El pasado 4 de agosto, con traducción de Patricio Tapia, el diario chileno La Tercera publicó el siguiente artículo de Michael Dirda –previamente publicado por The Washington Post–, a modo de acompañamiento de la distribución en Chile de la Poesía reunida, del gran poeta inglés Geoffrey Hill, traducida por Andreu Jaume para la editorial Lumen, de Barcelona.
Geoffrey Hill: la fascinación de la dificultad
Cierta vez en la sección de libros de un diario, en un artículo de vacaciones sobre escritores que merecen el Premio Nobel, el poeta y hombre de letras Donald Hall nombró a Geoffrey Hill “el mejor poeta inglés del siglo XX”. Muchos lectores, estoy seguro, se sorprendieron por la tremenda osadía de esta afirmación radical. ¿Mejor que Auden? ¿Mejor que Larkin? ¿Mejor que Graves, Lawrence y Housman? ¿Quién era este Geoffrey Hill para que debiéramos estar tan atentos a él? Felizmente, Hall terminaba su alocución mencionando que aparecería la poesía recopilada de Hill. Había que tomar nota mental de ese libro.
Aunque sólo tiene algo más de 200 páginas de poemas en inglés [algo más de 400 en la traducción bilingüe], la Poesía reunida de Hill representa 50 años de trabajo: una decena de volúmenes publicados, de algunos de los cuales se ha hecho una selección más o menos amplia. Geoffrey Hill está a la altura del aviso de Hall. Este es un libro de poemas tan conmovedor como el que alguna vez se quisiera leer.
En realidad, la particular fineza de Hill —una profundidad como de haikú para cada rigurosa palabra, junto con una seriedad espiritual y una perspectiva ingeniosamente austera de la vida— ha sido reconocida durante mucho tiempo. Harold Bloom, Christopher Ricks, John Bayley y muchas otras eminencias están de acuerdo sobre la severa belleza del lenguaje de Hill, y lo resbaladizo de su sentido. Ciertamente, sus poemas, empapados de historia, sangre y ambigüedad, hacen algunas exigencias difíciles al lector, pero también muestran tanto brillo, tanta sensualidad y fuerza enroscada que, en comparación, gran parte de los versos de otros se ven pálidos, desnutridos y sin importancia.
Algunos fragmentos mostrarán lo que quiero decir, aunque se violenta a estos poemas comprimidos apretadamente, cada una de sus grietas cargada de mineral, al destacar las bellezas más obvias:
Tus álbumes de fotos amados por el niño-rey
preservan en vidrio sepia las almas
de primos lejanos, vírgenes hasta que murieron
y los pretendientes delicados perdidos que podían cantar
(“La víspera de San Marcos”)
Disparo de salida. Jean Jaurès muere
en un charco de vino...
¿Mató Péguy a Jaurès? ¿Incitó al asesino?
¿Deben los hombres cumplir con lo que escriben
como con sus catres o sus armas o sus colegas
traumatizados por la guerra mientras cantan y lloran?
(“El misterio de la caridad de Charles Pëguy”)
¿Por qué tengo que revivir, incluso ahora,
tu boca, y tu mano deslizándose sobre mí,
ágil como un lagarto, como un nervio de agua?
(“Una canción de Armenia”)
…“A mediodía,
cuando los ejércitos se vieron, uno era el reflejo del otro;
ninguno eclipsó al otro. Fulgieron y se desvanecieron
y todo lo que de ellos quedó fue el duro suelo
de este dolor. No hice ningún ruido, pero una vez
me quedé rígido como si un grito lejano
hubiera anunciado mi nombre. No era nada...”.
El hielo con sangre teñía los juncos; arrancadas, unas pocas
plumas iban a la deriva; aves carroñeras
se pavoneaban sobre la armadura de los muertos.
(“Música de funeral”, 7)
Malcolm y Frere, Colebrooke y Elphinstone,
la vida del imperio como la vida de la mente
“simple, sensual y ardiente”, ajustada
al claro tema de justicia y orden, ida.
Idos los ascéticos pasatiempos, la erudición
persa, el jabalí salvaje escondido,
las acuarelas del sol y del viento.
(“Breve historia de la India británica”, III)
Noviembre rasga láminas de oro de las crestas de los robles.
(“El lamento de Damon por su Clorinda, Yorkshire, 1654”)
La mayoría de nosotros, y la mayoría de los poetas también, escribimos flojamente en comparación con esta música majestuosa: esa última línea podría ser Hopkins en su mejor momento. Seamus Heaney, quien algo debía saber, dice con razón: “Hill le habla al lenguaje… como un escultor le habla a un bloque... Las palabras en su poesía caen lenta y sin ayuda, como una soldadura fundida, y se acumulan en una protuberancia brillante y espesa”.
Resueltamente en contra del tenor de nuestros tiempos poéticos, Hill evita lo distendido y lo confesional. De hecho, no tiene más que desprecio por aquellos que suponen “que el poema es simplemente un recipiente para contener el flujo espontáneo de algún tipo de incondicional, directo, no modificado, no filtrado, espasmo personal”. Hill puede usar ocasionalmente su infancia, como lo hace en Himnos de Mercia (impresionantes poemas en prosa que difuminan la vida del antiguo rey Offa con la del joven Hill), pero lo hace con el mismo control apasionado que emplea para representar algunos de los más salvajes momentos de la historia. (Considérese uno de sus poemas “sobre” el Holocausto, con su obertura oscuramente punzante: “Quizá fueras indeseable, pero nunca, en cambio, intocable”). Tirantes, densos, los versos de Hill parecen estrellas de neutrones y explotan como supernovas. En algunos poemas, casi cada palabra puede tener dos o tres interpretaciones diferentes, ya que su autor reflexiona sobre las ambigüedades inherentes a la acción humana. “Dispensar, con justicia; o, con justicia /dispensar. Así el dios católico de Francia, / con honores todo lo nivela, todo lo honra, aun / a los condenados en los cínicos Invalides de los Cielos”.
A lo largo de su obra, Hill enfrenta esos misterios que nos angustian a la mayoría de nosotros: la fe religiosa y la duda, los horrores de la guerra y el genocidio, el impulso inexorable del pasado, los giros y traiciones del lenguaje, la corrupción de las causas nobles, la naturaleza del gobierno, la sombríos aspectos inescrutables del alma. Sobre todos estos asuntos, incluso sobre el mismo arte que practica, Hill sigue siendo apasionado pero profundamente ambivalente: en uno de sus ensayos cita la observación de Coleridge de que “la poesía, nos incita a los sentimientos artificiales, nos hace insensibles a los reales”. No es de extrañar que este británico alguna vez fuera profesor de literatura inglesa y de religión (en la Universidad de Boston).
Sin embargo, incluso en sus momentos más sacerdotales, los poemas de Hill nunca abandonan la ironía y el ingenio: “Exégetas pueden venir / para hablar al silencio / que ha surgido. Esto / no es inaudito”. “Pero los muertos mantienen su terreno”. “En las tiernas bocas de los beneficios acumulados del infierno, pulpa para los chivatos”. “Merovingios tratantes de coches”. “El Verbo se ha ido y ha vuelto, cocida la apariencia”. Y es divertido pesquisar los destellos de homenaje a los maestros anteriores: “Este es el pozo de cenizas del fuego de los lirios, / este es el cuestionamiento en las largas mesas” (Eliot). “Esos fantasmas arcillosos y llenos de mosquitos” (Yeats). Aun así, todas estas florituras, como la grave belleza de las descripciones de Hill y sus ritmos verbales, sirven a fines artísticos exaltados: pruebas de la brutalidad de la historia, retratos de la cobardía moral y el heroísmo, epifanías de nuestras incertidumbres espirituales.
La portada de una edición anterior de la obra de Hill esbozaba una pintura de un hombre y un ser alado, posiblemente Jacob y el ángel. ¿Pero la pareja está luchando o abrazándose? ¿O el hombre está siendo elevado, tal vez para alguna recompensa celestial? Por cierto, difícilmente se podría encontrar una imagen mejor y más rica para el lector, abrumado por los poderosos y seductores poemas de Geoffrey Hill.