“El
trabajo de la traducción literaria está regido por la Ley 11.723 de Propiedad
Intelectual. Un grupo de traductores elaboró un proyecto de ley que cuenta con
el apoyo de instituciones, escritores, editores y referentes de la cultura y la
política, que dispone un nuevo marco normativo para la actividad. Debe tratarse durante 2016
para que no pierda estado parlamentario.” Eso dice la bajada del artículo que Juan Francisco Gentile publicó en el diario Perfil, de Argentina,
el 26 de junio pasado.
Hacia un reconocimiento de
la traducción como creación
Ruedas
de prensa, firma de ejemplares, notas en los medios, canjes, regalías y, con
algo de suerte, cierta dosis de reconocimiento. Cuando un autor presenta una
nueva obra, más aún si ostenta una trayectoria reconocida o si por determinada
razón la publicación alcanza considerable grado de repercusión, una serie de
puertas se abren en el mismo momento en que la rueda de la industria editorial
comienza a girar. Pero en medio de las serpentinas de esa fiesta de la cultura
que es la publicación de un nuevo texto, pocos o acaso nadie se pregunta por
los traductores. ¿Cuántos advierten la centralidad de esa tarea para que
acontezca el descorche? ¿Tienen quienes traducen el reconocimiento simbólico y
material que merece la labor? Algunas de estas preguntas motorizaron a un
conjunto de traductores de largo recorrido profesional a conformar el Grupo Ley
de Traducción Autoral (Grupo LDTA), en el año 2013, para comenzar a delinear un
proyecto de ley que lograra otorgar un marco normativo para la tarea. A partir
de entonces, los profesionales recibieron el apoyo de editores, libreros,
escritores, periodistas, docentes, estudiantes y representantes de la política
interesados en la legislación cultural, y comenzaron a transitar el primer
tramo de un largo camino legislativo. Ahora, el proyecto de ley aguarda tratamiento
en la Cámara de Diputados, particularmente en las comisiones de Legislación
General, ahora a cargo del macrista Daniel Lipovetsky, y en la comisión de
Cultura, en cuya presidencia quedó designado recientemente el diputado del
Frente para la Victoria Juan Cabandié.
En el Grupo LDTA convergen Estela Consigli, Andrés Ehrenhaus, Laura Fólica,
Pablo Ingberg, Griselda Mársico y Gabriela Villalba, quienes –entrevistados por
PERFIL– solicitan se los cite colectivamente, y analizan: “La actividad de los traductores
autorales está regulada por la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Pero la
situación es particularmente precaria, porque si bien la ley los considera
autores, en los hechos se los trata como simples prestadores de servicios”. Es
decir: el trabajo de un traductor es para gran parte de las empresas
editoriales una mera provisión de servicios, tal como el que presta una empresa
que se encarga de la limpieza o de la repartición de los bidones de agua. Los
integrantes del Grupo LDTA explican que bajo la actual normativa “los
traductores autorales, que trabajan aislados y no cuentan con ningún tipo de
agremiación, suelen verse obligados a aceptar las tarifas y condiciones que les
imponen”, y agregan: “Así, la remuneración es muy desproporcionada respecto del
esfuerzo, la dedicación y la formación necesarios, los plazos de entrega son
demasiado cortos, y no siempre se firman contratos ni se pagan las regalías
correspondientes, lo cual redunda en que, con este grado de precariedad laboral
y sin un marco regulador coherente, la calidad de las traducciones pende de un
hilo”.
En el marco actual, la relación de contraprestación de servicios entre los
traductores y los editores se da de la siguiente manera: el traductor recibe un
único pago contra entrega de la traducción cuyo uso cede. Saldado el pago,
aquel que contrata el servicio de traducción puede ampararse en el artículo 38
de la Ley 11.723 para conservar la propiedad de la obra, pudiendo corregirla,
editarla parcial o totalmente, revenderla o archivarla sin tener que informar
al traductor ni volver a pagarle. Sobre este tema, los editores del Grupo LDTA
señalan: “Este alejamiento del traductor autoral respecto de su obra alienta
prácticas injustas en el sistema editorial y resulta absolutamente contrario a
la doctrina del derecho de autor”.
El proyecto de ley en cuestión introduce una serie de cambios. Por un lado,
establece un límite claro a la cesión de los derechos de uso comercial de la
traducción, que sólo pueden cederse mediante contrato escrito, para un uso
específico y durante un plazo máximo de diez años. Agotado dicho período, los
derechos revierten en el traductor, que puede volver a cederlos por un plazo
limitado mediante un nuevo contrato. Además, garantiza que, en virtud de la
cesión de esos derechos, el traductor participe en los beneficios que arroje la
venta de su obra mediante un porcentaje de las regalías: no inferior al 1% para
las ediciones de la traducción en papel, al 2,5% para el caso de su explotación
a través de medios digitales, y al 5% cuando, en cualquier formato de edición,
se trate de la traducción de obras de dominio público. Por otro lado, el
proyecto de ley alienta una serie de medidas de fomento de la traducción en el
país, como la creación de un Premio Nacional de Traducción. A su vez, la
iniciativa introduce la enumeración de los derechos morales del traductor y la
obligación de respetarlos por parte del usuario, así como la puesta en claro de
los elementos básicos constitutivos del contrato de traducción, de tal manera que
las partes puedan negociar en condiciones de mayor igualdad y conocimiento.
Otro punto importante es la visibilización de la figura del traductor en la
difusión y promoción de la obra. Al respecto, los editores opinan que “en la
práctica se esconde al traductor, con la idea de que el lector ‘olvide’ que lo
que está leyendo es una traducción, y este ninguneo cultural suele ser el caldo
de cultivo ideal para el ninguneo laboral o tarifario”.
Al momento de indagar acerca de las razones por las cuales el proyecto de ley
quedó congelado, no son pocos quienes apuntan a un lobby de los grandes
jugadores del mercado. Juan Ignacio Boido, director local de Random House, fija
la postura del gigante: “La propiedad intelectual está renegociando sus
alcances. En Alemania se dispuso un proyecto de ley de traducción tras
consensuar un escenario viable, que fomente el trabajo además de protegerlo. En
España, la situación de los traductores también está legislada. Este proyecto
va en esa dirección. Y considerando la larga y excelente tradición de
traducción que tiene la Argentina, me parece bien y necesario. Una editorial
sólo se puede beneficiar si hay traductores protegidos, que puedan vivir del
trabajo acumulado a lo largo de los años, y dedicados a su oficio”. Otro de los
escollos que se supone complicarían el apoyo de los grandes grupos editoriales
es el costo extra que sumaría la participación de los traductores en las
regalías. “Es cierto que cargaría al libro con un costo extra –señala Boido–.
Pero en muchos libros Random ya paga derechos de traducción. Los libros de
pocas ventas son los casos más delicados. Hay ensayos o ficciones muy
literarias que sólo se pueden traducir con la de los estados. Otros,
repartiendo el costo entre todo Hispanoamérica. Si se puede encontrar una
manera de que sean viables y a la vez los traductores puedan cobrar más si al
libro le termina yendo bien, bienvenida”.
Los apoyos del ámbito editorial y cultural
Son hasta ahora más de 1.600 las adhesiones personales de
traductores, escritores, pensadores, lingüistas, editores, docentes,
estudiantes y profesionales del área de la cultura en general al proyecto de
ley. Entre los apoyos institucionales aparecen la Academia Argentina de Letras,
la Sociedad Argentina de Escritores, el Club de Traductores Literarios de
Buenos Aires, el Instituto Goethe; las Asociaciones de traductores de España,
Cataluña, Austria, Alemania, Canadá; los departamentos de las carreras de Letras
y de Filosofía de la UBA; editoriales como Mansalva, Eterna Cadencia, Caja
Negra, Mardulce, Godot, El 8vo. loco, entre otras.
La editora Leonora Djament, de Eterna Cadencia, señala: “Un traductor es
también un autor de la obra que traduce, en la medida en que hace un trabajo
muy específico –político y estético a la vez– sobre la lengua y sobre la
tradición. Por lo tanto, ese estatuto debe estar reflejado necesariamente en
los contratos que los traductores firman con las editoriales. Y es necesario reglamentar
esa relación que también es de potestad sobre la obra traducida, con todos los
derechos pero también todas las obligaciones que eso conlleva”.
Ana Ojeda, escritora y editora de El 8vo. loco, destaca: “Considero la labor de
los traductores a la vez muy esforzada e invisibilizada. Son puentes culturales
fundamentales, muchas veces las puertas de ingreso de autores y textos
desconocidos. Considero al traductor un segundo autor. Hoy se les paga poco, a
veces ni siquiera se los menciona en la portada, o se los consigna en las
primeras páginas del libro pero no en la tapa. Si a la traducción le va bien
gana el editor, gana el autor, gana la editorial, pero para el traductor es lo
mismo que si hubiera sido un fracaso. Creo que con la ley algunas de estas cosas,
y sobre todo la mentalidad que subyace, podrían empezar a cambiar”.
Por su parte, la socióloga y escritora María Pía López reflexiona al respecto:
“No leemos a un autor de otra lengua directamente, sino que leemos al traductor
o traductora de esa obra, que vuelve a crearla en otra lengua. La cultura
argentina se forjó, en muchos momentos, alrededor de traducciones. Tuvo una
industria editorial potente y traductores muy relevantes, como Bianco para
Henry James, o Salas Subirat para Joyce, o Benjamín de Garay para Da Cunha. No
eran traductores colegiados sino escritores y expertos en las lenguas. Por eso,
no hay que aceptar límites corporativos. La traducción literaria es otra cosa.
Actualmente hay un gran movimiento de generar traducciones locales, pero sin
provincianismos. A los que no cesamos de incordiarnos con las traducciones
españolísimas de Anagrama nos alegra ese cosmopolitismo con entonación local.
La ley no reconoce sólo derechos a los traductores sino que incentiva este
movimiento necesario”.