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viernes, 17 de septiembre de 2021

Un anuncio promisorio de la Fundación El Libro

 

El 16 de septiembre pasado, InfoBAE Cultura publicó, sin firma, la escueta noticia del nombramiento de Ezequiel Martínez. De acuerdo con la bajada, “El reconocido periodista, gestor cultural y editor argentino también estará al frente de la Feria del libro, que desde el inicio de la pandemia se realiza de forma virtual”

Ezequiel Martínez es el nuevo director general de la Fundación El Libro


No hay dudas: la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires es uno de los grandes eventos de la escena literaria latinoamericana. Desde que estalló la pandemia, todo se redujo a la modalidad virtual, pero todo indica que el año que viene, entre abril y mayo, volverá a ser presencial.

 

Ya hace un tiempo que Oche Califa no está más al frente de la Feria. Hoy se anunció la incorporación de Martínez a la Fundación El Libro -quien, entre otras tareas, estará a cargo del evento mayor- mediante un comunicado: el reconocido periodista, gestor cultural y editor argentino Ezequiel Martínez fue “elegido mediante un minucioso proceso de selección que comenzó en junio de 2021″, explican.

 

Martínez fue Director General de Cultura de la Biblioteca Nacional entre 2016 y 2020, prosecretario de Redacción Sección Cultura y Revista Ñ desde entre 2003 y 2016, así como también de la revista Viva, colaboró en distintos medios como Infobae y tiene un posgrado internacional Gestión y Política en Cultura y Comunicación.

 

Ha publicado libros de investigación periodística , fue docente en TEA, Universidad de Belgrano y Universidad de Buenos Aires. Además desde 2010 preside la Fundación Tomás Eloy Martínez: es uno de los siete hijos del gran periodista y escritor argentino.

 

La Fundación El Libro es una entidad civil sin fines de lucro que está constituida por la Sociedad Argentina de Escritores, la Cámara Argentina del Libro, la Cámara Argentina de Publicaciones, el Sector de Libros y Revistas de la Cámara Española de Comercio, la Federación Argentina de la Industria Gráfica y Afines, y la Federación Argentina de Librerías, Papelerías y Afines. De ahora en más, Ezequiel Martínez será el Director General de la Fundación.

 

lunes, 7 de marzo de 2016

Sí, la culpa es del correcaminos...


El pasado 19 de febrero, el periodista Ezequiel Martínez publicó la siguiente columna en la revista Ñ. En ella se habla sobre lo que puede pasar con la ortografía en el futuro inmediato.

La jubilación de la ortografía

Cuando el almanaque de marzo haya gastado la mitad de sus días, la ciudad de San Juan de Puerto Rico empezará a ser sede del séptimo Congreso Internacional de la Lengua Española. En ese encuentro, cada tres años los académicos se reúnen para debatir de cara al mundo las últimas andanzas del idioma que hablamos unos 559 millones de personas, según los datos del último Anuario del Instituto Cervantes, El español en el mundo, que se presentó en Madrid a mediados de enero pasado.

Si como dice el lema de la Real Academia, la institución “fija, limpia y da esplendor” al español, de un tiempo a esta parte los señores académicos se tomaron bastante en serio eso de pasarle detergente y lavandina a las palabras. Desde que en el primer Congreso de 1997 en Zacatecas (México), el Premio Nobel Gabriel García Márquez arrugó el almidón en el que habían planchado el castellano durante décadas para reclamar que se jubilara la ortografía, los académicos entendieron que no se trataba sólo de desinfectar las impurezas del idioma y sacarles brillo a las jotas, las zetas o las haches, sino de andar con el oído más atento a las constantes mutaciones de la lengua.

Tal vez por eso nunca como en lo que va de este siglo han llovido tantos diccionarios y sus anexos: la última edición actualizada del Diccionario de la Lengua Española, elDiccionario Panhispánico de Dudas, el Diccionario de Americanismos, la Nueva Gramática de la Lengua Española , la Ortografía Básica Española … Es que durante los últimos Congresos de la Lengua no sólo nos actualizaron la gramática y la ortografía, sino que también nos agregaron nuevas palabras, pasaron a retiro letras como la ch y la ll, rebautizaron a la y griega, la b larga y su prima la v más corta, dejándolas sin apellido, y hasta permitieron que el uso de algunos acentos sea a gusto del consumidor. También es cierto que verbos, adjetivos y sustantivos brotan a velocidad de un correcaminos y es complicado seguirles el ritmo.

Otros diccionarios, como el británico Oxford, eligen cada mes de diciembre una palabra que más o menos resuma el año que pasó. La del 2015 fue emoji (emoticón o, según la corrección política de la RAE, emoticono). Esos iconos que transmiten emociones –alegría, tristeza, enojo, amor, sorpresa, etc.– y que tanto se usan en los diálogos virtuales, tienen un don que hace temblar los diccionarios: carecen de faltas de ortografía y no necesitan de traductores ni intérpretes. Habrá que ver qué dicen los académicos sobre el asunto.


martes, 28 de octubre de 2014

Las sudorosos y enfáticas reuniones

Ezequiel Martínez publicó el 24 de octubre pasado la siguiente columna en la revista Ñ.  En ella se refiere a la ímproba tarea de correr detrás de las palabras y compara sutilmente los resultados de la labor de María Moliner con la nueva edición del diccionario de la RAE.

Casi un kilo de palabras nuevas

Mi diccionario engordó casi un kilo. En la última década le nacieron 4.680 nuevas entradas, le jubilaron por desuso unas 1.350, la ch y la ll fueron a parar al cementerio de las letras y aún así, entre anabólicos por un lado y dietas por el otro, la flamante 23° edición del Diccionario de la Real Academia Española que se presentó la semana pasada pesa 2,5 kilos (al menos la versión en dos tomos que se distribuye en América Latina), contra el 1,7 kg. de la edición anterior, de 2001. Intenté calcular a cuánto el gramo de palabra, pero los números de esta edición tricentenaria abruman: 93.111 entradas, 195.439 nuevas acepciones, 140.000 enmiendas y 18.712 americanismos concentrados en 2.320 páginas.

Si estas cifras aturden (sobre todo teniendo en cuenta que según un estudio de 2010 realizado por la misma RAE, los jóvenes sólo utilizan un promedio de 240 palabras para comunicarse cotidianamente), entonces la proeza de María Moliner no es de este mundo. Bibliotecaria y ama de casa, esta aragonesa que nació con el siglo XX y murió en 1981, dedicó más de diez años de su vida a compilar ella sola un Diccionario del uso del español sin más herramientas que sus kilómetros de fichas y una máquina de escribir. Para muchos su diccionario ha sido uno de los más revolucionarios, útiles e innovadores del habla hispana. Su único lamento fue no poder terminarlo nunca: cuando llegaba por fin a la z , nuevas palabras le aparecían en la a , y María quería empezarlo todo de nuevo. Por fin accedió a publicar el primer volumen en 1966, y el segundo al año siguiente, luego de que sus editores la convencieran de que estaba construyendo una obra mutante.

Tal vez por esa misma razón, y a pesar de las sudorosas y enfáticas reuniones de los representantes de las 22 Academias de la Lengua Española para ajustar esta nueva edición, el Diccionario de la RAE –como ningún otro– jamás podrá ser perfecto, porque las palabras que lo alimentan corren más rápido que la prisa por atraparlas. Los diccionarios no son un espejo del presente sino un compendio que intenta aproximarse a las últimas respiraciones del habla. El idioma no cesa de moverse; las palabras flotan un día para elevarse al otro o hundirse para siempre en el siguiente. Las nuevas tecnologías son la prueba más contundente de estas mudanzas: el verbo que hoy imponen como moda, mañana quizá perezca sepultado por otro más potente. Hoy tuiteamos, chateamos, blogueamos… mañana, quién sabe.


sábado, 6 de agosto de 2011

Los nombres de pila de los escritores

Publicada en la edición de Ñ del 5 de febrero de 2011, esta columna del periodista Ezequiel Martínez plantea nuevamente el problema que aqueja a todo aquel que tenga más de tres libros. Como se verá, las respuesta a la vieja cuestión del orden son tantas que incluyen aun lo que podría resultar inverosímil. 

Bibliotecas: una cuestión de (des)orden

Hace unos días conocí a un personaje cuya biblioteca me desorientó. He sabido de gente que ordena los libros por el color de sus lomos y de otra que los clasifica por tamaño, en una herejía decorativa que difícilmente los califique como lectores. Algunos más excéntricos, como el escritor francés Jacques Bonnet, los separa mediante un subjetivo sistema de afinidades, según cuenta en su libro Bibliotecas llenas de fantasmas. Algo parecido a lo que ya había hecho el alemán Aby Warburg, cuya colección de 60 mil volúmenes fue enviada a Gran Bretaña durante el nazismo para salvarla de un probable saqueo o destrucción. La Biblioteca Warburg está organizada de acuerdo con criterios sutiles y completamente heterodoxos, que hasta hoy no han sido enteramente dilucidados, según nos cuenta Rafael Argullol en un artículo que publicó la semana pasada en el diario El País, de Madrid.

La excentricidad del amigo que mencioné al principio consiste en catalogar los libros por el nombre de pila de su autor. Así, Arlt está en la R, pero Pessoa puede alojarse en la F o en cualquier parte del abecedario donde hayan caído sus heterónimos. Me costó descifrar la maraña de ese desorden establecido. Cuando le pregunté la razón, dijo: “Lo hago para retener sus nombres de pila. Por ejemplo, ¿cuánta gente sabe el nombre de Fogwill, eh?”

Fue precisamente en Fogwill donde me pareció encontrar un motivo más perverso del sistema elegido por mi amigo. Se trataba sin duda de una estratagema para complicar el préstamo o robo premeditado de algún volumen que le deparara un destino infeliz. En Urbana, Fogwill escribe: “la gente los lleva excitada por un entusiasmo de momento y la mayoría de las veces olvida leerlos, de modo que el libro queda por ahí, perdido como la memoria de ese préstamo”.

Esa excitación es un rasgo común a todos los bibliomaníacos. El orden elegido, en cambio, revela algún rasgo particular de la personalidad de su dueño. Después de todo, una biblioteca funciona también como una autobiografía. 

sábado, 23 de julio de 2011

¿Baterías?

El peridodista argentino Ezequiel Martínez publicó esta muy buena columna en Ñ digital del 20 de julio pasado. Tiene por objeto los libros y se apoya en dos miniseries recientemente estrenadas en la televisión por cable argentina y en un par de escenas que vale la pena recordar.




La posteridad de los libros

“Me gustaría preservar estos libros para la posteridad, Su Santidad”. La frase sale de boca de Johannes Burchart, maestro de Ceremonias del Vaticano durante el papado de Alejandro VI, en uno de los episodios de Los Borgia , la miniserie que se estrenó este mes por I-Sat. En la escena se lo ve a Burchart apilando con prisa y desesperación todos los volúmenes que sus brazos aguanten. Las tropas del rey Carlos VIII de Francia están a punto de entrar en Roma en su paso hacia la conquista de Nápoles, y la sospecha de una devastación ha hecho huir a la mayoría de los cardenales y funcionarios eclesiásticos. Ni siquiera el neutral Burchart se anima a quedarse junto al Papa Borgia a esperar las hordas francesas. Y mucho menos a dejar abandonados libros bendecidos por el paso de los tiempos.

Muchos siglos después y en otra de las miniseries estrenadas en julio, Falling Skies –producida por Stephen Spielberg y emitida por TNT–, una invasión extraterrestre obliga a los humanos a escapar de las ciudades arrasadas por los alienígenas. Cuando deben evacuar un refugio, el personaje de Noah Wyle se detiene ante una cordillera de libros tirados al costado del camino. Toma dos volúmenes al azar: Historia de dos ciudades de Dickens y Veinte mil leguas de viaje submarino de Verne. Los sopesa con resignación y guarda el más liviano en su mochila.

No sé si será una estadística de mi memoria emotiva, pero es esperanzador observar cómo la mayoría de las veces en que el cine o la televisión ensayan alguna variante del fin del mundo, hay alguien por ahí dispuesto a salvar un libro. En El día de mañana de Roland Emmerich, un bibliotecario defiende de las hogueras un ejemplar de la Biblia de Gutenberg; Denzel Washington se pasa toda la película The book of Eli , de Allen y Albert Hughes, protegiendo un libro sagrado mientras atraviesa un mundo post-apocalíptico. Y la lista sigue.

Me pregunto si en un mundo así el e-book tendrá las baterías suficientes como para salvar al libro de esa posteridad que soñaba Burchart.

lunes, 19 de abril de 2010

"No todos los que saben un idioma pueden hacer una traducción"

Hija de un matrimonio de clase media sin educación universitaria, Edith Grossman (Filadelfia, 1936) se doctoró en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York, donde reside en la actualidad. En 1963 vivió durante un año en España gracias a una beca Fullbright. Dedicada a la docencia y a la crítica literaria, hacia fines de los 80 le encargaron la traducción de El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, y desde entonces ha traducido todos los libros que publicó el Premio Nobel colombiano, así como los de la mayoría de los escritores latinoamericanos contemporáneos. Su consagración llegó con su elogiada traducción al inglés de Don Quijote, publicada en 2003. La siguiente entrevista, realizada por Ezequiel Martínez, fue publicada por la revista Ñ el 25 de octubre de 2008.

Entrevista a Edith Grossman,
la traductora del Quijote

Hacia fines de 2003 Edith Grossman se mandó una verdadera quijotada: ni siquiera le prendió una vela a San Jerónimo –el santo patrono de los traductores– cuando decidió echarse al hombro las casi mil páginas del monstruo sagrado de las letras castellanas para mudarlas a una nueva versión al inglés, corriendo el riesgo de que los lobos de la academia se lanzaran sobre ella. Pero nada de eso ocurrió. Su traducción de Don Quijote consumió cuatro ediciones en un par de meses y escaló en un suspiro hacia el top ten de los libros más vendidos en Amazon.com. En The New York Times, Carlos Fuentes escribía que Grossman había logrado "transformar lo clásico en contemporáneo" y el exigente Harold Bloom apuntaba desde el prólogo del libro: "Aunque ha habido muchas traducciones valiosas de Don Quijote, yo elogiaría la nueva versión de Edith Grossman por la calidad extraordinaria de su prosa".

Hoy, mientras su nombre figura en la portada de la edición de Harper Collins debajo del de Miguel de Cervantes –un triunfo que muy pocos profesionales del oficio consiguen– , los editores anglosajones sacan número para que su apellido escolte cada nueva obra de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes. A través del teléfono, en una entrevista en la que desplegó dosis semejantes de inteligencia y humor, Edith Grossman confesó que su primera traducción al español fue casi un juego: el director de una revista literaria le pidió que tradujera un cuento de Macedonio Fernández. "Lo pasé muy bien con ese cuento, me gustó muchísimo. Y comencé a traducir más y más después de eso... Pero le digo la verdad, lo que más me encantaba era la idea de trabajar en casa". Aquella aventura que empezó con un argentino y con la posibilidad de darle rienda suelta al vicio del cigarrillo a esta altura ya abandonado, se convirtió en la profesión de esta mujer de 72 años que cumplió su deseo: trabajar hamacándose entre dos idiomas en la soledad de su departamento de Upper West Side de Manhattan.

–Usted podría haberse dedicado a la crítica literaria, a la enseñanza, al trabajo académico... sin embargo tomó la decisión de ser traductora en un mercado como el de los Estados Unidos, que no se caracteriza precisamente por su interés en obras en idioma extranjero. Además, el trabajo de traductor siempre estuvo muy mal pago, 'no?
–Malísimo. Pero bueno, yo sabía unas cien mil recetas para preparar frijoles, así que me las iba a arreglar para no pasar hambre –responde rápida de reflejos y con una risa casi ronca, que se repetirá muchas veces durante la charla–. La verdad es que he tenido mucha suerte después mi primera traducción de un libro de García Márquez, El amor en los tiempos del cólera . A partir de ahí pude dejar el mundo académico –que excepto por los estudiantes, no me gustaba mucho– y vivir de esto. Pero si bien es cierto que en los Estados Unidos, y en Inglaterra también, en general no quieren publicar traducciones –el porcentaje de libros traducidos es muy bajo, como del dos o el tres por ciento–, creo que el interés en la literatura hispanoamericana siempre ha tenido más fuerza aquí que la literatura de otros idiomas.

–¿Cree que el oficio de traductor literario evolucionó con el tiempo? Tengo la impresión de que antes era un trabajo que se le encargaba sólo a otros escritores.
–Déjeme pensar esto... Me parece que en el campo de poesía hay cierta cantidad de poetas que hacen traducciones de poesía, pero en la prosa no puedo pensar en muchas novelistas que traduzcan novelas...

–¿Es más difícil traducir poesía que narrativa?
–Voy a decir que sí y que no. Comenzando con el no: una prosa artística tiene muchas de las características de la poesía. Tiene un ritmo, tiene un juego con sonidos, cada palabra tiene una función muy específica dentro de la frase. Así que la traducción de una prosa elegante, de alto valor artístico, es como traducir un poema. Por otra parte, sobre todo si es un poema tradicional que usa rima, es muy difícil de traducir, por lo menos para mí. Cuando hago traducciones de poesías del renacimiento, por ejemplo, yo busco más duplicar el ritmo del verso que la rima. Siempre me ha parecido que el ritmo es lo más importante de cualquier verso poético.

–¿Hoy está mejor reconocido el trabajo del traductor profesional?
–Sí, porque además es mala idea pensar que cualquier persona que sepa un idioma también pueda hacer una traducción. Hasta hace algunos años, muchas editoriales creían que cualquier latinoamericano andando por la calle o trabajando en una oficina también podía hacer una traducción de un texto en español. Y no es verdad, como tampoco es verdad que cualquier escritor puede hacer una traducción. Hay cierto tipo de experiencia que uno necesita, además de la capacidad de pensar en una misma voz en dos idiomas al mismo tiempo, y no todo el mundo tiene esta capacidad. No sé si es un talento o una enfermedad, pero lo de tener esas dos voces es muy importante.

–¿Se puede enseñar a traducir, o todo depende de esa capacidad?
–Vamos a ver... Hay ciertas universidades que dan clases de traducción; yo misma he dictado un par de clases. Pero lo único que se puede enseñar en esos talleres es cómo se edita un texto –que es algo muy importante–, o algunos trucos como la necesidad de revisar todo en voz alta para saber si suena bien. Porque el ojo puede perdonar todo, pero el oído no perdona nada. Yo tengo que hablar en la traducción, necesito escucharla en voz alta, y eso me ha dado resultados.

–¿Hay diferentes corrientes o tendencias entre los traductores?
–Me parece que sí, pero realmente no estoy muy enterada de eso. Sé que hay una corriente en el mundo de los traductores que dice que un texto extranjero tiene que sonar un poco raro, un poco extranjero también. Y que la idea de domesticar el texto extranjero es mala idea. Yo creo que mi deber es hacer posible que el lector en inglés repita la experiencia del lector en español: si es un texto muy extraño, muy raro, el texto en inglés también tiene que ser muy extraño, muy raro; si es un texto sencillo, directo, también el texto en inglés tiene que ser sencillo, directo. No pienso: "Ah, esta es una metáfora imposible en inglés". Todo es posible, solo se trata de encontrarle la expresión análoga.

–¿Hay algo que sea intraducible?
–Bueno, hay palabras dificilísimas de traducir, pero no hay ideas difíciles de traducir. Yo soy de la opinión de que se puede decir todo en todos los idiomas. A veces hay palabras que están más cómodas en su idioma original, pero todos somos humanos, y no importa el idioma en que hablemos, tenemos las mismas experiencias. Ortega y Gasset, por ejemplo, hablaba una vez de las cinco mil palabras que existen en árabe para camellos y arena, y quizás en inglés o en español se necesite sólo una. Pero la idea siempre se puede transmitir, estoy convencida de eso. Mi propósito es traducir la visión, el tono, la intención del autor.

–¿En qué está trabajando ahora?
–Acabo de entregar la novela de un joven peruano, Abril rojo de Santiago Roncagliolo. Me gustó muchísimo y tengo interés en leer mucho más de él. Tiene la misma edad que mi hijo menor, así que debe ser un sentimiento maternal... (risas). Y ahora voy a comienzar la traducción de lo que seguramente significará mi muerte en el oficio: ¡Las soledades de Góngora!

–Eh... ¿por qué ese certificado de defunción?
–Góngora es un poeta que me ha encantado por muchos años y este es un proyecto personal. Pedí la beca Guggenheim para poder hacer esta traducción, así que por fin yo voy a enfrentarme con Don Luis, a ver qué pasa.

–¿Está trabajando con la nueva novela de Carlos Fuentes también?
–Bueno... yo traduje Todas las familias felices, y ahora estoy leyendo las galeras en español de La voluntad y la fortuna. Recién voy por la mitad, porque es bastante larga, pero es un libro maravilloso, estoy muy entusiasmada... Creo que Carlos (Fuentes) está en el ápice de su talento. Ojalá de la editorial me puedan esperar un ratito para traducirla. Las editoriales siempre están con mucha prisa, pero si tienen mucho interés en usarme como traductora, a veces pueden esperar.

–¿Cuánto la esperaron para que tradujera el Quijote?
–Cuando me llamó el editor presentándome el proyecto , le dije: "No sé cuánto tiempo voy a necesitar, porque no he traducido nada de la literatura clásica como profesional, así que realmente no puedo decirle cuánto tiempo necesito". Y el me dijo: "Bueno, 'por qué no ponemos dos años?, y si necesita más tiempo le aseguro que no hay problema". Y así fue, hice la traducción de Don Quijote en dos años.

–Qué desafío, ¿no? Porque se trató de un salto hacia el español del siglo XVII, y con todo lo que el Quijote representa y significa.
–Es un salto hasta los orígenes, porque no hay nadie que escriba en español que no tenga la voz de Cervantes en la cabeza. Así que el salto no era tan grande en cierto sentido: traduciendo a muy buenos autores contemporáneos ya tenía el lenguaje de Cervantes en mi repertorio.

–¿Dudó en algún momento?
–Hablé con Julián Ríos, y le dije que iba a traducir a Cervantes, que tenía miedo y todo eso. El me dijo: "No tengas miedo, que Cervantes es el autor más moderno que tenemos; no tienes que hacer nada más de lo que siempre haces". Y eso me salvó la vida, realmente, es una frase muy sencilla, parece una tontera, pero me permitió comenzar a pensar no en Cervantes, sino en el texto. Tenía la idea de que si podía traducir la primera frase, el comienzo de la novela, entonces todo saldría bien. Pasé bastante tiempo pensando cómo traducir "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...". Pasé mucho tiempo caminando por mi departamento mientras probaba esa primera frase en voz alta, y cuando encontré una versión en inglés que me gustaba, me dije: "Perfecto, ahora vamos a trabajar...".

–Y después. ¿a quién le tuvo más temor, a los académicos hispánicos o a los anglosajones?
–Bueno, a los hispanohablantes, a los profesores de literatura española, realmente tenía miedo de ellos. Pero los "profesores horrendos", como los llama un amigo, por suerte no aparecieron. Al contrario, me han tratado muy bien.

–A Borges le atribuyen una frase que usted debe conocer: que el Quijote se lee mejor en inglés que en español.
–Bueno, eso es Borges. El también le dijo a un traductor: "No escriba lo que dije, sino lo que quise decir". Eso es muy de Borges.

–¿Y está de acuerdo con esa frase de Borges?
–¡Todavía no he decidido si es una frase seria o es otro chiste de Borges! Porque depende de cómo se traduce "lo que quise decir". Si él se refería a lo que quiso significar, entonces estoy de acuerdo, porque eso es lo que hacemos los traductores, pensar siempre en la intención del autor.

–Como traductor, Borges se tomaba muchísimas licencias. También decía que si era posible, había que mejorar el original.
–¡Si uno se llama Jorge Luis puede hacer eso! Para él todo era lícito, pero para mí no.

–¿Aún así respeta a Borges como traductor?
–Mmm... mejor no voy a contestar a eso.

domingo, 31 de enero de 2010

Una más (y no jodemos más)

Los lectores de este blog sabrán disculpar al Administrador, pero además de las consecuencias inmediatas del calentamiento global, del posible choque contra la Tierra de Apophis –el asteroide de 250 m de diámetro que podría golpear a nuestro planeta en el 2029, con una potencia equivalente a 200 bombas atómicas–, del integrismo en general, de los nacionalismos en particular, de lo que piensa el papa de Harry Potter y de muchas otras cuestiones igualmente importantes que provocan todo tipo de zozobras y angustias a muchos mortales, los problemas vinculados con la traducción –y sobre todo con la traducción de títulos–, ocupan un espacio importante en el cerebro de los traductores. Por eso va una tercera entrada sobre la famosa novela de J. D. Salinger. En este caso, corresponde al posteo publicado el 28 de enero pasado por el periodista argentino Ezequiel Martínez, en su blog En minúscula, en el seno de Ñ digital.

http://weblogs.clarin.com/revistaenie-enminuscula/archives/2010/01/salinger_el_guardian_oculto.html,

Salinger, el guardián de los títulos que se bifurcan

Así como muchos pueden decir que han leído las obras completas de Juan Rulfo, los libros de J.D. Salinger son dignos de la misma proeza. Claro: entre los dos, publicaron apenas media docena de títulos.

Yo soy uno de esos lectores. Como casi todo adolescente, atravesé las páginas de El cazador oculto metido en las entrañas de su protagonista, Holden Caulfield. Cada vez que algún joven me pide que le sugiera un libro, lo mando a comprar el Salinger más famoso. Luego (o antes, ya no recuerdo), me zambullí en sus Nueve cuentos, en Franny and Zooey y finalmente en la última novela corta que publicó en 1963, Levantad carpinteros la viga del tejado, que tiene unas escenas completamente bizarras dentro de un taxi. Después de eso, Salinger permaneció en silencio de imprenta.

Todos sus libros fueron reeditados en los últimos años por Edhasa. Y aquí llega la historia que quiero contar. Un colega, al conocer la noticia de la muerte de Salinger, me acaba de enviar este indignado correo electrónico:

"Hay una traducción muy conocida de The Catcher in the Rye, que es El cazador oculto; la gallegada El guardián entre el centeno es posterior. El cazador oculto lo editó Sudamericana, creo que a fines de los 60. Para toda una generación, la novela de Salinger se titulaba El cazador oculto. Aclaren esto pero no pongan sin más El guardián entre el centeno".

¿Cómo es que la obra que le concedió una justa fama universal a Salinger avanzó por el español con estos dos títulos que se bifurcan? La versión oficial es más o menos así: cuando el escritor norteamericano no se había vuelto todavía tan mañoso con los resortes de su obra, Sudamericana publicó una edición con una traducción menos "gallega" (como dice mi colega, sin ánimos de ofender) y con un título ciertamente más atractivo. Es cierto que El cazador oculto no era literal y que se trató de una licencia, pero vamos tío, cuánta más fuerza tiene que el original.

Cuando alguien le comentó (¿le mintió?) al escurridizo Salinger que la traducción española, cuyo título se ceñía al original letra por letra (esto es, El guardián entre el centeno) estaba bastante bien, él se lo creyó. Entonces desautorizó cualquier otra traducción al castellano, con lo que la de Sudamericana cayó en la volteada y nunca más pudo usarse. Desde entonces, el cazador quedó oculto y el guadián asomó desde el centeno.