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miércoles, 22 de marzo de 2017

A algunos escritores argentinos jóvenes les está yendo relativamente bien en los Estados Unidos

El escritor y periodista chileno Gonzalo León firma la siguiente nota, subida al blog de Eterna Cadencia el 15 de marzo pasado. Su copete dice: “Samanta Schweblin fue nominada al Man Booker Prize, y esa es solo la punta del iceberg de un fenómeno emergente: la literatura argentina contemporánea, cada vez más traducida en un mercado alérgico a las importaciones. Gonzalo León conversó con autores, agentes, editores y traductores”.

Derribando muros

Según el índice Translation Database desarrollado por Chad Post, director editorial del sello independiente Open Letter, descartando las traducciones de clásicos y los libros de no ficción, Estados Unidos es uno de los mercados editoriales que menos traduce: entre ficción y poesía sólo alcanza el 0,7% del total de títulos publicados en un año, y si se amplía eso a no ficción ese porcentaje se eleva al 3%. El agente literario Guillermo Schavelzon fijó ese porcentaje en 67 libros en 2014. Si se compara esta cifra con otros mercados editoriales, la traducción en Estados Unidos es un fenómeno marginal, pese a la gran población latina y no latina existente: por ejemplo, en España las traducciones alcanzan el 28% de los libros publicados en un año, en Francia el 27%, en Turquía el 40%. El traductor y profesor de literatura latinoamericana Sergio Waisman adjudica esto a que Estados Unidos se ve como un exportador de cultura, pero además “hay factores históricos y culturales relacionados a la relación entre centro y periferia que afectan a esta situación”.

Frances Riddle vive en Buenos Aires y ha traducido a Leila Guerreiro y Martín Felipe Castagnet, entre otros autores argentinos, y coincide con Waisman en la explicación de que se traduzca poco en su país: “Exportamos cultura al mundo en escala masiva y aceptamos poquísimo desde el exterior. Las editoriales que publican traducciones son muy chicas, con dos o tres empleados, no pueden competir con las grandes editoriales; ni intentan hacerlo. Y publican traducciones casi diría como un acto político contra esa tendencia de ignorar la existencia de toda literatura proveniente de afuera”. Agrega que el mercado editorial está dominado por las llamadas “Cinco Grandes” que tienen muchos sellos subsidiaros y forman parte de empresas aún más grandes todavía. Estas compañías toman sus decisiones editoriales pensando en las ventas y no les interesa ningún autor extranjero, por más relevante que sea en su país. Por otro lado, la presencia e importancia de la colonia latina (cincuenta millones de latinos) no basta para estimular las traducciones: “En la Argentina hay una gran colectividad china, pero no por eso el argentino promedio tiene un conocimiento o un interés mayor por la cultura china. Creo que por lo general la cultura dominante de un país tiende a no prestar tanta atención a la cultura minoritaria”. La pregunta que debería hacerse, según esta traductora, es por qué en una escuela pública donde el 99% habla castellano ni siquiera se menciona la literatura escrita en ese idioma en el plan de estudios: “Quizás las Cinco Grandes editoriales piensen que el inmigrante promedio de clase trabajadora no lee. Pero una editorial en Texas, Arte Público Press, probó vendiendo sus títulos en castellano en supermercados de los barrios latinos y tuvo enorme éxito”.

Sin embargo, desde hace unos años los autores latinoamericanos comenzaron a ser traducidos, aunque, claro, con un marcado sesgo masculino: Roberto Bolaño, César Aira, Alejandro Zambra y la promesa en la que se está convirtiendo, según Riddle, Martín Felipe Castagnet: “No es casualidad que todos estos autores que nombro sean hombres. Se empieza a hablar de la falta de mujeres en la traducción al inglés. Leila Guerreiro, Mariana Enríquez, Samanta Schweblin y Pola Oloixarac han publicado libros en los últimos meses. Y creo que hay más atención puesta en lo que están haciendo las escritoras en todo el mundo y con solo buscar muy poco en la literatura argentina ves que está lleno de escritoras increíbles”.


De hecho, a principios de marzo Mariana Enríquez junto a Samanta Schweblin (quien acaba de ser nominada al Man Booker international prize con Distancia de rescate) y Pola Oloixarac fueron mencionadas en una nota en el New York Times bajo el título de ‘Ficción argentina’. Las cosas que perdimos en el fuego, de Enríquez, fue traducida como Things we lost in the fire (Hoghart); ella reconoce que más allá de publicar en Estados Unidos, no tiene mayor idea de cómo funciona ese gran mercado editorial, tampoco sabe cómo se mueven los autores latinos que viven allá, pero sí sabe que “es un privilegio y una suerte que pocos consiguen. Aunque no tengo una fascinación tremenda ni un ataque de vanidad”. Sabe también que hay algo de “legitimación” al entrar al mercado de Estados Unidos, cosa que le irrita de cierto modo: “Insisto que es una suerte, pero no me parece más importante que publicar en Francia. Entiendo que puede ser más importante por cuestiones de mercado, pero eso a mí eso me excede”. Dentro de las satisfacciones que le ha dado entrar a este difícil y complejo mercado fue la traductora que le tocó: Megan McDowell, “que me parece buenísima”. Con respecto al eventual auge de autores latinoamericanos, descree de este fenómeno. En lo que sí cree es en el gran interés que hay por las cuestiones latinas porque en Estados Unidos dado que la población latina es enorme: “Es muy relevante cultural y económicamente. Además, en los últimos años ha sido más visible por varios factores. El dominicano Junot Díaz comió con Obama, que lo lee y es fan de La maravillosa vida de Oscar Wao”.

Martín Felipe Castagnet, al igual que Enríquez, dice que una de las ideas que más le entusiasma de haber publicado en ese mercado es que lo pueda leer Stephen King. Castagnet es el autor argentino más joven que ha publicado en Estados Unidos, y uno de los más jóvenes latinoamericanos. A diferencia de Enríquez, sí cree que en que la literatura latinoamericana puede estar al borde de un nuevo auge, “pero no hay que apresurarse a cantar victoria sólo por haber pasado el famoso embudo norteamericano. Tenemos las traducciones y están empezando a llegar las reseñas; ahora faltan los lectores. El verdadero auge es ser leído; ser publicado es sólo el paso necesario”. Lo que para Castagnet se está desarmando es la creencia de que los libros en castellano tienen que pasar por la vidriera española antes de desembarcar en los Estados Unidos: “Por eso la Feria Internacional del Libro de Guadalajara es cada vez más importante, y atrae un público cada vez más heterogéneo (con algo de populismo, el agente literario Andrew Wylie bromeó que Guadalajara era la nueva Frankfurt; claro, era el invitado de honor, lo que también fue significativo)”. La Feria del Libro de Buenos Aires, en cambio, aún no es tan atractiva para editores y agentes editoriales como para justificar el viaje transcontinental. En contrapartida, dice, la Semana de editores de la Fundación TyPA así como el Programa Sur de la Cancillería, que fomenta las traducciones de títulos argentinos en el extranjero, “están cumpliendo un gran servicio al país”.

Silvina López Medin, además de haber traducido junto a Mirta Rosenberg Eros, el dulce-amargo, de Anne Carson, es editora del sello estadounidense Ugly Duckling Press (UDP), enfocado en traducir textos de poesía; entre los poetas que han traducido o se encuentran en proceso de traducción se cuentan Alejandra Pizarnik, Marosa di Giorgio, Amanda Berenguer y Arnaldo Calveyra. La editorial además tiene la colección Señal, que son plaquetas bilingües de poetas contemporáneos, como Luis Felipe Fabre, Pablo Katchadjian y Florencia Castellano. Esta editora señala que al fervor que causaron en el público estadounidense Borges, Bolaño y Aira, y más allá de New Directions –el sello que más latinoamericanos ha publicado–, hay otros autores y otras editoriales que están dando cuenta de un fenómeno muy interesante: a los ya desaparecidos Enrique Lihn, Clarice Lispector, Ferreira Gullar se les han unido o pronto lo harán: Hernán Ronsino, Julián López, Alejandro Zambra, Leila Guerreiro, Mariana Enríquez, Lina Meruane, Sergio Chejfec y Raúl Zurita, entre otros. Las editoriales que han puesto sus ojos en ellos han sido Melville House, Deep Vellum, Action Books, Open Letter, Archipelago y Pen Press.

López Medin dice que si se toma en cuenta la presencia argentina sólo el año en curso proyectado hasta mayo de este año se habrán publicado once autores, lo que es una suba importante, ya que el 2008 se publicaron siete títulos de argentinos y el 2015 dieciocho; entonces efectivamente hay un interés de las editoriales, sobre todo por lo argentino, “pero no sé si cabe generalizarlo, digamos que hay un interés genuino en ciertos sectores. Como suele suceder, y como muestran las estadísticas de traducciones de latinoamericanos al inglés (alrededor de 65% ficción versus 35% poesía), la poesía tiende a ocupar espacios más reducidos, pero intensos”. Este optimismo choca con la cifra de títulos en castellano traducidos al inglés: en 2014 fue de 67 y en 2016 de 66. “Los títulos de autores argentinos crecieron con mayor ritmo que el total de las traducciones, y son un componente importante, alrededor del 30%, dentro de los títulos latinoamericanos traducidos del castellano”. Es decir, la composición de los títulos latinoamericanos es lo que ha cambiado en beneficio de los títulos y autores argentinos.

Sergio Waisman ha sido el traductor de la obra de Ricardo Piglia y conoce cómo funciona este mercado más de lo que quisiera. Para él, lo más importante que ha sucedido en los últimos diez o quince años ha sido el surgimiento de editoriales independientes “que se están dedicando principalmente a publicar traducciones literarias, tanto de escritores ‘nuevos’ como de los más ‘consolidados’. El trabajo de algunas de estas editoriales ha sido realmente extraordinario: Open Letter, Archipélago y Deep Vellum [que publicó su traducción de Blanco nocturno, de Piglia], han logrado complementar no sólo lo poco que se publica tradicionalmente en traducción en los Estados Unidos en las Cinco Grandes, sino también lo que venía publicando la más famosa de las independientes, New Directions, y lo que venían (y siguen) haciendo las editoriales universitarias”. Este nuevo grupo de editoriales también incluye al New York Review of Books Classics, que recientemente publicó la traducción de Esther Allen de Zama, la excepcional novela de Antonio di Benedetto: “Lo curioso es que muchas veces los autores latinoamericanos más importantes en sus propios países no han sido editados en las editoriales grandes de los Estados Unidos: Juan José Saer y Ricardo Piglia serían ejemplos de esto”.

Precisamente estar atento a las cuestiones de mercado le ha permitido a Waisman darse cuenta de que ser publicado en Estados Unidos “no necesariamente refleja el valor literario de un dado libro o autor”, pero a la vez ser publicado en este mercado “le otorga un capital simbólico a ese libro y autor que luego parecería influir retrospectivamente en la determinación de su valor”. No es un asunto sencillo de entender. Por lo pronto, este traductor argentino está muy contento con la tarea de traducir El limonero real, de Saer, para Open Letter.

Frances Riddle agrega una cuota de optimismo al señalar que cada vez existen más programas universitarios enfocados a la traducción literaria y más organizaciones profesionales para traductores literarios: “Existe también una mayor conciencia sobre la falta de voces de afuera en la literatura angloparlante”. Se está incluso pudiendo vivir de la traducción, es decir, cada día es más profesional; de hecho no faltan traductores, sino al contrario, sobre todo para el castellano “por ser el idioma extranjero que más presencia tiene en Estados Unidos. Esto genera competencia: muchos traductores cuentan historias de haber traducido un libro para presentarlo a una editorial, pero otro colega presentó el mismo libro a otra editorial al mismo tiempo y logró cerrar un contrato antes”. Sin embargo, la mala noticia es que los editores están colapsados, porque los proyectos de traducción se multiplican y “ni tienen tiempo de responder a todos los mails que les llegan con muestras de traducciones”. Pese a ello, puede decirse que la industria editorial estadounidense va encaminada a derribar muros.

martes, 5 de febrero de 2013

Una encuesta para traductores (2)

Segundo día de la encuesta para traductores a propósito de la relación de estos con la escritura.

Jorge Aulicino
Nacido en 1949 en Buenos Aires, es poeta, periodista y traductor. Publicó, desde 1974 hasta la fecha, los libros de poesía Vuelo bajo, Poeta antiguo, La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Magnificat, Hombres en un restaurante, Almas en movimiento, La línea del coyote, Las Vegas, La luz checoslovaca, La nada, Hostias, Máquina de faro, Cierta dureza en la sintaxis, Libro del engaño y del desengaño y El camino imperial. En 2000 Libros de Tierra Firme publicó La poesía era un bello país, una antología de su obra hasta ese año, y en 2012 Bajo la luna publicó su poesía reunida bajo el titulo de Estación Finlandia. Ha traducido un gran número de poetas italianos de todas las épocas. También en 2012, la editorial Gog y Magog publicó su traducción de Infierno, de Dante Aligheri. Fue integrante del Consejo de Dirección de Diario de Poesía entre 1987 y 1992 y, hasta fines del año pasado, director de la revista decultura Ñ. Administra el blog de poesía en español y traducida Otra Iglesia es Imposible.

1)¿En que se parecen la traducción y la escritura? ¿En qué se diferencian?
En algún sentido, son lo mismo. Quien traduce interpreta. En en más de un punto  el traductor no tiene equivalentes exactos en su lengua, a veces ni parecidos. También sucede, sobre todo en la traducción de poesía, que no dispone de una palabra con tantos significados y usos como la del original. O que el texto original usa una que no tiene casi equivalentes o cuyos equivalentes no lo son tanto, ya sea porque el uso les confiere un carácter distinto, o porque corresponden a otro nivel de lengua. Por ejemplo el elemental "ecco" italiano, que no parece tener otra traducción posible que "he aquí"; sucede que ese "he aquí" es, al menos para los argentinos, una expresión afectada, perteneciente a un lenguaje literario, por lo demás fuera de uso. Si uno traduce poesía italiana del siglo XIII, supongo que puede usar el "he aquí", pero ¿qué ocurre cuando traduce a un poeta contemporáneo? Por ser el otro idioma, aunque el traductor lo domine, siempre un idioma extraño, el resultado de una traducción es otro. El resultado de la traducción es otra cosa, y en ese sentido, es escritura nueva, lo cual la convierte en escritura creada y creativa. Pero la verdad es que la gran apuesta de una traducción de poesía es entender. Esto equivale a llegar a la literalidad, aproximarse a la objetivación de la idea del original en otro idioma, a la reescritura equivalente.

2) ¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción de un original?
No lo veo como obligatorio, pero sucede que no puede ocultarse sino sobre la base de un acuerdo previo. Si uno tiene un mínimo de información previa –por ejemplo, de qué nacionalidad es el autor–, el resultado será que siempre esa información circulará por debajo. Vamos a la "lectura inocente" de la adolescencia: podíamos leer a Dumas y olvidarnos de que el original era en francés. Eso estaba bien. Pero en realidad no lo habíamos olvidado: cuando el traductor anotaba "juego de palabras intraducible" o ponía una clara marca local en el texto –por ejemplo: ¡voto a bríos!– recordábamos que había un traductor de por medio, y eso nos molestaba. No porque habíamos olvidado que leíamos una traducción, sino porque creíamos que estábamos leyendo en francés. Sí, la traducción debe hacernos creer que estamos leyendo en otro idioma, y esto se logra sin que en verdad olvidemos que se trata de una traducción. Forma parte de la ficción, de la tan mentada "suspensión provisoria de la incredulidad". De esto deduzco que para traducir un poema hay que crear la ilusión de que estamos leyendo un poema. O verdaderamente, crear otro poema. Pero con este recurso: debe parecer que lo dicho lo estamos leyendo en su idioma original. Ya sabemos que Shakespeare nunca escribió "ser o no ser", sino "to be or not to be", pero eso, ¿de qué nos sirve? Sabemos que Shakespeare escribió con rimas en inglés que no son traducibles: ¿de qué nos sirve? Esas rimas son tan lejanas e incompresibles para nosotros como el "to ber or no to be" (alguien tal vez pueda disfrutar del aspecto musical del original sin entender nada: recuerdo siempre que me ofrecían leerme El Cuervo, de Poe, para que me regocijara con su musicalidad aunque no lo entendiese; mi respuesta era: para música, tengo alguna mejor, como la que hicieron los músicos, no los poetas).

3) ¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?
En las respuestas a 1) y 2) está dicho que debe ser invisible. Tan invisible como un actor tras su máscara. El artificio no nos hace olvidar del actor, lo recordamos de inmediato cuando termina la obra, y –aun profanos en el arte teatral– juzgamos su actuación. ¿Cómo la juzgamos? Con la conciencia de que hay una letra original por detrás de su gestos, sus palabras, su voz, sus inflexiones y ademanes, y que el actor la está poniendo en escena. Es decir, cuando recuperamos la incredulidad, cuando vence el contrato de suspensión provisoria –y esto sucede siempre–, confrontamos. ¿Qué con qué? Lo visto con la idea del personaje que nos hicimos por nuestra cuenta, sobre la base de la propia actuación del actor; podemos juzgar las inconsecuencias de unos gestos respecto de otros; un énfasis que parece contradictorio con una atenuación; los cambios de escena a escena. Ahora, el actor –u otro en su nombre– podría decir que así, tal cual, es el texto, y que el actor no hizo más que reproducirlo. Entonces diríamos: el texto es inconsecuente, pero "tú lo has dicho". Tu presencia allí es innegable. Porque sólo disponemos, para creerte, de lo que decís vos mismo, incuso esto que ahora decís o que alguien dice en tu nombre: que el texto es así. En la práctica, y si se trata de autores clásicos, disponemos de otras versiones, hemos visto otras versiones, y comparamos. Lo que no hace más que afirmar nuestra idea acerca de que lo que vemos es interpretación. Idea, certeza, que al menos por un momento ponemos entre paréntesis al entrar al teatro (porque siempre concedemos un changüí al actor). Esto es lo interesante: sólo podemos opinar si podemos confrontar. Confrontar al menos con la idea de que hay allí un texto, por detrás. Si son autores de otros idiomas, en realidad hay dos textos por detrás: el original y el de quien hizo la versión a nuestro idioma. Con lo cual la cosa se hace complicada. Hay dos, y no una, suspensiones provisorias, en lo que se refiere al teatro.


Sergio Waisman
Estadounidense, hijo de padres argentinos, Waisman obtuvo su doctorado de la Universidad de California, Berkeley, en el 2000, y en la actualidad es profesor de literatura latinoamericana en la George Washington University en Washington, DC. En 2005 publicóBorges y la traducción: la irreverencia de la periferia  y en 2010 la novela Irse. Ha traducido al inglés libros de Ricardo Piglia, Juana Manuela Gorriti, Leopoldo Lugones, Nataniel Aguirre y Mariano Azuela.

1) ¿En que se parecen la traducción y la escritura? ¿En qué se diferencian?
En las llamadas escrituras originales el máximo halago suele ser precisamente la originalidad de ese texto; la traducción, en cambio, suele evaluarse en términos de la fidelidad de su reproducción. Ninguno de los dos criterios—la originalidad del original, la fidelidad de la traducción—es realmente muy útil, o mucho más que una tautología. La diferencia principal es que en la traducción el pretexto existe en un libro ya editado. No quiero decir que la escritura original es necesariamente una traducción de una experiencia o una realidad que se pueda pensar siempre como un pretexto, sino más bien que la originalidad también es una ficción y que siempre hay pretextos. La otra diferencia es que la traducción tiene dos autores en vez de uno y que esto suele perjudicar a la traducción en la estimación de sus lectores, injustamente en mi opinión. La traducción y la escritura casi siempre tienen más en común que lo que la crítica—¡o el mercado editorial!—suelen reconocer.

2) ¿Debe notarse u ocultarse el hecho de que un texto sea traducción de un original?
Casi siempre la recomendación es ocultar el hecho de que un texto es una traducción. El problema es que si se oculta demasiado el hecho de que un texto es una traducción, se suele perder (o peor: borrar) lo que tiene de extranjero el original. La traducción tiene una meta casi imposible: funcionar bien en la lengua meta y recrear la diferencia que crea el texto en la lengua fuente.

3) ¿Debe ser más visible el traductor que la traducción?
Ni la visibilidad ni la invisibilidad de la traducción son un mérito en sí mismas. La traducción es la escritura, en su propio idioma, de la lectura que el traductor hace de un texto en otro idioma. La traducción invisible es un estilo de traducción, un artificio que el traductor intenta establecer por alguna razón. Para que la traducción parezca invisible, el traductor debe tomar una serie de decisiones y realizar un esfuerzo en particular. El reto es saber decidir cuándo conviene usar este artificio, cómo, y con qué fin.

viernes, 30 de noviembre de 2012

"Al traducir, el traductor crea el original"

Sergio Waisman y Ricardo Piglia
El 23 de agosto pasado, se publicó en este blog una columna donde se contaban las alternativas de un intercambio entre la poeta Mori Ponsowy y el traductor Jesús Zulaika (acá), a propósito de las traducciones de este último de Raymond Carver. Resumiendo, Ponsowy reclamaba a Zulaika que, al traducir al castellano, hubiese cambiado el estilo característico de Carver, circunstancia que Zulaika terminaba admitiendo, solicitándole posteriormente al editor le permitiese corregir su propia traducción en ediciones posteriores. El hecho provocó una serie de comentarios que, aparentemente, se habían extinguido pocos días después. Sin embargo, como puede leerse en los comentarios de la columna, el 15 de noviembre,  intervino Francescu Micheli, traductor de Ricardo Piglia al francés y defendió la libertad del traductor para hacer lo que desee con el original al trasladarlo a su propia lengua. Esto, a su vez, se tradujo en una columna –que mucho agradecemos–, esta vez del escritor y ensayista Sergio Waisman, profesor en la George Washington University, de los Estados Unidos y traductor de Ricardo Piglia al inglés.
 
Mis dos centavos sobre traducir    

Hay más de una o dos maneras de traducir y poco sirve—para la traducción como para casi cualquier otra arte—prescripciones que tan pronto se convierten en admoniciones (al menos que ese sea el punto, como en algunos de los proyectos imaginados por Oulipo, etc.). Borges dice en varias ocasiones que lo que le gusta de la polémica de cómo traducir es la polémica. Así, en “Las versiones homéricas”, leemos que: “La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más importante que sus dos interlocutores, razonó extensamente las dos maneras básicas de traducir”, dictamen que Borges repetirá en “Los traductores de Las 1001 Noches”, entre otros.

A mi modo de ver, hay grandes diferencias de cómo se piensa y se trabaja la traducción—y más aún, hay grandes diferencias en los efectos de la traducción—según el lugar que uno ocupa en mapas y cartografías: mapas y cartografías que además, desde luego, cambian con el tiempo. (Son cuatro las dimensiones, entonces.) El debate de cómo traducir—las implicaciones de este debate—son diferentes en el centro y en la periferia. Mientras la discusión en el Norte (en inglés, por lo menos), circula alrededor de la visibilidad, en el Sur (si no me equivoco, en castellano) circula ahora—con buena razón—alrededor de a cuál castellano traducir. El francés mantiene una posición relativamente central—por lo menos visto desde América Latina. (Imaginamos que esto se debe más al lugar histórico del francés en la cartografía de la república de las letras, y bastante menos a factores geopolíticos actuales.) Lo mismo parecería ocurrir con el español peninsular, salvo que en ese caso la industria editorial comercial ha vuelto a la Península y el resultado, por ahora, no parecería ser un hecho fortuito—por lo menos visto desde América Latina. Desde aquí, en los EEUU, yo veo un panorama confuso y contradictorio: traductores peninsulares que son criticados básicamente por ser demasiado regionales; una lengua española, peninsular, que en su práctica literaria surge comúnmente como periférica a la literatura en español actual (me refiero a la latinoamericana, ya sea de Sud o Norteamérica); un centro editorial firmemente retomado por España, en términos económicos, que agrega un nuevo eje a una relación centro-periferia (entre España y sus ex-colonias) que parecía ya haber estado resuelta; y malas traducciones españolas que son malas por ser demasiado españolas (¿demasiado regionales, en el viejo centro del imperio español?), no por ser demasiado neutras (como podría ser el caso en otros centros europeos).

Yo no apostaría sobre cuál debería, o incluso cuál podría ser el criterio apropiado para resolver este debate. Pero sí me pregunto si ¿las malas traducciones españoles de hoy en día, son malas de la misma manera que lo fueron al comienzo del siglo XX, en las ediciones que tanto contribuyeron a la escritura de Roberto Arlt?—quizás el más argentino de los escritores argentinos, agrego tangencialmente, si se entiende por “argentino” precisamente lo más difícil de traducir, lo que no viaja o no viaja bien (en traducción, por supuesto).

¿Ser fiel al estilo del original? Parece un consejo sensato, pero el estilo de un texto literario depende de su relación con los usos normativos de la lengua en la cual interviene. Al cambiar de lengua, la relación que determina el estilo se deshace, dejando en su lugar palabras sueltas y restos sintácticos. El traductor toma esos restos y los reconstruye en otra lengua, en otro contexto, con el objetivo de re-crear—re-imaginar, re-plantar—el estilo del original ahora en el idioma meta. Lo que el traductor (re)escribe, ¿qué relación tiene, efectivamente, con el estilo del texto en el idioma fuente? El traductor lee un texto en otro idioma y escribe su lectura de ese texto en su propia lengua; esto lo ha dicho Piglia en varias ocasiones. El traductor (re)escribe su lectura de ese texto y, en el proceso de su (re)escritura, el traductor deja sus marcas del traductor en su re-imaginación del pre-texto, pero ahora convertido (re-convertido) en el texto meta. No creo que sea posible hablar del estilo en la traducción sin hablar del estilo de la traducción. Este estilo, entonces: ¿es igual al estilo del original, o es la lectura del traductor del estilo del original—y es, por lo tanto, el estilo del traductor?

A mi modo de ver, poco agrega a la polémica un retorno a un concepto tradicional de la fidelidad, ni a la tremenda demanda que la fidelidad pone en el traductor—de modo prescriptivo—para luego poder evaluar las fallas de la traducción. Prescripción metodológica, admonición crítica, fracaso garantizado: una vez más la traducción pierde y el original gana y, en particular, diríamos que el original gana gracias a la pérdida de la traducción: las copias inferiores que aseguran la auténtica superioridad del original. A mi modo de ver, la demanda tradicional de la fidelidad siempre lleva a la misma conclusión: patetismo: la patética pérdida de la traducción frente a la eterna—y esencial—grandeza del original.

¿Y cuándo no es así? ¿Y cuándo la traducción es buena? Me atrevería a decir que Piglia en francés sería un buen ejemplo de una buena traducción. Sin embargo, nótese enseguida la característica modestia (¿falsa modestia?) del traductor, y cómo se lo castiga por su infidelidad al original, al autor, como si… Queda mal si lo dice el traductor; si lo dice el escritor queda como el máximo elogio: que tal y tal traducción supera al original (o que intenta superar al original, lo cual sería lo mismo). ¿No podríamos hablar de diferentes versiones en diferentes idiomas que intervienen de modos diferentes—y análogos a los modos en los cuales intervienen las otras múltiples versiones—en diferentes tradiciones en diferentes culturas y momentos históricos? Pero esto suena demasiado relativista; esto suena demasiado ambiguo, como si no importara la calidad de la escritura—cuando de hecho es lo único que importa.

Yo empecé a ver las trampas, y también el potencial, de este tema cuando empecé a traducir Nombre falso al inglés hace 18 años. Me daba cuenta, en el momento de traducir Assumed Name, que se trataba de una experiencia que me implicaba a mí mismo—como traductor (como lector, si la traducción es básicamente una modalidad de leer). El título mismo nombraba la paradoja—casi la imposibilidad y también la atracción—de la autoría. Porque cuando empecé a traducir a Piglia, me encontré asumiendo un nuevo nombre: un nombre falso (un assumed name), para así decir, en el proceso de traducir—mejor: en el proceso de reescribir—el libro. A través de conversaciones y correspondencias, Piglia me sugería que yo estaba escribiendo el mismo libro, pero esta vez en inglés. Decir lo mismo con veracidad, agrego ahora, en otra lengua y sin saber cuál es cuál para mí.

Para mí es claro que el traductor escoge (consciente e inconscientemente) a qué elementos, a qué aspectos del reclamado original le debe ser—le debe dar todo por intentar serle—fiel y al escoger, inventa. Más bien, al escoger—al tomar las decisiones de su oficio (aunque también se podría decir: las decisiones de su artesanía, las decisiones de su arte); al escribir en un idioma su lectura de otro y así dejar las marcas de su lectura transformada entre lenguas—crea. Al escoger, al decidir, al realizar la traducción (i.e., al cerrar la incertidumbre del momento entre, cuando todas las opciones estaban abiertas, pensando en Quain), el traductor crea el original.

Al traducir, el traductor crea el original. En la traducción no alcanza hablar sobre la fidelidad en general. Hay que preguntar a qué elementos del texto fuente se espera que el traductor sea fiel y no sólo cómo se podría o se debería realizar tal fidelidad, si no—y quizás esto sea más importante—por qué? ¿Cuál es la relación entre la llamada fidelidad de la traducción y el valor y la originalidad misma del texto fuente? Porque si el traductor efectivamente crea el original del texto fuente—de un modo análogo a cómo Borges postula que los escritores crean a sus precursores—al decidir (consciente e inconscientemente) cuáles elementos del texto fuente merecen un intento de reproducción fiel—si el traductor crea el original, entonces la fidelidad, la autoría, y hasta la originalidad mismas se tornan en conceptos móviles. En la traducción la fidelidad, la autoría, y la originalidad están en juego y por eso, en mi opinión, la traducción es siempre tan crucial.

Ahora bien. La polémica de las últimas semanas, tal y como la leo en las páginas del blog del valiosísimo Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, me resulta importante y problemática. Importante porque sin duda lo es la cuestión de a qué castellano traducir, ya que la traducción juega un papel esencial en la formación y el desarrollo de cualquier tradición—y especialmente en la formación y el desarrollo de tradiciones como la argentina; es decir, en tradiciones periféricas, jóvenes, menores. Y problemática porque siempre lo es, para mí, cuando alguien intenta prescribir cómo se debe traducir. Mi respuesta a este punto en particular es simple, es lo que les digo a mis estudiantes el primer día del taller de traducción literaria cuando lo enseño en la universidad: lo que hay hacer es traducir bien, no importa si eso se logra siendo “fiel” o no. Luego nos pasamos el resto del semestre discutiendo qué significa traducir bien, qué significa ser fiel, quién tiene el poder para determinar tales cosas y según qué criterios se llega qué tipo de evaluaciones, cómo se ha pensado esta cuestión a través de la historia y en diferentes culturas, cuáles son las implicaciones de las diferentes prácticas y teorías de la traducción en diferentes momentos y en diferentes lugares del mapa, etc.

Hay más de una o dos maneras de traducir. Lo que hay hacer es traducir bien. Ahora: a traducir.

martes, 22 de junio de 2010

La anécdota como centro


En el día más frío del año –que oportunamente coincidió con el principio del invierno–, Sergio Waisman (foto: Guido BonFiglio) propuso sus "Escenas argentinas de traducción", hipótesis de trabajo, articulada sobre una serie de anécdotas que tienen como protagonistas a traductores y traducciones, por la cual la literatura argentina desnuda su condición de literatura fronteriza.
Para enterarse, no hay más que ir a http://www.ustream.tv/recorded/7813557

Sergio Waisman es estadounidense, hijo de padres argentinos. Obtuvo su doctorado de la Universidad de California, Berkeley, en el 2000, y en la actualidad es profesor de literatura latinoamericana en la George Washington University en Washington, DC. En 2005 publicó Borges y la traducción: la irreverencia de la periferia  y en 2010 la novela Irse. Ha traducido al inglés libros de Ricardo Piglia, Juana Manuela Gorriti, Leopoldo Lugones, Nataniel Aguirre y Mariano Azuela.