vacío no difiere de la forma”. Quizá esto explique que el haiku enseña una técnica que no se puede aprender.

Las anotaciones nutren una ilusión, que el tiempo siempre da algo para apresar. Bien capturados, los momentos perduran en presente y al poema se lo rumia largo rato: “Azaleas podadas./ La mujer, a su sombra,/ despieza bacalao seco”. El haiku es una tregua, y es la compañía de las estaciones: “¡Mirar la nieve/ y alisar las arrugas/ de mi ropa de papel!”. Es notable lo cerca que están en cada haiku otras versiones posibles, y a la vez cómo cambia el gusto con el tiempo con respecto a un mismo haiku. Fiel a lo inasible que busca captar, entre un haiku bueno y uno mediocre la distancia puede ser brumosa. A un haiku debería calificárselo con la misma sutileza con que se lo escribe, pero es difícil juzgar la calidad de lo milagrosamente simple.

Hay algo de la estructura de una broma en el haiku, en su forma, en su facilidad (no importa si engañosa). Como si rechazara el virtuosismo, no existe la línea brillante en un haiku tal como se entiende en el resto de la poesía. En su voluntad de condensar, pareciera querer definir la esencia del espíritu japonés, y a veces la última línea ofrece una sinestesia, una respuesta oblicua, flotante, a un presunto acertijo: “Pulido, el espejo/ sagrado se ve limpio./ ¡Y se pone a nevar!”. Bashô era un poeta al que no le costaba emocionarse.

Los dos traductores se han embarcado en un viaje paralelo, como Bashô y su compañero, y han actualizado su sombra, si puede decirse así. Su fortaleza –idéntica a la de Bashô– es precisamente la tenuidad de sus propósitos y modos. Al igual que el poeta tan lejano y cercano, revelan lo que los japoneses llaman kotodama : el prodigioso poder que reside en las palabras