lunes, 31 de agosto de 2020

Un caso de corrección política retrospectiva


“El célebre libro Diez negritos, de Agatha Christie, cambia de título en francés para retirar la palabra nègre, que tiene una connotación peyorativa”. Eso dice la bajada de la nota publicada, sin firma, el pasado 26 de agosto por el diario Excelsior, de México. 


Cambian título a Diez negritos, de Agatha Christie, para 'no herir' 

“Debemos dejar de utilizar términos que pueden herir”, dijo a la radio francesa RTL James Prichard, bisnieto de la reina del misterio y dirigente de la empresa propietaria de los derechos de sus obras. 

El título en francés de la nueva edición publicada este miércoles es Ils étaient dix (Eran diez). Además, las 74 veces en que la palabra nègre figura en la versión original desaparecen y por ejemplo “La isla del negro”, donde se desarrolla la trama, se convierte en “La isla del soldado”, como en las versiones en inglés. 

La editorial Masque “operó estos cambio a petición de Agatha Christie Limited con el fin de alinearse con las ediciones inglesa, estadounidense y todas las otras traducciones internacionales”, dijo la empresa, contactada por la AFP. 

El francés es una de las pocas lenguas que hasta ahora conservaba el título original, como es el caso del español y el griego. 

“El célebre libro Diez negritos, de Agatha Christie, cambia de título en francés para retirar la palabra nègre –que tiene una connotación peyorativa–, con el fin de no herir al público actual”, afirmó el miércoles el bisnieto de la autora. 

“Cuando se escribió el libro, el lenguaje era diferente”, explicó Prichard.

Publicada por primera vez en 1939 en Gran Bretaña, la obra llevaba por título Ten little niggers –el término nigger también tiene una connotación peyorativa en inglés–, pero al año siguiente salió en Estados Unidos como And then there were none (“Y entonces no quedaba ninguno”), con el acuerdo de la autora. 

En el Reino Unido, el título fue modificado “en los años 1980 y hoy lo estamos cambiando en todo el mundo”, dijo Prichard. 

“Agatha Christie escribía sobre todo para entretener y no le habría gustado la idea de que alguien se sintiera herido por una de sus frases (...) No quiero que un título desvíe la atención de su trabajo”, añadió. 

Diez negritos, adaptada al cine y a la televisión, es ante todo un fenómeno literario mundial, con más de cien millones de ejemplares vendidos. 

“Es su mayor éxito y el libro de crimen más vendido de la historia”, recordó su bisnieto. 

El anuncio agitó las redes sociales y el diario conservador Le Figaro estimó que se trata de “un nuevo triunfo de lo políticamente correcto”.

viernes, 28 de agosto de 2020

La RAE pierde otra oportunidad de no responder cagadas

Suponemos que debe haber algo así como una imposibilidad en ciertos españoles que les impide considerar que de ninguna manera son la medida de todas las cosas, lo cual, por cierto, denota un claro complejo de inferioridad respecto de otros pueblos. Así, por algún extraño designio, necesitan “adaptar” o “corregir” todo aquello que pudiera ser anómalo a la rígida normativa que plantean para la lengua castellana.

Hace ya muchos años, Borges se reía de los miembros de la Real Academia Española, señalando que, a los vikings (pueblo que se nombra con una palabra de origen nórdico), esos tipos los habían rebautizado “vikingos”. Acto seguido, se preguntaba cuándo al escritor inglés Rudyard Kipling lo iban a empezar a llamar “Kiplingo”.

Algo similar sucedió con la palabra folklore, termino acuñado a partir de las palabras folk (pueblo, gente) y lore (que refiere a los conocimientos y costumbres propias de una etnia, un pueblo o un grupo en particular). En este caso, los académicos se vieron compelidos a que “folklore”, en castellano, empezara a escribirse “folclore”, por vaya uno a saber que ataque de estupidez.

Pero como esta gente nunca descansa y trata de emular su propia imbecilidad ahora tenemos nuevas instrucciones que agradecer a ese compendio de mierda que se llama #RAEConsultas. La noticia fue publicada, con intención simpática, en Diario Libre, de Santo Domingo, y, a decir por los problemas sintácticos, sin haber consultado previamente una gramática del castellano.


Según la RAE, así se debe llamar correctamente a los fanáticos

 

En un montón de artículos nos hemos referido a los fanáticos y a las fanáticas, ya sea de las series a la hora de hablar de una plataforma de streaming, del cine, de los cómics o básicamente de lo que sea. Y comúnmente nos referimos a ellos simplemente cómo “los fans”. Pues aquí viene la Real Academia Española a decirnos que es incorrecto. 

“Lo normal en español es que las palabras terminadas en -n formen el plural con -es. Igual que decimos flanes y flans, deberíamos decir fanes y no fans”, explica la RAE en sus habituales respuestas en Twitter a través del hashtag #RAEConsultas.

“Pasa lo mismo con los terminados en -r. Tendemos a decir córners, másters o pósters, pero lo más adecuado en español es decir córneres, másteres o pósteres. Sino (sic), es como si hubiéramos optado en su momento por revólvers o cráters”, agregan. 

Así que ya sabes, no se trata en este caso de ninguna novedad como los lenguajes inclusivos. Ustedes, sean del género que sean, son los fanes, ¿qué tal?

jueves, 27 de agosto de 2020

Flaubert traducido en el taller de Natalia Roa Vial


En 2018, el Administrador de este blog fue invitado por Natalia Roa Vial a dictar dos clases en su taller literario, en Santiago de Chile.

Una de esas clases se refirió a su traducción de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, y a la situación de la traducción literaria en varios países de Latinoamérica. 

La charla fue grabada por Pedro Ignacio Vicuña y puede verse y oírse en el siguiente link:

https://www.youtube.com/watch?v=aL1lqTthqEs

miércoles, 26 de agosto de 2020

Samuel Beckett, Matías Battistón y tres al hilo

El pasado 23 de agosto, Mónica López Ocón publicó en el diario Tiempo Argentino, la siguiente entrevista con Matías Battistón, a propósito de su traducción de tres novelas del irlandés Samuel Beckett, publicadas por la editorial Godot, de Buenos Aires. En la bajada se lee: “Las ya míticas Molloy, Malone muere y El innombrable reencuentran su unidad gracias al minucioso trabajo de traducción de las tres novelas realizado por Matías Battistón” 

Por primera vez un mismo traductor vuelca al castellano su trilogía 


Samuel Beckett (1906-1989) escribió una obra emblemática del teatro del absurdo, Esperando a Godot. Seguramente jamás imaginó que una de las muchas repercusiones que tendría más de medio siglo después sería que una editorial argentina, Ediciones Godot, llevara el nombre de ese esperado personaje que nunca llega. 

En estos días difíciles en que la crisis económica heredada se agudiza a causa de la pandemia, esta joven editorial independiente se atreve a hacer una apuesta fuerte: publicar la trilogía del Premio Nobel de Literatura 1969 compuesta por las novelas Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953). Y la publicación tiene un plus importante: esta es la primera vez que la trilogía es llevada al castellano por un solo traductor, Matías Battistón. No se trata de un dato menor porque los ecos y resonancias que hay entre las tres novelas se perdían al ser abordadas separadamente por distintos traductores. 

“El mayor desafío que me planteó la traducción –dice Battistón, quien califica la trilogía como “una épica de la desintegración”– fue ver qué es lo que quedaba por hacer con ella, dónde estaba lo que faltaba. Había traducciones argentinas previas que eran las de Sur, aunque no de El innombrable que solo se tradujo en España, pero sí de Molloy, que la hizo Alberto Luis Bixio en 1960 y, antes de eso, la de José Bianco de 1958. Revisé esas traducciones de Sur, que se caracterizaba por tener eximios traductores y falta de revisores. Más allá de los estilos propios de la época, me encontré con varias falencias como falta de frases traducidas, tanteos, atribuciones equivocadas en los diálogos, lo que demostraba la falta de alguien que revisara y pudiera cotejar la traducción con el original. Otro punto ciego que también abarca a las traducciones españolas es que Beckett en realidad escribió la trilogía dos veces, porque la escribió en francés y la tradujo al inglés. Solo Molloy fue una cotraducción. Beckett era, por decirlo suavemente, muy neurótico, y tenía problemas para traducirse al inglés, que era su lengua materna, y quería desprenderse de la tarea asignándosela a otro. Consiguió finalmente un traductor, Patrick Bowles, un escritor sudafricano. Pero su trabajo con él resultó un fiasco. A veces pasaban ocho horas en un café leyendo en voz alta y corrigiendo. Beckett era muy educado y amable, pero también supercontrolador, por lo que insistía en estas revisiones eternas. Bowles se frustra, se va, las traducciones se retrasan y Beckett decide hacerlas él. A partir de esta experiencia, con algunas excepciones, eligió traducir él mismo su obra al inglés. Eso es lo que hace con Malone muere y con El innombrable”. 

Otro de los desafíos que enfrentó la traducción completa de la trilogía fue el uso del monólogo interior (no por casualidad Beckett tuvo un contacto estrecho con James Joyce, por quien sentía una admiración absoluta) que al producirse dentro de un personaje difumina contextos y puntos de referencia. Pero aun este fluir interno que suele estar enmarcado en un solo personaje se va borrando, según explica Battistón. “En El innombrable –dice– no hay un interior solo, el innombrable no es un personaje, ni siquiera sabe quién es, ni dónde está. No sabe qué es. La voz va mutando y la novela salta de un fragmento de narración a otro y nunca se resuelve, está todo el tiempo modulando”. 

Esta trilogía tiene una importancia fundamental en la obra de Beckett por dos razones. Por un lado, según lo señala el traductor, es una obra “bisagra” en su producción, ya que marca el momento en que deja de escribir en su lengua materna para hacerlo en francés. Si bien escribió, además de la trilogía, otra novela en francés, esta no se publicó en el momento, sino muchos años después. Por otro, la publicación de las tres novelas es próxima a la publicación de la obra que se convirtió en emblema de su producción teatral en el campo del absurdo, Esperando a Godot que, si bien fue escrita en la década del '40, recién fue publicada en 1952, es decir, luego de la aparición de los dos primeros libros de la trilogía y antes de la edición del tercero. 



martes, 25 de agosto de 2020

Seguimos dándole vueltas a la tuerca de James

 

En la entrada del pasado 18 de agosto pasado, presentamos un breve fragmento de Henry James y dos versiones del mismo en castellano: una del escritor mexicano Sergio Pitol y otra del escritor argentino José Bianco, aclarando que esos materiales provenían del Facebook de Jorge Aulicino. Las diferencias entre una y otra versión eran lo suficientemente importantes como para querer ahondar en las posibilidades de traducción de ese fragmento, por lo que se invitó desde este blog a quien quisiera proponer otras versiones diferentes. Aceptaron el desafío Andrés Ehrenhaus, Enrique Winter, Pedro Serrano y Matías Battistón, todos ellos escritores y traductores de muy amplia trayectoria. En el último caso, Battistón decidió acompañar su versión de un breve texto donde explica sus razones. Sirva el ejercicio como demostración de que no hay una única forma de traducir. También, de que los clásicos siempre admiten una nueva versión. Los lectores podrán escoger la traducción que les plazca. 

Varias vueltas de tuerca 

Henry James 

“I quite agree –in regard to Griffin’s ghost, or whatever it was– that its appearing first to the little boy, at so tender an age, adds a particular touch. But it’s not the first occurrence of its charming kind that I know to have involved a child. If the child gives the effect another turn of the screw, what do you say to 'two' children–?” 

“We say, of course,” somebody exclaimed, “that they give two turns! Also that we want to hear about them.” 


Sergio Pitol (México) 

–Estoy absolutamente de acuerdo en lo tocante al fantasma del que habla Griffin, o lo que haya sido, el cual, por aparecerse primero al niño, muestra una característica especial. Pero no es el primer caso que conozco en que se involucre a un niño. Si el niño produce el efecto de otra vuelta de tuerca, ¿qué me dirían ustedes de dos niños?

–Por supuesto –exclamó alguien–, diríamos que dos niños significan dos vueltas. Y también diríamos que nos gustaría saber más sobre ellos.


José Bianco (Argentina) 

Reconozco, en lo que atañe al fantasma de Griffin, o sea lo que fuere, que el hecho de aparecerse primeramente a un niño, y a un niño de tan pocos años, le agrega una especial característica. Pero no es el primer ejemplo de tan encantadora especie en el cual un niño se ha visto complicado. Si el niño aumenta la emoción de la historia, da otra vuelta de tuerca al efecto, ¿qué dirían ustedes de dos niños?

Alguien exclamó:

–Diríamos, por supuesto, que dan dos vueltas. Y queremos saber qué les ha sucedido.


Andrés Ehrenhaus (Argentina) 

–En cuanto al fantasma de Griffin, o lo que fuera eso, estoy bastante convencido de que el hecho de que se le apareciera primero al niño, y máxime a tan tierna edad, le da un toque particular a la historia. Pero esta no es, que yo sepa,la primera vez en que uno de estos encantadores sucesos incluye a un niño. Si el niño le añade una vuelta de tuerca al asunto, ¿qué efecto dirían que pueden tener “dos” criaturas? 

–¡Diríamos, por supuesto –exclamó alguien–, que le añaden dos vueltas! Y también que nos gustaría saber de ellas. 


Enrique Winter (Chile) 

–Estoy completamente de acuerdo –respecto del fantasma de Griffin o lo que eso fuera– en que aparecerse primero al niño, y a tan tierna edad, añade un toque particular. Pero no es el primer caso de su encantadora especie en que yo sepa de un niño involucrado. Si el niño da otra vuelta de tuerca al efecto, ¿qué me dicen ustedes de ‘dos’ niños? 

–Decimos, por supuesto –exclamó alguien–, ¡que dan dos vueltas! Y también queremos oír acerca de ellas. 


Pedro Serrano (México) 

–Acepto que si el fantasma, o lo que fuere, se le aparece primero al pequeño, y a tan tierna edad, le da un toque especial. Aunque hasta donde sé no es la primera vez que tal tipo de encantamiento le sucede a un niño. Y si el niño le da otra vuelta de tuerca al efecto, ¿que dirán de “dos” niños? 

–Diremos que claro, que dos niños le dan dos vueltas. Y también que queremos saber qué les pasó. 


Matías Battistón (Argentina) 

–Admito,con respecto al fantasma de Griffin, o lo que fuera, que el hecho de habérsele aparecido primero al niño, cuando era tan pequeño, le da un toque particular. Pero no es el primer de estos casos, tan fascinantes, que yo conozco donde haya participado un niño. Si el niño le da al asunto otra vuelta de tuerca, ¿qué dirían ustedes si hubiera “dos” niños…? 

–¡Diríamos, claro –exclamó alguien–, que le dan dos vueltas de tuerca! Y también que nos gustaría escuchar su historia. 


Texto de Matías Battistón:

¿Cómo traducir este texto de James después de Bianco? Es decir, ¿cómo evitar repetir una serie de elecciones que, desde el título mismo, hoy en castellano reconocemos como clásicas, como una marca registrada? Cualquier traducción que no sea “vuelta de tuerca” para turn of the screw me da la misma impresión que me daría una foto de Henry James en el que se lo viera no pelado, digamos, sino con una dorada melena al viento. Quizá no sea peor, pero es otra cosa. 

Uno podría terminar calcando a Bianco con ligeras variaciones, pequeñas puestas al día, y darse por hecho. O diferenciándose por diferenciarse, optando por cualquier alternativa que no sea la bianquesca, o por un literalismo que se publicita como superador (con lo cual se puede llegar a monstruosidades como “el giro del torno” en vez de “la vuelta de tuerca”, como más o menos hicieron unos retraductores hace algunos años). También se podría elegir una vía más civilizada, menos grosera que glosera, que aproveche para instaurar la principal diferencia mediante el uso de profusas notas aclaratorias, informativas, críticas, personales, etc. 

Por último, se me ocurre otra más, la fidelidad inopinada: poner el ojo donde no hace falta (total, en este caso, el fragmento es chico y el disparate no puede ser tan grande) y respetar algún rasgo o detalle a rajatabla, para ver qué pasa.Mi traducción, por ejemplo, buscó tener la misma cantidad de palabras, frase por frase, que el original: veintinueve, dieciocho y dieciocho. No lo pensé como ejercicio oulipiano, o aritmosófico, sino más bien como una segunda consigna, que podría estar siempre implícita: encontrar la manera de transformar en rigor productivo lo que es, a fin de cuentas y por suerte, como casi todo, nada más que un capricho.

lunes, 24 de agosto de 2020

"¿Qué diferencia hace que un traductor sea considerado o no autor de su obra? "

 

Natalia Viñes publicó en el suplemento cultural del diario Perfil del día de ayer la siguiente nota sobre el estado de situación por el que atraviesan los traductores literarios en la Argentina. En la bajada de la nota, se lee: “Luego de varios proyectos de ley truncos, la creación del Instituto Nacional del Libro Argentino podría revertir esta situación desfavorable”, algo que, a juzgar por los dichos del vicepresidente primero de la Cámara Argentina del Libro (CAL), no se puede deducir por el contenido del texto.

El traductor como escritor fantasma

A quién leemos cuando leemos una obra literaria escrita en nuestra lengua pero proveniente de una lengua extranjera? La pregunta parece sencilla, pero la respuesta tiende a bifurcarse. La Argentina ha sido tradicionalmente productora y exportadora de traducciones literarias, con un historial de momentos destacados tanto para América Latina como para España. Actualmente las editoriales del país apuestan a la publicación de traducciones de altísima calidad, con las que aportan una distinción en la identidad de sus catálogos. El interés por la traducción a menudo no viene sólo impulsado por las editoriales, sino que también son los traductores literarios quienes proponen a las editoriales traducir a determinados autores que consideran hallazgos. Sin embargo --a diferencia de otros países cuyas legislaciones otorgan un marco regulatorio a la actividad--, en la Argentina los traductores consideran que su trabajo aún no es del todo reconocido y desde hace tiempo transitan un trabajoso camino en pos de revertir esta situación.

La ley 11.723 de propiedad intelectual dice que el traductor es el autor de la versión que realizó sobre la obra original. Si bien la norma fue sancionada en la primera mitad del siglo pasado, es la única existente respecto de los derechos de los traductores, y a juzgar por los usos y costumbres imperantes parece apenas un pasaje anecdótico dentro de la literatura del derecho.

¿Qué diferencia hace que un traductor sea considerado o no autor de su obra? Son muchos los factores que cambian en relación con esta valoración: la visibilidad del autor, su forma de trabajar, la forma de cobrar por su trabajo, sus oportunidades para contar con sus propias obras a futuro, y varias otras cuestiones que se ramifican en estas direcciones, además de que esta diferencia pone de manifiesto, a partir de una práctica, la concepción cultural predominante que subyace hoy por hoy a las ideas que se tienen sobre qué es un escritor, qué es una obra y qué es la creación.

Es por eso que en los últimos días, los avances hacia la posible fundación del Instituto Nacional del Libro Argentino (INLA) son celebrados y seguidos de cerca por casi todos los actores que intervienen en la industria del libro. Entre ellos: los traductores. El proyecto, cuyo autor es Daniel Filmus, fue presentado por él el año pasado cuando presidía la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados. Hace pocas semanas se realizó una histórica asamblea (virtual) organizada por la Unión Argentina de Escritoras y Escritores, a la que asistieron funcionarios y distintos sectores de la industria. En la reunión, hubo un amplio consenso para el apoyo de la aprobación desde todos los arcos, incluida la actual presidenta de la Comisión de Cultura de la Cámara baja, la diputada Gisela Scaglia (PRO). Se trata de un progreso alentador para el momento de crisis inédito por el que pasa la industria del libro en medio de la pandemia.

El cine, el teatro y la música tienen sus propios institutos, es por eso que también todas las partes involucradas coinciden en la necesidad de saldar esta deuda pendiente con el libro. Entre los puntos que se contemplan a través del proyecto del INLA con relación a la problemática latente de la actividad de los traductores figura “contribuir a la protección de los derechos de autor de los escritores, traductores y editores mediante el cumplimiento de la legislación nacional y de las normas aplicables en los convenios internacionales”.

Este no es el primer paso que dan los traductores literarios para impulsar su reconocimiento como autores. Dos veces antes se unieron para presentar proyectos de ley. El primer intento fue en el año 2013.

Surgió como una iniciativa de unos pocos traductores, pero después fue creciendo. Ingresó a la Cámara con las firmas de los entonces diputados Roy Cortina, Julián Domínguez, Manuel Garrido y Victoria Donda. Posteriormente sumaron sus firmas los legisladores Gisela Scaglia y Miguel del Sel. Había sido elaborado conjuntamente con las traductoras Estela Consigli y Lucila Cordone, en representación de la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI), y los traductores, escritores y editores Andrés Ehrenhaus y Pablo Ingberg. Ese primer proyecto no llegó siquiera a ser tratado en comisión.

El segundo proyecto fue presentado en 2015. Se trató de la Ley de Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción. En esa instancia, al calor de la iniciativa, se logró visibilizar aún más la problemática del sector. Se organizaron charlas, se recolectaron adhesiones y muchas notas periodísticas se ocuparon del tema.

“El proyecto se refería a las traducciones y a los traductores ‘autorales’. Es decir, a quienes traducen obras sujetas a derechos de propiedad intelectual. Apuntaba al reconocimiento moral y económico, de considerar autor al traductor, tanto de parte de los editores y del público lector como del propio traductor”, cuenta la traductora Estela Consigli, actual vicepresidenta de la AATI. De los artículos redactados se desprendía un conjunto de derechos morales y patrimoniales, de carácter irrenunciable e inalienable, como por ejemplo: la mención del nombre del traductor junto al autor de la obra original cada vez que se aludiera al texto y la facultad de decidir sobre la divulgación de la obra. Entre los patrimoniales, se aseguraba el derecho del traductor a la reproducción, distribución y explotación de su obra. Se admitía su cesión temporal, a cambio de una retribución equitativa y proporcional a los beneficios obtenidos por el editor de la traducción, lo que supone la percepción de un porcentaje sobre las ventas de la traducción.  Entre los fundamentos de la ley planteaban que “en la enorme mayoría de los casos los traductores argentinos están muy mal retribuidos; no pocos trabajan sin contrato, y aunque hay honrosas excepciones entre las editoriales radicadas en Argentina, los contratos que se suscriben con la mayoría de ellas imponen condiciones extremadamente rigurosas, que los traductores aceptan por temor a perder su fuente de trabajo. Asimismo, no es infrecuente que deban ceder sus derechos de propiedad intelectual de modo indefinido, de tal manera que las editoriales quedan autorizadas a utilizar la traducción a voluntad, reimprimirla las veces que lo deseen o ceder los derechos a un tercero para otros usos”.

La redacción de la ley recogía los términos de la Recomendación de Nairobi sobre la Protección Jurídica de los Traductores y las Traducciones, aprobada por la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas, la Ciencia y la Cultura (Unesco), entre una gran cantidad de fuentes de convenios internacionales. Muchos de esos avances están ya incluidos en las leyes de propiedad intelectual de países latinoamericanos como Bolivia, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Venezuela.  Los diputados firmantes en esa ocasión fueron varios más que los del proyecto anterior. Entre ellos, María del Carmen Bianchi, Liliana Mazure y Diana Conti. A los coautores de la primera versión se sumaron: Laura Fólica, Griselda Mársico y Gabriela Villalba.

Entre algunas de las resistencias al proyecto que aparecieron en su momento, el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires objetó que no podían aceptar que se reconociera como profesional de su labor a quien no tiene título habilitante. Con ello, hacía alusión al artículo del proyecto de ley que definía como traductores a las “personas físicas que realizan la traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación profesional”. El escritor y también traductor Marcelo Cohen le contestó al Colegio a través de una carta abierta a Nora Bedano, una de las diputadas que integraba la Comisión de Cultura en ese entonces. Le decía que ese razonamiento “perjudicaría gravemente a la cultura y el trabajo en nuestro país”. Agregaba: “Decenas de nuestros mejores traductores, reconocidos en el mundo y por los lectores, carecen de título específico –aunque muchos tienen otros títulos, y desde luego una sólida formación–. Aparte del perjuicio y las aflicciones que conllevaría para ellos, la calidad de nuestra producción editorial de textos traducidos sufriría una merma incalculable”.

El proyecto de ley logró tratarse con los asesores de la comisión de Legislación General de Diputados, lo que constituía el primer paso. Se debatió en esa instancia con los actores del sector y se llegó a un dictamen consensuado. De ahí, debía pasar a diputados para su aprobación y avanzar a la próxima comisión. Pero finalmente el proyecto volvió un casillero para atrás. Pasaron los meses y perdió estado parlamentario sin haber llegado al primer escalón.

Consultada a la Cámara Argentina del Libro (CAL), sobre la opinión que le había merecido en ese entonces el proyecto de ley, Juan Pampín, su vicepresidente primero, dice que “la Cámara está de acuerdo en que los traductores tengan una ley, y nosotros, más allá de eso, necesitamos estar de acuerdo con esa ley. En ese momento, así como estaba, teníamos una serie de observaciones que seguimos discutiendo”.

Desde aquella propuesta, hasta los actuales puntos que recoge el INLA, no se volvió a presentar un nuevo proyecto. En ese lapso el contexto político argentino se tornó más restrictivo para este tipo de derechos de autoría, a la vez que comenzó un etapa económicamente poco favorable para la industria editorial durante los años de gestión de Cambiemos. “En esta situación donde las editoriales están luchando por sobrevivir se hace más complejo traer este tipo de cuestiones relacionadas con derechos”, dice Pablo Ingberg.

Sin embargo, aún sin una ley propia, los traductores destacan que hubo un antes y un después luego de ese gran paso. Se lograron conquistas simbólicas importantes. Muchas editoriales, sobre todo las pequeñas, comenzaron a incluir el nombre de los traductores en las tapas de sus libros. Se empezaron a firmar contratos de acuerdo a los puntos que se solicitaban. Por ejemplo: con un plazo definido de común acuerdo entre las partes y, en algunos casos, con el reconocimiento de unas mínimas regalías sobre la venta de los libros.

Más allá de estas victorias, al día de hoy el trabajo de traductor dista mucho de reunir las condiciones ideales que esbozaba en aquel proyecto de ley. Jorge Fondebrider, traductor, fundador del Club de Traductores, publicó el 17 de julio en el blog de dicho club (clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com) una nota con cifras referidas al pago que reciben los traductores al día de hoy. Reveló que “prácticamente en todo el mundo hispánico, el pago de una traducción se hace por página o cuartilla de 2.100 caracteres. En la Argentina, en cambio, se paga por millar de palabras. (...), estaríamos hablando de unos 5.250 caracteres”. Cada lengua tiene una tarifa particular, las lenguas menos frecuentadas (por ej: chino, coreano, sueco, noruego) suele cobrarse un 40% más que las otras. “Considerando el cambio oficial de dólar al peso argentino del 10 de julio de 2020, España es el país que mejor paga en toda la lengua castellana”.  En pesos argentinos sería de entre $ 1.121,39 y $ 801,00 por 2.100 caracteres. En México la cifra equivalente sería de entre 1.063,53 y 709,02 pesos argentinos, y en Chile, entre $ 850,53 y $ 709,02. “En el caso de Argentina, como ya fue dicho, la forma de medir el pago cambia. También las condiciones de negociación”. En la nota, Jorge Fondebrider cuenta que algunas editoriales suelen guiarse por el tarifario sugerido por la Asociación de Traductores e Intérpretes de Argentina (AATI) –que puede consultarse en la página web, así como los modelos de contratos sugeridos– “la cual, luego de mantener una tarifa de AR$ 1.250  desde noviembre de 2019 hasta junio de 2020 (meses en los que la inflación acumulada, según datos del IPC, corresponde a un 13%), sugiere un pago de AR$ 1.330 (o sea, US$ 18,83) por millar de palabras”. “Volviendo a la comparación con el resto del mundo hispánico”, dice Fondebrider, “si nos atuviéramos a considerar los 2.100 caracteres, el traductor argentino –que repito, gana en función de las 2 páginas y media; o sea, los 5.250 caracteres– estaría cobrando AR$ 532 por cuartilla, lo que equivaldría a US$ 7,50 la página, cifra que está por debajo de lo que se paga en la mayoría de los países de lengua castellana con una industria editorial activa.” La escritora Eugenia Almeida, en la reunión sobre el INLA mencionada más arriba, hizo referencia a la “discusión anacrónica sobre si la escritura es o no un trabajo” que se reavivó hace pocos meses. Dijo: “Incluso desde nuestro sector hay algunas personas que dicen que escribir no es un trabajo. Al hablar de escribir digo: traducir, editar, maquetar, corregir, todas las cosas relacionadas con la parte creativa de un libro. El Estado debe garantizar y crear un territorio donde nadie ponga en cuestión que escribir es un trabajo. Necesitamos que el Estado nos acompañe diciendo “por supuesto que escribir es un trabajo”.

viernes, 21 de agosto de 2020

"Así nos ve la industria, así nos ve la sociedad, así nos vemos (en vergonzante secreto) nosotros"

Como ahora en Barcelona cerraron las discotecas, Andrés Ehrenhaus, residente de esa ciudad, tiene más tiempo libre y se dedica a pensar sobre la profesión de traductor, que ejerce desde, ay, hace más de cuarenta años. En la ocasión, les responde a dos papanatas que escribieron sendas notas sobre lo fácil que es traducir y la buena oportunidad de ganar dinero que eso significa. Pero, dado el gasto de ponerse a reflexionar sobre la ¿profesión?, va más allá y discute cosas que merecen ser discutidas, a las que la mayoría de los colegas les esquivan el bulto (sin ofender, claro).

Traducir es una changa cruel

No ha mucho, en sendas notas súper pedorras (es lo más técnico que se me ocurre) publicadas en La Nación y Ámbito Financiero, dos cracks del neoperiodismo de retaguardia incluían a la traducción en una lista de negocios rápidos y fáciles con los que ganar unos manguitos “en estos tiempos difíciles”. Ninguna de las notas da como para ser leída, mucho menos con detenimiento, pero resultan interesantes en tanto describen un estado del arte que los traductores solemos negar: la traducción (y me refiero acá a la vinculada a la edición de libros, aunque las notas se referían especialmente a la de contenidos virtuales, whatever sea eso) sí que suele ser una changa, sobre todo la traducción literaria, y la de poesía ni te digo. Como es obvio, traducir no es un negocio ni rápido ni fácil sino más bien todo lo contrario; sin embargo, en lo que a condiciones laborales y precariedad económica se refiere, no dista mucho de la definición de changa del Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, José Corominas, 3ª ed., Gredos, Madrid, 1973: arg. “transporte de una maleta, etc., que se hace fuera de las horas de trabajo, faena de poca monta; changar: hacer trabajos de jornalero”.

 Los buenos de Nicolás Litvinoff y Romina Díez, los cracks que firman las notas, no sabían en qué berenjenal se habían metido. Les cayeron encima los traductores y docentes de traducción asociados con el grito en el cielo y el cuchillo en la boca: “¡lo que nosotros hacemos no es ninguna changa!”. Y al menos Litvinoff (o alguien en la redacción de La Nación) creyó oportuno rectificar un poquito y agregar una notita súper pedorra de desagravio: “como dice la Asociación Tal y Cual, reconocida por las Asociaciones Internacionales Tales y Cuales, traducir no es ninguna changa; nunca fue intención de este medio ofender a los profesionales de tan digno menester, etc.”. Pero la escupida en la oreja ya estaba puesta. Nos habían llamado changadores, derivado de jangaderos, siempre según Corominas.

A mí me parece muy bien que la Asociación Tal y Cual y los docentes y demás estamentos de la traducción institucionalizada vayan y protesten y defiendan lo que es suyo y consigan rectificaciones y desagravios en los medios cuando esos medios los ofenden en su fuero profesional más íntimo. Es precisamente lo que se espera de esos sectores organizados, que salgan y digan ¡aquí estamos! con un puñetazo en la mesa. Pero ese puñetazo simbólico no va a borrar lo que la realidad escribe en fuego sobre piedra, lo diga la prensa pedorra o no: seguimos en el nivel de changa. Así nos ve la industria, así nos ve la sociedad, así nos vemos (en vergonzante secreto) nosotros. Si no, qué tanto berrinche con ganar visiblidad. Creo haber tratado de explicar, no sé si bien o mal pero sí hasta la suciedad, por qué ocurre esto. Véanse mis recientes opúsculos en este mismo medio. Pero por si la pereza venciera al lector eventual del opúsculo presente y considerase demasiado pedir que lo derivemos a otros textos, intentaré explicarlo en palabras sencillas una vez más e incluso con nuevos argumentos.

No nos ven porque no nos vemos. Es decir, no vemos en nosotros al profesional de tomo y lomo que fantaseamos ser. No vemos al trabajador de pleno derecho. No vemos al autor maduro y responsable de su producción. Y no los vemos porque no sabemos cómo establecer ese paradigma ante la sociedad. La nuestra es una ceguera doble: la de la sociedad en general y la de los traductores en particular. Es una relación concéntrica que nos toca resignificar (¡ah, qué ganas tenía de utilizar este palabro!) esencialmente a nosotros. ¿Cómo? En primer lugar, despejando la patraña conceptual que engloba a todos los traductores para después pasarlos por el tamiz de la jerarquización interna. En un principio, traductores somos todos, tirios, troyanos y públicos. En una segunda instancia, traductores “garantidos” solo son los que sufrieron el duro castigo del látigo académico sobre sus magras costillas. En una tercera instancia, también el látigo, según si era de cinco puntas o de tres, jerarquiza a sus padecientes: el traductor público es más traductor que el traductor simplemente científico o técnico. En estos círculos infernales, los más abyectos los ocupan los traductores literarios, que en su gran mayoría invadieron la profesión por la puertita abierta con toda ingenuidad por Díez y Litvinoff: la changa. Y probablemente, al menos a efectos de remuneración efectiva, el último círculo lo ocupan, lo ocupamos los traductores de poesía. Pero no se crean, nosotros no clamamos desde las profundidades –nos gusta sufrir.

Es hora de dejarnos de pendejadas. Cuando alguien ofende a un traductor, así en genérico, no sé si me ofende también a mí. Porque a mí no me ofende en absoluto que me igualen a un diletante que no estudió en un predio homologado por el poder y las leyes para hacer lo que hace, sobre todo cuando ese poder y esas leyes no protegen mi trabajo, tenga yo un título bajo el brazo o no. Entiendo que los traductores públicos le salten a la yugular al inexperto que minimiza y borra de un plumazo entintado sus cinco o ene años de látigo, y que otro tanto hagan los docentes que enseñan en esas magnas casas del saber y aquellos que han recibido pacientemente ese saber y ahora tienen (o tendran futuramente) un certificado que así lo testifica, y lo efectivizan con abnegación y esfuerzo según su propio saber y entender. Hacen bien. Pongan de rodillas al plumífero. Que sude en negro sobre blanco su penitencia. ¡Dónde se ha visto tratarnos así, y encima en La Nación! (En todo caso, no extraña que ese diario se permita esos deslices, siendo como es que su fundador, un reconocido masón que como mucho estudió artillería y fue periodista autodidacto, tradujo al final del camino de su vida –y como changa– La divina comedia). Pero no solo no me siento agraviado porque las leyes laborales no se corresponden ni son coherentes con las educativas; no me ofendo porque en los últimos círculos infernales el saber de quienes asomaron la inocente caripela por la puertita de la changa y acabaron en las lagunas de azufre se aprende a algo más que a latigazos académicos. Se aprende a llamaradas y baños de lava. No hay título que te ampare, ni asociación. No hay espacio ni tiempo para el pataleo. Se aprende a traducir a la brava. La changa alegre del cartel se convierte rápidito en un galeón jediento y el que no rema no come… o come de otro lado.

En esa escuela se formaron cientos, miles de traductores literarios que hoy son los autores de obras derivadas que leemos todos, traductores titulados incluidos. Nos formamos en la ley de la changa cruel. Con la salvedad de que esa changa no tiene changüí. El traductor que pierde fuelle no sirve para remar en la industria. El que traduce mal, se cansa antes. El que se olvida de aprender en cada libro, cada página, cada línea, va a la pasarela de los escualos. El que elude la crítica, propia y ajena, se está cubriendo de lodo. El que se autoconcede premios de fantasía se convierte en estatua de sal. La misma industria que nos da mal de comer es la que nos confiere la autoridad de ser lo que somos y de llenar las bibliotecas con nuestros hijastros. Somos bucaneros: no hicimos la carrera de las armas pero sabemos hundir bergantines y recuperar tesoros extranjeros y para eso nos contratan. Difícil que nos ofendan unas palabritas titubeantes.

De ahí que nuestra lucha no sea la de los “traductores genéricos”. Ellos no son autores, no tienen esa máxima responsabilidad que nos ata a nosotros a nuestra obra con un doble vínculo perverso: nuestros derechos nunca superan a nuestros deberes. Ese peso nos encorva, nos avinagra, nos vuelve descreídos. Yo respeto y busco a mis iguales por lo que han hecho, por la excelencia de sus obras, por la fragilidad y delicadeza de sus errores, por el cuidado de su labor diaria, nunca por sus títulos o premios. Mis iguales no lucen cocardas sino cicatrices. El problema nunca será si la traducción no titulada es una changa o no sino si esa changa se hace con esmero y calidad, y siempre huyéndole al estándar hacia arriba. De ese modo, la changa pasará a ser trabajo digno. La súper pedorrada en la que abundan los dos plumíferos ahora emplumados por la protesta del gremio invisible, eso de que para traducir basta con saber escribir y manejar idiomas, no es tan idiota como parece. La cuestión está en dónde pone uno el acento, ¿en basta, en saber, en escribir, en idiomas? Les faltó un verbo crucial: leer. Pero seguro que después de este opúsculo justiciero y flamígero, se retractan y lo ponen.

https://www.lanacion.com.ar/opinion/10-changas-virtuales-generar-ingresos-tiempos-coronavirus-nid2388040 

https://www.ambito.com/opiniones/negocios/los-10-exitosos-iniciar-muy-baja-inversion-n5123463 

https://www.facebook.com/AATI-347021593893

jueves, 20 de agosto de 2020

Una interjección que puede oler mal

 

El pasado 12 de agosto, Stephen Burgen, desde Barcelona, escribió en el diario inglés The Guardian sobre el malentendido que se dio entre David Simon (foto), creador de The Wire y The Plot Against America, y Pablo Iglesias, secretario general del partido político español Podemos y vicepresidente segundo del gobierno de su país. El artículo se reproduce con traducción de Julia Benseñor.

Un embrollo de traducción en Twitter

David Simon, el creador de la serie The Wire, no ha parado de sumar elogios con su última serie The Plot Against America.

Cuando David Simon escribió The Wire, se impregnó de la jerga callejera de Baltimore, pero eso no lo preparó para enfrentar las complejidades de la jerga del español peninsular, donde lo que suena a lenguaje agresivo puede no ser otra cosa que un cumplido.

El guionista estadounidense de televisión se encontró en Twitter en el epicentro de una tormenta que comenzó cuando Pablo Iglesias, el líder del partido de izquierda Podemos, fanático de The Wire, elogió The Plot Against America, la última serie de Simon.

Ésta se basa en el libro del mismo nombre de Philip Roth y narra el surgimiento de un régimen fascista en los Estados Unidos, en la década de 1940. Iglesias tuiteó que la serie demostraba que en verdad el fascismo nunca se había ido, lo que provocó una catarata de reacciones en favor y en contra del régimen fascista español de Francisco Franco.

Simon, que no tenía idea de quién era Iglesias, se encontró con que su nombre aparecía mencionado en cientos de posteos, mientras los usuarios de Twitter se dedicaban a intercambiar insultos en español y catalán.

Simon retuiteó el mensaje de Iglesias con el siguiente comentario: “Entonces, si no me traiciona mi poco español, a este tipo le gustó mi miniserie y me etiquetó. Y así, ahora, en este segundo día, mi cuenta de Twitter se llenó de franquistas e independentistas catalanes que se gritan unos a otros en idiomas que no son los míos. Bueno, ok. Volvimos a 1937. Muerte a los fascistas. No pasarán”.

Durante los intercambios del fin de semana, hubo cables cruzados cuando Simon malinterpretó el mensaje elogioso "Olé tus cojones" y le asignó, en cambio, el significado de “tus cojones apestan”. El guionista respondió insultando a la madre del emisor del mensaje hasta que alguien le explicó que olé no tenía nada que ver con oler.

“Bien, eso quiere decir que me pasé toda la mañana insultando a las madres y a la pobreza retórica de los franquistas y fascistas españoles en Twitter”, concluyó finalmente Simon. “Pero aprendí que ‘olé tus cojones’ es un elogio. Vaya una cosa por la otra”.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Traductores que corrigen a los autores

Soldados polacos defendiendo Varsovia
La narradora española María José Furió, además de traductora, es también editora y, en ocasiones, correctora. Por eso su opinión es una autorizada. En el siguiente texto, publicado en dos partes –el 24 de junio y el 15 de julio de 2014, en el hoy desaparecido Trujamán, del Instituto Cervantes– emplea todos esos talentos arriba descritos para preguntarse hasta dónde son lícitas las correcciones que un traductor le hace a un autor.

Yo (no) estuve en Varsovia

Uno de los temas de discusión frecuentes en listas de correos de traductores es el grado de intervención que puede permitirse el traductor cuando detecta un error en el original. Suele debatirse bizantinamente qué se considera error; para algunos, se limita a las erratas obvias o datos subsanables relativos a fechas, direcciones, nombres actualizados de ciudades, apellidos –en francés, no es raro que los autores ignoren el uso de los dos apellidos españoles y alteren su orden o destaquen el más sonoro o inusual–, etc. En tales debates pronto queda claro que el uso ha consagrado algunas reglas: en traducción técnica o de prensa, se corrigen todos los errores y antes o después se advierte al autor. En la traducción literaria, lo ideal parece ser consultar al autor, siempre que sea posible. Se da por seguro que éste agradecerá la corrección salvo que su error sea intencionado y, por ello, significativo. Pero si es involuntario, traducir un error no significativo puede interpretarse, como señalaba recientemente una colega, como un comentario «sobre la ignorancia del autor» y sería una marca más de la presencia del traductor donde el escritor ignoraba haber cometido un fallo.

Ya entrados en faena, algunos discuten si un texto de mala calidad, típico en los subgéneros de fantasy y novela negra de kiosco –gramática y sintaxis dudosa, estilo desaliñado o falta de estilo, adjetivación lacia, etc.–, ha de traducirse fielmente o conviene embellecerlo. En este punto, entran en consideración los conceptos de traducción literal y oblicua, y la noción ya ampliamente establecida de «traducir como amigo». La principal ventaja de esta solución es preservar la imagen de solvencia del traductor profesional, a quien se le atribuirá sin dudar la autoría del resultado desastroso; esta decisión también explicaría por qué algunos títulos alcanzan un éxito sorprendente en sus versiones traducidas, tras pasar sin pena ni gloria la versión original.

A veces, el traductor opta por mostrarse discreto y señalar el error en nota a pie de página –lo cual puede considerarse una manera hipocritona de quedar bien con todo el mundo sin dejar de lucirse al señalar confidencialmente, como al oído, el traspié–. En la literatura española contemporánea quizá sea Ramón Buenaventura, excelente novelista y traductor, quien ha hecho un uso más irónico de esta «industria» de la nota a pie de página, corrigiendo y anotando su propia obra, haciendo decir y desdiciendo luego en nota al pie a sus personajes, poniendo así en solfa las nociones de autoría y de texto cerrado.

Por lo general, encontramos una u otra pauta de corrección de errores. Pero ¿qué ocurre cuando el traductor decide corregir al autor incluso en sus notas al pie? Que a la editorial se le presenta un formidable trabajo de editing. Sucedió años atrás, cuando un editor de no ficción de una gran editorial me encargó la corrección de estilo y el editing de un ensayo que, visiblemente, se le había ido de las manos al traductor. El original inglés era un voluminoso ensayo histórico –más de 700 páginas– dedicado al alzamiento de la ciudad de Varsovia, que arrancó en agosto de 1944 mientras se esperaba la llegada de los soviéticos. «Stalin se negó a ayudar a los polacos y permitió que los alemanes actuaran libremente», reza la solapa, que añade: «Hitler ordenó destruir la ciudad y acabar con sus habitantes». La copia impresa con las notas del traductor, incluidas las notas a las notas a pie de página del historiador, superaba, si no recuerdo mal, los mil folios.

La versión española del alzamiento de Varsovia contra los nazis era como un jardín que ha crecido desordenadamente y en todas direcciones, fruto no del abandono sino de algún fertilizante peculiar generosamente esparcido por el traductor: ¿Erudición escrupulosa? ¿Aburrimiento? ¿Locura?

Me llamó la atención que el traductor se dirigiera al editor haciéndole notar esto y aquello y aquello, dando por descontado no sólo que leería sus notas, comentarios y correcciones sino que las apreciaría y determinaría personalmente su pertinencia. El editor me pasó la patata caliente pidiendo que considerara los comentarios del traductor y eliminara sin escrúpulos las notas y correcciones más peregrinas, sin olvidar que el volumen final del libro debía ser manejable, aun cuando el formato de tapa dura tolera los tochos.

 

No presentaba dificultades importantes de estilo ni de interpretación, pues el traductor era un profesional veterano y experto. El problema era que intervenía no sólo para corregir errores que justificaba en nota al pie, sino que además discutía puntillosamente fechas y hechos a tal punto que, alcanzado el ápice del asombro, me pregunté cómo podía tener conocimiento de unos acontecimientos que, según aseguraba el original, constituían la novedad y razón del ensayo. ¿Acaso estuvo en Varsovia en 1944? Hice cábalas: aunque por esas fechas nuestro traductor ya pisara este mundo, ni siquiera vestiría pantalones largos si debía seguir profesionalmente activo a principios del siglo xxi.

 

Dado que el uso de Google no estaba tan generalizado como hoy ni la cantidad de datos subidos a la red alcanzaba la magnitud, variedad y desmesura que conocemos, debía confiar en enciclopedias y diccionarios de toda suerte para dirimir entre el autor y su traductor. En ciertos puntos, la razón recaía impepinablemente en el autor, pues es quien firma y tiene autoridad sobre su ensayo. Otras correcciones, sin embargo, eran plausibles pero indecidibles… salvo por un historiador especialista al que habría que pagar por verificar datos exclusivamente.


Sin duda, mi traductor llevó la intervención a su paroxismo. Era fácil suponer que «enloqueció», que la larga convivencia con un texto de tal extensión le hizo perder el norte en su afán de ser preciso y honesto con los lectores. Pero creo que en realidad esta situación es más frecuente de lo que parece. Aquí, elevada a la enésima potencia, subrayaba el enfrentamiento ideológico que no pocas veces opone al traductor con el original a traducir, del que dependen sus ingresos. Otros trujamanes han tratado de las versions adaptadas por la censura franquista, pero ¿qué decir de la censura que impone el llamado Pensamiento Único? Cuántas veces nos hemos encontrado tecleando rítmicamente y piropeando a nuestro autor con un «patán», «caradura», en tono cómplice, sí… o no siempre, y comentando sobre la marcha el progreso del texto: «qué estilo desastrado», «¡así se reescribe la historia de la literatura!», etc.


Quizá un traductor erudito que tiene entre manos un ensayo dedicado a un periodo de la historia que conoce bien no renuncie a luchar a brazo partido hasta la última página, la última coma, la última nota para defender oblicuamente su propio enfoque de ese periodo histórico.




Ahora que tenemos a un tiro de tecla información muy especializada, cuesta menos averiguar si tal autor extranjero cojea ideológicamente de tal pie y tal traductor del otro, por lo que la prolija intervención que aquí comento también pudo ser una forma apasionada de defender otra memoria histórica.


Quizá lo más destacable de esta peripecia no sea que a la pasión del historiador inglés se le enfrentara la pasión del traductor, ni que mediara entre ambos la pasión filológica –si la ecuanimidad y el trabajo bien hecho que se esperan del responsable del editing son variantes de la pasión–, sino que todo se supeditara a la pasión autoritaria de los editores, que decidieron posponer la publicación del libro, seguramente menos por desconfianza ante mi edición que por recelo ante cualquier edición de «fuera de la casa». Por si fuera poco, el editor decidió castigarme posponiendo un mes el pago de la abultada factura –quizá también al traductor–. De modo que cuando supe que al cabo de unos años este editor fue despedido, me pareció que el traductor llevaba razón al defender sus posiciones dentro del texto traducido,el único campo de batalla donde tenía (tenemos) opciones de ganar.

martes, 18 de agosto de 2020

Dos, entre los posibles Henry James

Hace unos días, el poeta y traductor Jorge Aulicino subió a su Facebook un fragmento de The Turn of the Screw, de Henry James, y sendas traducciones de ese fragmento, debidas al narrador y traductor mexicano o Sergio Pitol y al narrador y traductor argentino José Bianco. Estas son las versiones:

 El original:

“I quite agree -in regard to Griffin’s ghost, or whatever it was- that its appearing first to the little boy, at so tender an age, adds a particular touch. But it’s not the first occurrence of its charming kind that I know to have involved a child. If the child gives the effect another turn of the screw, what do you say to 'two' children-?”

“We say, of course,” somebody exclaimed, “that they give two turns! Also that we want to hear about them.”


Las traducciones:

–Estoy absolutamente de acuerdo en lo tocante al fantasma del que habla Griffin, o lo que haya sido, el cual, por aparecerse primero al niño, muestra una característica especial. Pero no es el primer caso que conozco en que se involucre a un niño. Si el niño produce el efecto de otra vuelta de tuerca, ¿qué me dirían ustedes de dos niños?

–Por supuesto –exclamó alguien–, diríamos que dos niños significan dos vueltas. Y también diríamos que nos gustaría saber más sobre ellos.

(La vuelta de Tuerca, traducción de Sergio Pitol)


–Reconozco, en lo que atañe al fantasma de Griffin, o sea lo que fuere, que el hecho de aparecerse primeramente a un niño, y a un niño de tan pocos años, le agrega una especial característica. Pero no es el primer ejemplo de tan encantadora especie en el cual un niño se ha visto complicado. Si el niño aumenta la emoción de la historia, da otra vuelta de tuerca al efecto, ¿qué dirían ustedes de dos niños?

Alguien exclamó:

–Diríamos, por supuesto, que dan dos vueltas. Y queremos saber qué les ha sucedido.

(Otra vuelta de tuerca, traducción de José Bianco)


Dados los resultados, sería interesante saber la opinión de los lectores y, por qué no, contar con alguna otra versión del fragmento en cuestión como para aumentar las posibilidades de comparación.

 Si hubiera interesados, el mail del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, está en el costado superior derecho de esta página.

lunes, 17 de agosto de 2020

"Un lenguaje para protegerse de las circunstancias adversas"

 

Nuevamente, un texto de Rafael Spregelburd que reflexiona sobre las funciones de la lengua. Se publicó el pasado 15 de agosto en el diario Perfil.



La lengua refugio 

Una cosa que me obsesiona de la lengua es descubrir para qué otras cosas sirve, además de comunicar lo útil (esto es lo obvio) o de asegurar la poesía (esto es lo obtuso). Entre lo uno y lo otro, una gama de maniobras confirma lo precario de nuestro modo de existir en el mundo: a través del lenguaje.

El traductor Ian Barnett me recuerda la anécdota del polari, un viejo dialecto londinense hablado por los gays (más hombres que mujeres) como signo de pertenencia y modo práctico (pero esquivo) de evitar ser detenidos por delitos sexuales, ya que tal cosa constituía -para la policía y la legislación inglesa- el comportamiento de estas minorías.

Muchas palabras vienen del molly del siglo XVIII. Los mollies eran entonces los hombres afeminados y varios de sus vocablos barrocos provenían del parlyaree (así les sonaba el parlare del italiano, que luego escribieron palarie). Era la jerga en ese entonces de los artistas ambulantes, los circos, las ferias, los mendigos sin rumbo. Para todos ellos, lanzados por la borda del mundo, hombres y mujeres de puerto y en fuga, se hacía útil encontrar en ese sabir o lingua franca de los marineros un código que funcionara a un lado y otro del Canal de la Mancha, un puente tendido entre la marginalidad y los centros urbanos donde se concentraba la riqueza.

A comienzos del siglo XX, el viejo polari remozado permitía a los gays londinenses identificarse y segregarse de reuniones generales en grupos más específicos: en polari se puede hacer una proposición indecente (para la ley que los perseguía) sin riesgo, ya que el interlocutor sólo la comprendería si estaba informado del código, es decir, si estaba ya algo dispuesto a participar de alguna de las formas de esa propuesta. El polari –y no es de sorprender en un universo patriarcal– solía feminizar casi cualquier vocablo inicialmente masculino, e invariablemente –con un fondo de misoginia– estas cosas feminizadas eran peyorativas. La policía era Lily Law, por ejemplo. Zsa zsa es castigo, y suena bien parecido a “chas chas”. Y como también sucedió con el lunfardo criollo y carcelario, alrededor de los años 60 comenzó a usarse el polari para hablar también de droga, la única otra cosa tan prohibida como la homosexualidad.

Así surge uno de los más formidables usos del lenguaje: como refugio. Un lenguaje para protegerse de circunstancias adversas.

Siempre he desconfiado de esta explicación apropiadamente lógica pero que se me antoja bastante ingenua. ¿De verdad pensaban los reclusos que si decían cobani (abanico) en vez de policía el agente aludido no se iba a enterar? ¿O que hablar de merluza en vez de cocaína los iba a dejar a cubierto? ¿No serían los policías precisamente los primeros en recibir el nunca impreso diccionario del lunfardo? ¿Y no es casi cualquier palabra que se nos antoje sinónimo de cocaína cuando se trata de hablar de ella? “Vendeme seis gramos de Patricia”, “lo agarraron con toda la penicilina en el bolso”, cualquier cosa sirve y es un misterio. O no: la clave del éxito de toda lengua es la misma de siempre: no radica en si gramática, ni en su léxico, ni en su sencillez, sino en que el otro ya sepa lo que le vas a decir. Perdonen la falta de rigor de mi pesimismo, pero en mis peores días soy de los que creen que casi todo es ruido.

Me gusta pensar sin pruebas que el espíritu de estas lenguas por fuera de la ley es más bien lúdico y no práctico. Lo cual nos lleva a la razón fundamental del lenguaje: la de oponerse a lo real. Son las mismas reglas de cualquier juego: el juego no es ni mentira ni verdad. Es juego. 

Y la ficción es exactamente igual que el juego. Y no es mentira. Ah, y es esencial. Un/a translatrix conocido/a como Sister Debbie Ann Linux of the Virtual Habit ofrece en internet la Biblia traducida al polari, donde “Steve” es “Eve” (y “Adam and Eve” es “Adam y Steve”) y donde “mano derecha” se dice sweet martini. Empieza así: In the beginning Gloria created the heaven and the earth. And the earth was nanti form, and void”, donde “Gloria” es “God” y donde “nanti” (probablemente de “niente”) es la partícula para indicar que el mundo aún no tenía ninguna forma. 

Yo creo que sigue sin tenerla.

viernes, 14 de agosto de 2020

"Más que de dificultades hablaría de desafíos"

La siguiente entrevista fue realizada por la agencia TELAM y se distribuyó sin mencionar el nombre del periodista, el pasado 11 de agosto. En su copete se lee: “El poeta y narrador Aldo Giacometti encaró el reto de traducir al español las historias en las que el escritor británico Lee Child despliega su raid de ilícitos que desatan las célebres luchas cuerpo a cuerpo que le encanta narrar y que el traductor argentino ha logrado capturar desde su idioma original con una pericia que le valió los elogios del autor de El inductor, Tiempo pasado y la reciente Mañana no estás”.

"La prosa de Child es veloz y dinámica"

Giacometti (Buenos Aires, 1978), autor de Qué no hacer, La guitarra sin cuerdas y Criatura de dios, dialogó con Télam acerca de las complejidades de la traducción y de su trabajo con Child, del que lleva traducidos cinco libros.

¿Cuáles son los aportes que la lengua rioplatense le da a una traducción de Child?

–Dado que Blatt&Ríos y Eterna Cadencia cuentan con los derechos para publicar los títulos contratados en todos los países de habla hispana, el proyecto de traducción no tiene el acento puesto en explotar al máximo las características de la variante rioplatense del castellano. La idea es más bien dar con una lengua lo más abarcadora posible también de otras variantes del idioma. Claro que como mi castellano es el rioplatense tampoco me alejo tanto de los usos y costumbres del idioma que yo manejo. Estimo que el principal aporte puede estar en la velocidad y el dinamismo y la energía. La prosa de Child es enérgica, veloz y dinámica, características con las que el castellano rioplatense de Buenos Aires se entiende bien.

¿Y cuáles son las mayores dificultades a las que se confronta un traductor cuando encara la traducción de una novela con una acción que no da respiro como en esta saga?

–Más que de dificultades hablaría de desafíos. Uno de los mayores es sostener esa sensación de "no dar respiro", sostener el ritmo todo a lo largo de la traducción de la misma manera que se sostiene ese ritmo en el original. Otro de los desafíos es hacer todo lo posible pare respetar al máximo el sistema de repeticiones léxicas, idiomáticas, sintácticas, que el autor concibe dentro de las novelas y también de una novela a otra.

Las novelas de Child tienen descripciones muy minuciosas de escenas de acción que incluso se despliegan a través de varios capítulos y que incluyen un relato pormenorizado de las secuelas de una pelea o una muerte violenta como en el episodio inicial de Mañana no estás.

¿La traducción de esos tramos incluye alguna tarea de investigación sobre anatomía o manejo de armas para dar con el tono exacto para trasmitir aquello que el autor intenta en el original?

–Hago todas las consultas y averiguaciones posibles para que en la traducción los lectores se encuentren con todos los condimentos que el autor usa para preparar sus novelas. A lo largo de los cinco libros traducidos he consultado, además de a personal de las fuerzas de seguridad a músicos, arquitectos, abogados... Incluso para una escena de un cuento de Sin segundo nombre consulté a un fabricante de zapatos. Y en el caso de Mañana no estás llegué a estar en contacto, para la descripción del subfusil MP5SD, con su fabricante, Heckler&Koch.

La relación entre autor y traductor se construye con el tiempo. ¿Ahora que va por la quinta traducción de Child se siente más afianzado en su estilo de escritura?

–Creo que el hecho de que un mismo traductor tenga la posibilidad de traducir varias obras de un mismo autor es una manera muy especial de cuidar al público lector del autor. La mayoría de los escritores crean universos nuevos o paralelos o así, y es menos dificultoso reconstruir ese universo en otra lengua si uno tiene la chance de ir familiarizándose en el tiempo con la obra del autor con el que uno trabaja. Especialmente en el caso de un autor como Lee Child, que trabaja de manera excluyente con un único protagonista y va expandiendo ese universo de una entrega de la saga a la siguiente.

Además de traductor también es narrador y poeta ¿La experiencia propia con el proceso de escritura ayuda a captar mejor las atmósferas y los móviles del libro del otro?

–Traducir es una forma más de leer y escribir. En el ámbito de la poesía es muy corriente practicar la traducción como un acercamiento más a la escritura, independientemente de si esas traducciones después terminan publicadas o no. Traduciendo se incorporan cosas que transforman la manera de leer y escribir. Después de internarse en el trabajo de otra persona uno vuelve al trabajo propio con una experiencia y una mirada nueva o distinta. Tener la práctica de la escritura puede ayudar a la práctica de la traducción. Pero no es garantía de nada. Hay excelentes escritores que son pésimos traductores y traductores excelentes a los que jamás se les ocurriría escribir.