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viernes, 31 de mayo de 2024

Selma Ancira: "Soy obsesiva, me anego en las intimidades del autor que estoy traduciendo"

La publicación de un libro de la traductora mexicana Selma Ancira por parte de la editorial Gris Tormenta fue motivo de la siguiente nota, publicada por Carlos Olivari Baró, el pasado 30 de mayo, en La Razón, de México.

Selma Ancira entrega un efusivo relato sobre el oficio de traducir

La traductora literaria del ruso y el griego moderno Selma Ancira (Ciudad de México, 1956) —Premio Nacional de Artes y Literatura en el campo de Lingüística y Literatura 2022— da a conocer El tiempo de la mariposa (Taller Editorial Gris Tormenta, 2024): relato que aborda los vínculos íntimos que se establecen con un autor a la hora de trasladar su escritura a otra lengua. La elogiada traductora de Lev Tolstoi y Yannis Ritsos hace parada y describe, desde la primera persona narrativa, su relación febril con la lengua griega y con la obra de Nikos Kazantzakis.

Con apasionada labor, Ancira ha hecho posible el acercamiento de los lectores hispanos con la obra de Tolstói, Ritsos, Chéjov, Pushkin, Kallifatides y Kazantzakis, amén del cosmos de la poeta rusa del siglo XX, Marina Tsvietáieva. Ahora, entrega un cuadrante sentimental del hondo influjo que tuvo en ella la lectura de la novela Zorba el griego, de Nikos Kazantzakis, y cómo abordó la traslación al castellano.

“Nikos Kazantzakis llegó a mi vida por una película que nunca vi. Ignoraba que el guion estaba sustentado en una novela suya. Pero, la lectura de Zorba el griego me marcó para siempre, la traza fue tan profunda que años después, ya bautizada como traductora, me vi imbuida en la traducción del libro, un sueño anhelado”, revela el incipit de un cuaderno erigido con bemoles encajados en una cadencia de sublimes conjuros melódicos.

“Confieso que este libro nace de una insistente propuesta de los editores de Gris Tormenta, durante más de cuatro años. Requerían para que escribiera un texto para su catálogo. Yo me defendía expresándoles que me gustaba traducir, no escribir. Me hicieron llegar varios volúmenes de la Colección Editor donde entraría mi posible texto. El año pasado vine a México y me mostraron todos los volúmenes que habían editado, me convencieron: acepté la propuesta y comencé a escribir El tiempo de la mariposa”, dijo a La Razón Selma Ancira.

¿Título simbólico y figurativo? 

Lo tomé de una referencia de Kazantzakis, que cuando era niño aceleró el proceso del paso de una oruga a mariposa y ésta terminó muriendo. Es preciso tener paciencia, aguardar la hora exacta y seguir con confianza el ritmo que Dios escogió para nuestra vida. El viaje de larva a mariposa es una de las metáforas más utilizadas para hablar de resiliencia. Las mariposas son un símbolo de transformación, fragilidad y grandeza.

¿Cómo concibe usted la traducción? 

Soy obsesiva, me anego en las intimidades del autor que estoy traduciendo. Investigo cómo respiraba, qué comía, qué música escuchaba, cómo se vestía, cómo amaba, indago en sus miedos y debilidades. Me visto con su piel para sentir los latidos de su escritura. Traducir, hacer una mudanza al tiempo y a un contexto a veces empañado y hasta olvidado.

¿Qué ha significado para usted traducir la obra de Kazantzakis? 

He logrado engrandecer mi alma gracias al canto milagroso a la vida que Zorba proyecta. Ahora veo el mundo con los ojos de Kazantzakis: atisbo renovado en el propósito de vivir con fuerza y con el frenesí de un niño. Amo a Zorba que es amar a Kazantzakis: traducir para amar al autor que traduzco.

¿El texto traducido deja de ser ajeno para convertirse en propio? 

Eso ocurre cuando la obra en que estás trabajando empieza a correr por tus venas y ya forma parte de ti. Cuando conozco los detalles de la trama y los entretejo en el pañuelo del castellano.

¿Las palabras de varias lenguas como presencias perturbadoras? 

Hay palabras que me acompañan siempre. A veces, entro en contrariedades para hallar su lugar en el otro idioma: nunca estoy satisfecha, quizá pude haber encontrado una tramitación mejor. Traducir es conseguir un equilibrio entre literalidad y creatividad: aprender a descubrir lo que está detrás de las palabras.

¿En qué proyecto está usted trabajando actualmente? 

Estoy abocada en la traducción de la trilogía autobiográfica de Tolstói (Infancia, Adolescencia y Juventud) y, después, me adentraré en un libro inédito de Nikos Kazantzakis. 



miércoles, 19 de febrero de 2020

Hernández sobre Tolstoi, traducido por Selma Ancira

Jorge F. Hernández es uno de los más destacados narradores mexicanos de los últimos años. En esta columna, publicada el pasado 9 de enero en el diario Milenio, de su país, comenta un libro de Lev Tolstoi, traducido por la mexicana Selma Ancira.



Ser bueno

Debemos a Selma Ancira una generosa biblioteca de traducciones indispensables; ya en griego o en ruso, ella se ha preocupado por llevar al castellano páginas, párrafos y palabras ya originalmente en cirílico o enraizadas en otra cultura milenaria no solo para que se lean en castellano y todos los acentos posibles del idioma español, sino quizá sin saberlo, reflejar nítidamente lo buen ser humano que es ella. Nada menos. Se llama Selma Ancira y ha dedicado una vida a la traslación, transubstanciación, transformación y todo lo que significa traducción de saberes y sueños para que todo lector con eñe entienda realidades distantes, paisajes increíbles, historias maravillosas o la simple imaginación ajena que se vuelve propia gracias al paso por el velo invisible de una traductora ejemplar. Aunque Selma ha sido reconocida y celebrada por su valiosa labor de años, el homenaje constante ha de ser los que la leemos a través de la prosa de un novelista griego entrañable o bien las intimidades más sabias de un abuelo ruso que parece sonreírnos desde un más allá más próximo, gracias a que parece que nos hablan en nuestro idioma.

Parece mentira inesperada que en un mundo donde se confirman cada vez más las andanzas y fechorías de tantos seres del Mal con mayúscula, aparezca como epifanía un libro hasta ahora inencontrable en español que resguarda como relicario o manual de paso a paso la vereda hacia el Bien, escrita y compilada por un hombre bueno que se llamó Lev Tolstoi y que Selma Ancira nos presenta en confianza. Un ser bueno se encerró en sus adentros para hilar un libro que reuniera aforismos, máximas, recomendaciones y reflexiones de los grandes filósofos de todas las culturas, los pensadores inconmensurables de todas las épocas, en un callado diálogo con Tolstoi que los fue hilando como quien redacta páginas que han de ser capítulos de alivio, pensamiento, memoria y más que propósito para una vida mejor.

Se llama El camino de la vida (El Acantilado, 2019), un luminoso sendero de veras donde el viejo Tolstoi fue licuando y coagulando un orden práctico y adorable de preceptos o pasos para llevar una vida de sana y respetuosa convivencia con los demás y la realidad, la naturaleza y vida que nos rodea, evitando los caminitos del odio, la carretera de la ira, el peñón de la envidia o los cañones de tanta maldad. El viejo se propuso escribir un vademécum con capítulos para cada día, hasta cumplir un mes, sorteando con simpleza práctica la definición de la fe, la soberbia, el esfuerzo, la palabra, el amor, los excesos, la muerte, la humildad y muchos otros principios, palabras, vistos como verbo o mejor aún, gerundios que han de ayudarnos a los seres buenos, a quienes buscan vivir sin joder al prójimo y caminan sin pisar a los próximos y construyen sin abuso y digieren en comunidad y aman de verdad y leen… leen… leen.

Lev Tolstoi murió fulminado en la estación de trenes de Astápovo en 1911 y pocos meses después apareció este libro que ahora llega a nuestro idioma gracias a los incansables empeños de Selma Ancira, quien además ha tenido la generosidad de respetar cada línea con apego a la edición original rusa, marcando o limpiando de ciertas manchitas de tinta que se le pegaron en las sucesivas traducciones al inglés, francés o italiano. Al hacerlo, ha logrado que la lectura no solo sea placer, sino holograma: parece que el viejo entrañable, de luenga barba y mirada absolutamente esteparia se para delante del libro y va deletreando en perfecto castellano los pasos ligeros de reflexión profunda que pueden ayudarnos a evitar todo Mal o por lo menso, aprender a sortearlos, en abono a la belleza, bondad y veracidad del sendero mejor para las almas unidas o en monólogo, el caminito de la serenidad a cada paso, la templanza y el sosiego, el saber por encima de tantas ignorancias y el sentir por encima de tanto descarado desalmado que hiere, lastima y mata al prójimo y al paisaje, al mundo entero y a todo lo etéreo por no saber leer una traducción que es simbólico tatuaje, un bálsamo para asumir un capítulo diario como dosificación del Bien mismo con mayúscula, tal como los fue hilando Tolstoi en su silencio y madrugada… tal como lo traduce enteramente Selma Ancira para llevarnos de la mano, y quizá entonces, llegar a ser como ellos.

martes, 15 de septiembre de 2009

La relectura, madre de la corrección


En el año 2003, la editorial El Taller de Mario Muchnik publicó en Madrid una nueva versión de Guerra y Paz, de Lev Tolstoi. Por ese entonces, Mario Muchnik (foto) quiso explicar sus razones y lo hizo en un escrito que publicó El Cultural del 30 de octubre de ese mismo año y que, un año más tarde, también levantó la revista El Malpensante, para su número 51.

Por qué una nueva traducción de Guerra y Paz

Desde hace más de cuatro años la gente me lo viene preguntando, al enterarse de que ando metido en proyecto tan desmesurado. La respuesta se divide en dos partes. Primero, porque así como ciertos editores colman sus aspiraciones profesionales editando la Biblia, editar Guerra y paz, una novela que leí a mis 14 años, que releí cinco veces más a lo largo de mi vida y que considero la mejor novela jamás escrita, colma mis propias aspiraciones de editor. Pero, en segundo lugar, porque, como lector, no logro hallar en librerías una edición completa y fiel al original. Suponía, con la mayor parte de mis amigos “asesores”, que la traducción de José Laín Entralgo y Francisco José Alcántara (Argos Vergara, 1979; reeditada por Planeta en 1998) era no sólo la mejor disponible sino una muy buena traducción.

Pero un día de mayo de 1999 me llamó mi traductora del ruso, Lydia Kúper, a quien había contratado como revisora, me invitó a su casa, me sirvió Vichy Catalán y me dijo algo así:
—La traducción de Laín se deja leer. Pero he encontrado algunos errores. Hay que corregirlos.
—Para eso hemos firmado un contrato —respondí—. Dame algún ejemplo.

Me miró con su sonrisa escéptica, se calzó las gafas, fue a la tercera página de la novela y me leyó la frase siguiente: “Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá comprender nunca la pobreza de ánimo del emperador Alejandro”.

Alzó la mirada, se quitó las gafitas y me preguntó:
—¿Qué te parece?

Esperó mi opinión, pero yo no la tenía.

—¿Te parece posible? Es Anna Pávlovna la que habla.

Ante mi silencio añadió:
—Alejandro es el Zar. Me llamó la atención que una noble se refiera tan luego a la pobreza de ánimo de su Zar.
—¿Qué hiciste?
—Consulté el original ruso y comprobé que Tolstói no pone en su boca eso sino todo lo contrario: la sublime altura moral del emperador Alejandro, no la pobreza de ánimo.
—¿Qué dicen las otras traducciones?

Me refería a las traducciones italiana, francesa e inglesa, de las que había entregado a Lydia sendos ejemplares.

—La altura, la altura, las tres dicen la altura moral.
—Pero ¿por qué crees que Laín y Alcántara pusieron lo contrario?

Esta vez fue ella quien guardó silencio. Nos miramos y comenzamos a reírnos.

—¿Cuestiones políticas, crees? —le pregunté, pensando que en el Moscú soviético, donde Laín había trabajado, tal vez no cayera bien un elogio al Zar.
—No creo —dijo—. Pero no sé por qué puso la pobreza en vez de la altura moral. ¿Descuido?
—¿Hay más? —le pregunté luego.
—Mucho más, aunque hasta la tercera página esto es lo más llamativo. Y es inexplicable.

Las correcciones “gordas” fueron muchísimas más de lo que entonces preví. Y ello hasta la última página de la novela: al final de uno de los últimos párrafos del epílogo, antes del apéndice, la traducción de Laín y Alcántara dice: “Esa unidad, en la astronomía, era la inmovilidad de la tierra; en la historia es la independencia del universo, la libertad”; pero Tolstói dice: “en la historia es la independencia del individuo, la libertad”. ¿Por qué Laín y Alcántara ponen universo en lugar de individuo?

Y eso para no hablar de la cantidad de términos, frases y hasta párrafos lisa y llanamente desaparecidos. Ni de los contrasentidos que nacen de errores de sintaxis; ni de los títulos alterados sin la mínima justificación: príncipe por conde, general por coronel; ni de los po­-sesivos ambiguos, esos “su” que no se sabe si se refieren al sujeto o al predicado.

El trabajo de Lydia, auténtica nueva traducción del ruso, completa y fiel al original, se prolongó mucho —de hecho Lydia no puso punto final sino a fines de agosto de 2003—. Y ello después de haber hecho una segunda ronda de correcciones. Para ello me pidió autorización: la relectura, me dijo, le había permitido comprender que había sido demasiado indulgente, sobre todo al principio. Y sus segundas correcciones resultaron ser casi tantas como las primeras. De mayo de 1999 a agosto de 2003, son más de cuatro años, cuatro años durante los cuales Lydia y yo estuvimos sumergidos en el universo de Tolstói, reviviendo a la vez la narración y nuestras lecturas de la narración, descubriendo de ese modo detalles minúsculos del genio del autor: maravillándonos de su idioma robusto, audaz; estremeciéndonos ante su conocimiento del alma humana; hallando explicaciones recónditas pero explícitas de muchas actitudes, gestos y hasta sueños de muchos personajes, explicaciones que, en una lectura normal, pasan desapercibidas.

Consciente de esta calidad de la novela, quienes hemos trabajado en este proyecto (y quienes lo han hecho materialmente posible: el Ministerio de Cultura y un grupo de “amigos de Guerra y paz”) hemos hecho bastante más de lo habitual para lograr una edición capaz de sobrevivir muchos años. Como gusta decir Lydia Kúper: hemos puesto “toda el alma” en el trabajo.