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lunes, 24 de marzo de 2025

Plagios: la lentitud de la ley

Elisa Silió
, el pasado 18 de marzo, publicó un interesante artículo en el diario El País, de Madrid, a propósito de los plagios académicos. En su bajada se lee: "Los infractores son castigados con la anulación total o parcial de sus tesis u obras, pero los afectados pierden dinero en abogados y son ninguneados por las universidades culpables del delito".

El desamparo de las víctimas de plagio académico: “Copiar sale muy barato”

Plagiar una tesis, un trabajo fin de máster o un libro está perseguido por la ley en España. Los infractores ven anulados total o parcialmente sus títulos u obras y en ocasiones tienen que compensar con cientos de euros a los afectados, pero estos siempre se quedan con una sensación más agria que dulce. El Instituto Autor, creado por la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) en 2005, ha analizado 11 casos comprendidos entre 2000 y 2024 que han transcendido y llegado al Tribunal Supremo o a audiencias provinciales, pero hay otros solventados con dictámenes de consejos consultivos autonómicos, juzgados mercantiles o por la propia publicación. En 2019, por ejemplo, la editorial Elsevier retiró un estudio de Juan Corchado, hoy rector de Salamanca, y tres colaboradores por plagiar un trabajo de fin de máster.

Los casos recogidos en este reportaje responden al mismo patrón: las copias académicas se han descubierto por internet, los culpables no han pedido perdón salvo en un caso, los miembros del tribunal no aplicaron herramientas de detección de plagios ―cuando deberían―, sus universidades no se han implicado en el proceso legal pese a copiarse una obra de su repositorio o las universidades infractoras no han informado de todos los trámites a los agraviados, que pierden dinero pagando abogados aunque venzan en los tribunales. Una suma de despropósitos que lleva a los damnificados a sentirse indefensos.

Ana Torrecilla: “¿Por qué el plagio prescribe?”
En 2012 el Tribunal Supremo determinó que existe propiedad intelectual en un texto “por la forma literaria o artística de su expresión” y no por “los descubrimientos, contenido y esfuerzo de su autor”; y en base a este juicio, fallan los tribunales. Ana Torrecilla, profesora de Historia en un castillo-instituto en Cuéllar (Segovia), encontró en 2021 el plagio de su tesis doctoral en una plataforma de intercambio de apuntes y resúmenes. No contento con fusilar Los macella en la Hispania Romana: estudio arquitéctónico, funcional y simbólico (Universidad Autónoma de Madrid, 2007), el alumno ―inconsciente del delito intelectual― subió su trabajo fin de máster (TFM) a Studocu.com. “Yo sigo mirando lo que va saliendo de bibliografía para estar al día”, cuenta la plagiada. “Todo, todo, todo está copiado. Ese chico no ha movido el trasero del ordenador, cuando yo me he recorrido media España, he hecho las fotos, los gráficos son míos, los dibujos de plantas [de edificios] son míos... A veces cambió una palabra y transformó el sentido de lo que yo decía”.

Torrecilla habló con Studocu.com, que retiró el TFM, y escribió al tutor del trabajo, que se excusó. La primera versión, le relató el profesor de la Universidad de Valencia, estaba llena de errores y la de segunda convocatoria se corrigió a toda prisa a pocos días de la defensa. “Lo que no entiendo es por qué no pasaron la herramienta antiplagio”, reflexiona la arqueóloga. El tutor se comprometió a dar parte a la dirección del máster y al rectorado, “pero transcurrieron dos años y no pasaba nada. Pensé: me están tomando el pelo”. Habló entonces con un abogado de Valladolid que le explicó que no podía denunciar por daño económico, pero sí por daños morales. En el rectorado le informaron de que en diciembre de 2023 una comisión de la UV iba a fallar sobre el caso, pero no ha logrado saber más.

Con estos mimbres, en enero de 2024 Torrecilla decidió ir a juicio. “Primero tuve que contratar a un detective privado para saber dónde vivía el chico y poder ponerle la denuncia. Luego tener un procurador en Valencia, hacer fotocopias de mi tesis...”, relata. El defraudador reconoció el plagio y el abogado le recomendó que llegase a un pacto. “Me iba a costar que el abogado fuese a Valencia, lo mismo se declaraba insolvente...”. Así que aceptó 2.000 euros, cuando ha invertido en el juicio 2.139 euros. “He puesto 139 euros de mi bolsillo. En este país plagiar sale muy barato”.

Torrecilla se pregunta: “si los derechos de autor caducan 70 años después de su muerte, ¿por qué el plagio prescribe a los cuatro años?”. El juzgado de lo mercantil en el que presentó la demanda acaba de fallar que se anule el título de máster, al igual que se pronunció en el mismo sentido en septiembre el Consell Jurídic Consultiu valenciano. De este trámite se ha enterado por este diario.

Inma Ponsatí: una doble victoria amarga
La ley de propiedad intelectual protege de los derechos morales desde dos perspectivas: la acción de cesación (anulando el texto e impidiendo que se vuelva a plagiar) y la acción de indemnización de daños y perjuicios. Inma Ponsatí, ahora profesora jubilada del Conservatorio de Música de Girona, logró esa doble victoria. Defendió en 2011 su tesis sobre educación musical en la Autónoma de Barcelona por puro placer, no pensando en una carrera académica. Siete años más tarde se quedó atónita al colgar un investigador un artículo de una doctora por la Universidad de Valladolid (UVA) que copiaba palabra por palabra su tesis. Descubrió entonces que la había calcado 104 fragmentos de su trabajo en su propia tesis y más párrafos en otras 10 artículos posteriores.

Ponsatí denunció en un tribunal de Girona tras no llegar a un acuerdo extrajudicial, pues la infractora negó el plagio. No quería que el caso quedase impune, pero no podía pedir la anulación de la tesis entera, porque no era suficiente copia. En 2023 la Audiencia Provincial de Girona le dio la razón por segunda y última vez y la condenó a corregir esos párrafos ―algunos, por su gran extensión, los suprimió― y a pagarle 2.694 euros por daños económicos y otros 3.000 por morales. Tres de sus artículos fueron retractados sin dejar rastro con una notificación en la revista y en otros siete aparece una nota. En el repositorio de la UVA está colgada la tesis con una nota de la resolución judicial que apenas se ve.

La plagiadora argumentó que se hallaba en indefensión jurídica porque desconocía el catalán ―el idioma en el que estaba redactada la tesis calcada― despertando la hilaridad de los tres jueces: “Si alguna vulneración a su derecho de defensa se produjo (cosa que no acertamos ni a intuir), sería atribuible a su desidia o negligencia”. La autora leyó otra tesis en la Universidad del País Vasco y enseña en la Universidad de Salamanca. Copiar no le ha pasado factura. Incluso ha dirigido una tesis ―se leyó en 2021 con el proceso judicial en marcha― y participado en el tribunal de otra en 2022, al mes siguiente de haber sido condenada por un juzgado.

Erla Mariela Morales: “Faltan protocolos para saber denunciar”
Cuando en 2017 Erla Mariela Morales, profesora de la Universidad de Salamanca, descubrió el plagio de su tesis sobre informática y didáctica se lo comunicó al rectorado que le explicó que no podía tomar medidas contra un fraude de otra institución. Por su parte, el director de la tesis fraudulenta le presentó sus disculpas y le adelantó que se tomarían medidas. Y ahora, una vez que el pasado diciembre la Universidad de Vigo ha cancelado a la boliviana Raquel Ivonné Jalil Angulo su tesis plagiada ―Morales supo de esta noticia por este diario― la profesora de la USAL ha decidido acudir a la justicia y aspira a contar con el respaldo legal de su universidad.

Por lo pronto Vigo, que no da señales desde que hace seis años le pidiese detalles de su caso, ha retirado la tesis de su repositorio. “Faltan protocolos para saber denunciar. Hay una clara indefensión”, se lamenta. La Universidad de Santiago confirmó a EL PAÍS, por otra parte, que Jalil Angulo no había cursado allí otros cursos de doctorado, pese a jactarse de ello en sus currículums. La exdoctora boliviana, que no ha contestado a este diario y que pertenece a la Academia Panamericana de Ingeniería, no ha quitado ninguno de sus doctorados de su perfil en Linkedin.

Tetyana Nizhelovska: “¡No esperas que te roben en tu cara!”
La pesadilla de Tetyana Nizhelovska no ha terminado. Hace un mes en redes el plagiador la tachó de “mezquina y sinvergüenza”. En 2016 esta ucrania terminó su máster en la Universidad de Valencia con matrícula de honor, gracias a un trabajo final (TFM) sobre la escritora Lesya Ukrainka, compatriota, y se fue a un congreso en Cádiz de hispanistas de su país. Su intención era hacer contactos y de resultas terminó cruzándose en 2019 correos con el historiador y editor español José Andrés Alvaro Ocáriz, conocido de uno de los catedráticos presentes. Supuestamente, él buscaba bibliografía sobre esta notable figura de la literatura porque quería “promover la cultura” de Ucrania. Ahora Tetyana se siente “ingenua” pero ya no “avergonzada”, porque le hizo llegar su TFM ―sobre lo que versaría también su tesis―. Le dije: “Puedes citar mi trabajo, que está registrado”. Cada día se arrepiente.

Estando aislada en Kazajistán por la pandemia ―era profesora de español allí― se alarmó en 2020 al descubrir que Alvaro Ocáriz había publicado el libro Lesya Ukrainka, el alma de Ucrania en una editorial de su propiedad. “Entré un poco en pánico. ¿Qué ha pasado?”. Se descargó el libro en su ebook y se confirmó el plagio. “Me pasé una semana llorando. ¡No esperas que te roben en tu cara!”. En las páginas del libro estaban sus traducciones de textos y “gran parte” de las conclusiones del TFM.

La Universidad de Valencia concluyó que no podía actuar, porque el plagiador no era del centro académico así que, con la ayuda de su tutor, contactó con un despacho especializado en derechos de autor. Después de recibir un burofax, Alvaro Ocáriz se comprometió a retirar la obra. “Y mientras, hacía un montón de entrevistas en España y Ucrania, le daban una medalla de honor en la Embajada de Ucrania… Ahora lo cuento tranquila, porque ya lo tengo trabajado”. Más de un año después denunció a Alvaro Ocáriz: había cambiadoel contenido, pero ni la ISBN (Número Internacional Normalizado de Libros, en sus siglas en inglés) ni la portada. Para hacerlo tuvo que contratar a un perito que desde Ucrania ―donde Rusia había empezado a bombardear― cotejó los textos. Un juez estimó que la primera versión era un plagio, pero en la segunda no, y que Alvaro Ocáriz debía compensarle con 3.000 euros por daños morales, pero no la retirada del libro. “¡Y yo no sé qué versión está vendiendo!”, se queja. Su recurso a la sentencia no tuvo éxito. El autor “no ha puesto en su blog, como decía la sentencia, que la primera versión de su libro era un plagio”, se lamenta Nizhelovska . “Ni ha publicado, como tenía que hacer, una disculpa en el periódico ucranio Pravda”. Por eso sus abogados van a solicitar que se ejecute la sentencia. Y el plagiador, que no ha contestado a este diario, sigue de bolos con el libro: este marzo ha pronunciado una conferencia en Logroño sobre la literata.

José Antonio Aguilar: “Hay incentivos para que las víctimas no denuncien”
A veces hay que irse muy atrás para encontrar el plagio. En el caso de José Antonio Aguilar Rivera, profesor investigador en la división de Estudios Políticos del CIDE (Centro de Investigación y Docencia Económicas) de México, perseguirlo ha sido especialmente tortuoso. En 2001 publicó el libro El manto liberal. Los poderes de emergencia en México (1821-1876) en la editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y en 2017 comprobó que un compatriota había calcado 53 de sus páginas en una tesis defendida en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) ―el 20% del total― y en un libro publicado por la Suprema Corte de Justicia de México.

Aguilar Rivera tuvo que esperar hasta 2021 para que el Consejo Consultivo de Madrid recomendase a la universidad retirar el doctorado y el proceso legal se ha demorado en México hasta 2024. Asegura que, aunque se dirigió formalmente en numerosas ocasiones al rectorado de la UAM, este dejó de explicarle la fase del procedimiento abierto por plagio: “Me parece de una irresponsabilidad institucional monumental que no se dignaran a reconocerme como alguien que tenía derecho a saber qué ocurría”. Por EL PAÍS ha sabido del dictamen del consejo y fue el propio plagiador quien le confesó de pasada en uno de los correos electrónicos que le habían retirado el título de doctor.

En el dictamen consultivo, algo muy poco habitual, el director de tesis se disculpa: “La conclusión de esta tesis doctoral se produjo en un momento en el que vencían los plazos para su presentación, lo que hizo que su finalización se precipitara, y que lo acelerado de su fase final ayudó a la comisión del fraude”. En cambio, un miembro del tribunal defendió la “novedad” y al autor del plagio, pese a ese 20% calcado.

El plagio tuvo su propio devenir judicial en México, donde se había publicado el libro original. “Fue kafkiano. La Suprema Corte de Justicia, que había publicado el plagio, decidió denunciarnos al plagiario y mí, con el argumento de que no sabía quién era el responsable del plagio”, narra Aguilar. “Cuando había una década de diferencia entre un texto y el otro. Tuve la necesidad de defenderme en la instancia de derechos de autor. Eso configura una serie de incentivos para que las víctimas de este delito no denuncien”, se lamenta.

La Corte denunció luego al plagiario por lo penal, pero Aguilar no quiso seguir esa vía por lo que el culpable salió impune. “Lo único que quería era una disculpa pública, que no ha existido. En las escasas comunicaciones privadas que tuve con el infractor, daba una explicación absolutamente ridícula; que le había dado a un corrector de estilo su tesis y que había sido el responsable... Eso abría una ventana a saber lo que había ocurrido: que probablemente el trabajo había sido comisionado a un tercero, responsable de haber hecho el plagio”. Aguilar publicó un artículo novelado en la revista Nexos sobre su pesadilla. El plagiador es un abogado con una breve y abrupta carrera en la política mexicana.

Nota de la autora: No consta en el texto el nombre de todos los plagiadores porque en la sentencia o resolución del consejo consultivo no aparece el nombre real o el título de la obra, salvo en un caso.

martes, 16 de abril de 2024

"La traducción siempre ha sido una profesión mal entendida"

Alejandro Luque entrevistó recientemente a la investigadora y traductora española Yolanda Morató para el número de abril de la revista Jot Down. Se trata de una larga charla que reproducimos a continuación.




"El uso amateur de un traductor automático no puede sustituir un trabajo profesional, igual que buscar tus síntomas en Google jamás podrá suplir la consulta con un especialista"

Cuando habla de su profesión, Yolanda Morató (Huelva, 1976) destila entusiasmo por los cuatro costados. O mejor cabría hablar de sus profesiones: profesora universitaria, investigadora, traductora, escritora. Su curiosidad y su pasión la han llevado a abordar muchos y muy distintos palos sin salir del ámbito de los libros y la literatura. Wyndham Lewis, Ezra Pound, Rebecca West, George Perec, Josef Albers, Manuel Chaves Nogales y E. Millicent Sowerby son algunos de los autores a los que ha estudiado y traducido.

Convencida de que la Facultad de Filología es algo muy distinto a la fábrica de desempleados que muchos ven, ante un café en el Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (Cicus), Morató apuesta por el futuro de esta disciplina, que ya se está beneficiando de los últimos avances tecnológicos. Y no pierde del todo la sonrisa, ni siquiera cuando rememora algunos momentos ingratos de su trayectoria.

Me gustaría empezar preguntándole por un artículo reciente de Lola Pons, compañera suya de la Universidad de Sevilla, en la que lamentaba que no se considere científicas a las filólogas y estudiosas de las humanidades en general. ¿Lo suscribe? 
Absolutamente, lo retuiteé en cuanto lo vi la mañana del sábado. En mi caso, de hecho, prefiero la denominación de Ciencias Humanas en lugar de Humanidades, porque, en cuanto empiezas a separar «ciencias y letras» o «ciencias y humanidades», estás dejando fuera a todos los que aplicamos el método científico en nuestras investigaciones. A las Humanidades se les ha otorgado un halo bohemio que, en el caso de la Universidad, casi nunca tienen: la mayoría de nosotros pertenece a equipos de investigación, en los que, cada uno con los métodos propios de su disciplina, no hace otra cosa que ciencia. Ahí no caben distinciones que no sean las que se establecen entre las ciencias básicas y las ciencias aplicadas.

Y la gente piensa que solo se hace ciencia alrededor de tubos de ensayo y matraces con fluidos humeantes, ¿no?
Nosotros participamos en programas de iniciación a la investigación para jóvenes que vienen de distintos institutos y, cuando llegan a la Universidad, les enseñamos el laboratorio de fonética y ciencias del habla y se quedan totalmente impactados, porque no se imaginan que nosotros también tenemos laboratorios. Desde pequeños, se les traslada esa división artificial y alejada de nuestras disciplinas, con la que, por desgracia, desechan pronto muchas áreas de conocimiento. En nuestra primera actividad, como toma de contacto, les pedimos que dibujen a un científico (a scientist, lo hacemos en inglés para no condicionar con el género gramatical). Hasta hace poco eran todos señores con bata, barba, gafas y pelo a lo Einstein. Este año la sorpresa ha sido encontrarnos con dibujos de mujeres científicas. Y eso ya es un paso… Pero tenían en la mano tubos de ensayo o la representación de un átomo junto a la cabeza.

Hablemos de sus grandes amores filológicos. ¿El primero fue Wyndham Lewis?
Mi primera pasión investigadora fue mi hermano [risas]. Desde muy pequeña me interesó la lexicología y la lexicografía, mucho antes de saber lo que eran. Mi hermano y yo nos llevamos casi seis años, y cuando él empezó a hablar a los dos años —y no con palabras sueltas, sino con frases casi completas—, a mí me encantaba observar cómo se expresaba. Me pasaba el día apuntando y buscando palabras en el diccionario. Esto es algo muy friki, pero conservo una libreta en la que escribía las expresiones que él decía y que me parecían más curiosas, así que tengo la infancia de mi hermano documentada en ese cuaderno. Luego, cuando estudié Filología Hispánica, pude ver que muchos de los fenómenos de la evolución del castellano estaban presentes en el habla infantil de mi hermano.

Una vocación, entonces, tempranísima, ¿no?
Tempranísima, sí.

¿Y en qué momento aparece el señor Lewis?
Wyndham Lewis aparece, todavía lo recuerdo, una tarde del año 96, en la biblioteca general de la Universidad de Huelva, cuando estaba haciendo un trabajo sobre el modernismo británico y Ezra Pound. Buscando información sobre Pound, leí que había fundado un movimiento con el nombre de vorticismo; su socio en el proyecto era Wyndham Lewis. No encontraba nada sobre el movimiento ni sobre Lewis. Y ahí empezó todo.

¿Qué le sorprendió más, la obra o el personaje?
El personaje es indescriptible, porque, la verdad, no es tan frecuente encontrarse en el área de los estudios filológicos con alguien que tenga tanto dominio de la pintura, de las artes estéticas y de la escritura en sus distintos géneros. A partir de ese personaje, me pasó, como un poco más tarde con Chaves Nogales, algo estupendo: pude ir desenterrando a toda una red de artistas, escritoras y pensadores igualmente potentes, que es lo que me mantiene activa en la investigación filológica. Cuando alguien me dice que está todo estudiado, siempre le digo que no, todo lo contrario. Incluso en las cosas que creemos conocer razonablemente bien, nos encontramos en muchas ocasiones con que los datos que tenemos a nuestro alcance están incompletos o son erróneos. Es uno de los mandamientos de la vanguardia: hay que destruir para poder construir de nuevo.

Cuando uno estudia a fondo un personaje concreto, incluso llega a obsesionarse con él, ¿hasta qué punto está uno trabajándose a sí mismo a través de ese personaje?
Bueno, un personaje que se estudie a fondo acaba por volverse un miembro más de tu familia. No es que sea parte de uno mismo —al menos, a mí no me ocurre—, pero, por ejemplo, en el proceso de escritura de las tesis doctorales suele verse esa evolución, que abarca desde la completa fascinación por los autores que se estudian en profundidad hasta el descubrimiento de sus sombras y sus contradicciones. Por otra parte, por mucha curiosidad que despierte una figura, al final, es la obra lo que importa. Yo pertenezco a ese grupo que separa a las personas de sus obras.

Pero ¿es posible atenerse únicamente al texto y no querer saber nada de la vida del autor?
En mi caso, no es que no quiera saber nada, porque precisamente en mis trabajos he reconstruido parte de las biografías de los autores a los que he estudiado. Pero, más que los factores vitales, a mí, lo que me interesa es el diálogo entre la obra y su época a través de una mirada singular. Hay ciertos condicionantes históricos que, si no se tuvieran en cuenta, empobrecerían nuestra experiencia lectora. Muchos de los grandes autores lo son porque reaccionan a su entorno y construyen valores universales que luego se van a repetir en otras generaciones, de otras maneras. Se mire por donde se mire, eliminar la época de la ecuación no tiene sentido. Otra cosa es que lo basemos todo en una época o empecemos a buscar explicaciones psicoanalíticas, cosa que a mí tampoco me interesa.

¿No cree determinante, por ejemplo, analizar la infancia?
No, porque hay infancias muy parecidas y textos muy diferentes. Los niños de la guerra vivieron en momentos de carestía y grandes dificultades y, sin embargo, los textos que surgieron de esa experiencia son muy distintos. Como ocurre en la biología, la genética puede que tenga un peso muy importante, pero los hábitos a lo largo de la vida importan más de lo que nos gustaría creer. Con la historia y los textos sucede algo parecido.

Hablemos de su libro Libres y libreras. ¿Hasta qué punto, después de leerlo, podemos acabar pensando que se trata de un oficio especialmente de mujeres?
Yo no diría tanto que es un oficio de mujeres, sino que son oficios de personas con una convicción u obsesión, que al final es lo que marca nuestras vidas. Con las decisiones personales da un poco igual si eres mujer u hombre. La diferencia es que las mujeres lo tuvieron el doble o el triple de difícil, porque la propia sociedad les ponía trabas legales, económicas, sociales. Pero la dedicación a un oficio contra viento y marea, y eso es algo que he visto en la pregunta que me hacía sobre la vocación, es algo que, en muchos casos, obedece únicamente a un empeño personal.

En todo caso, el oficio de librero está rodeado de cierto misticismo, y de cierto romanticismo. ¿Existía ya en el Reino Unido, en la época que usted estudió?
En el libro presento a mujeres libreras de muy distinto carácter y no creo que haya necesariamente un tipo de personalidad para ser librera, como tampoco hay un rasgo definitorio para ser médico o para ser profesora universitaria. Al final, es precisamente tu personalidad la que aporta algo singular a tu oficio. Es verdad que las libreras de Londres son distintas de, digamos, las libreras de Madrid, porque el Reino Unido tiene un lecho lector muy potente y las librerías son parte inseparable de la cultura. Cuando tú vives en una sociedad en la que los libros son un alimento más, lo tienes mucho más fácil que en otra cultura en la que tienes que enfrentarte a factores externos, burocráticos incluso, cuando, por ejemplo, ni siquiera tienes libertad suficiente para vender lo que quieres vender.Ante esta hecatombe que hemos vivido de librerías sevillanas, diez cerradas el año pasado…

 ¿Sus libreras darían algún buen consejo a los libreros de ahora para resistir? 
Es que mis libreras no dependían de un distribuidor. Y creo que muchas veces desviamos el debate hacia lugares en los que no está la respuesta. La distribución en nuestro país (y creo que tanto las libreras como las lectoras estarán de acuerdo conmigo) es un problema. Aquí te imponen ciertos títulos que tienes que vender y colocar, con unas cajas que tienes que embalar y desembalar… Básicamente se parece bastante al mundo universitario, donde la burocracia está sustituyendo al trabajo que se presupone en nosotros. Convertir al librero en un gestor de pedidos e intereses editoriales es un gran error.

Usted insistía mucho en la sororidad entre libreras, lo que ponía de manifiesto que el librero no es un oficio solitario, sino que forma parte de un sector. ¿Es así?
Al final, una librera, un profesor o un médico… hay en las grandes profesiones una función de guía, y también de conexión. Cada uno en su terreno lo que está haciendo es orientar a quien viene con preguntas o inquietudes. Y en esa parte, si no cuentas con redes y si no estableces cierta complicidad con el otro…, es muy fácil que te conviertas —en el caso de las librerías— en un supermercado, y no es de lo que se trata.

Hablemos de traducción, otro gremio del que usted forma parte, y que también parece ser muy incomprendido por el común de la gente. ¿Por qué cree que es así?
La traducción siempre ha sido una profesión mal entendida. Hay varios mitos que nos han hecho daño: la denominada «traición» al texto original; la confianza ciega en el poder de los diccionarios, como si fueran un arma invencible que todo lo soluciona… Luego, con el boom de la multiculturalidad, se empezó a extender esa creencia de que las personas bilingües o las que habían pasado un tiempo en el extranjero ya eran traductoras, cosa que desmentimos en las aulas universitarias. El propio alumnado se sorprende: tenemos casos de personas bilingües que, en un comienzo al menos, no son buenas traductoras. El procesamiento de dos lenguas en las distintas regiones del cerebro necesita de un puente (una metáfora que nos gusta mucho) para llevarlas de un lado a otro. La traducción está muy mal entendida en todas sus facetas. Con la subtitulación, en auge ahora, está pasando un poco lo que ocurría con la poesía en edición bilingüe: como no ha habido nunca formación en las aulas ni campañas de divulgación que dieran a conocer lo que significa este fenómeno… pues se llega a conclusiones erróneas.

¿En qué sentido?
En casi todos los oficios que tienen contacto con el público ha habido campañas para explicar las herramientas que utilizan sus expertos. Pienso, por ejemplo, en los partes meteorológicos. Se han hecho labores de divulgación en los principales espacios informativos para explicarnos qué es una borrasca y por qué avanza de una determinada manera. Con las vacunas hubo todo tipo de estrategias divulgativas en televisión para conectar con el gran público. Y, sin embargo, con la traducción —en todas sus modalidades—, como está hecha de lengua y todos hablamos al menos una, parece que no es necesario, y sí lo es. Los canales lingüísticos multimodales están cada vez más presentes en nuestras vidas, pero llegan a los usuarios sin explicación alguna de sus características y funciones.

Bueno, aquella fe en los diccionarios se ha sustituido por la fe en el Google Translator. ¿Es muy diferente?
No solo es un error, sino que puede resultar peligroso. La confianza en este tipo de herramientas banaliza la profesión y está creando situaciones cada vez más complicadas de resolver en el plano legal. Es como si de repente dijéramos: vamos a dejar de ir al médico, porque, si busco en Google mi enfermedad, recibiré los resultados que necesito. Hacer consultas en motores de búsqueda de Internet no conduce a nada que no sea obtener una solución rápida para calmar un primer impulso. En el plano lingüístico, el uso amateur de un traductor automático no puede sustituir un trabajo profesional, igual que buscar tus síntomas en Google jamás podrá suplir la consulta con un especialista. A nadie se le ha ocurrido proclamar en las facultades de Ciencias de la Salud que «la medicina va a desaparecer porque tenemos Google y, además, ahora tenemos también ChatGPT». Sin embargo, llevamos más de cuarenta años escuchando en las aulas de Filología y Traducción que no íbamos a tener trabajo porque, desde los años cincuenta, se está trabajando en la automatización de los códigos lingüísticos y en el desarrollo de la traducción automática. El resultado es que ya van más de setenta años con esta cantinela y aún queda bastante por resolver. Creo que el debate es otro: cómo afectan estos supuestos avances a nuestras tarifas, cada vez más precarias, y quién va a defender estos derechos.

Luego está la traducción de la poesía, que yo creo que es una de las grandes patatas calientes del oficio. Usted lo ha hecho, ¿eso sí que está fuera del alcance de las máquinas?
Las máquinas pueden ofrecer resultados basados en frecuencias y combinaciones lingüísticas. Y hay programas interesantes, pero no dejan de ser juegos. En los traductores de poesía siempre opto por una imagen que representa esa patata caliente y que es la del regalo. Además de la división obvia entre buenos y malos, hay una característica que separa a los dos enfoques en la traducción de poesía: hay personas que, cuando hacen un regalo, piensan en lo que les gusta regalar, convencidas de que, si les gusta a ellas, le gustará a quien lo reciba. En el segundo grupo están las que, cuando regalan, piensan únicamente en el destinatario y no en ellas mismas. Cuando uno se enfrenta a un poema, tiene esas dos opciones; ha de elegir qué quiere llevar a la otra lengua: ¿el tipo de poesía que hace, o que cree que es el adecuado, o el tipo de poesía que ha leído en su lengua original? A mí, esta reflexión me parece fundamental como punto de partida. La máquina no maneja este tipo de decisiones, que son fruto de preocupaciones humanas.

¿Y esta idea de que la poesía solo la puede traducir un poeta?
Claro, primero habría que definir qué es ser poeta y cómo afecta esa naturaleza al plano de la traducción. Yo he publicado varios libros de poesía, pero, cuando me preguntan si soy poeta, suelo decir que no. Para empezar, porque la autodefinición no te convierte en lo que defines. Se te puede dar muy bien cierto patrón métrico, cierta recreación de una estructura interna, pero, si tienes que traducir a Quevedo y no sabes escribir sonetos que no suenen artificiosos o llenos de ripios, quizá no sea tu poeta. Aquí vuelvo a la imagen del regalo: estás regalando al otro, no te estás regalando a ti. Hay traductores de poesía que tienen oído, que conservan incluso la métrica o la rima en los versos que traducen… y, con todo, si dejas de oír al autor del original, ya estás leyendo otra cosa. Esto no solo sucede con la poesía. Se da también en la música. Hay cantantes que cogen cualquier canción y acaba sonando a ellos. Quien vaya a escuchar a Shakira sabrá que todas las canciones van a sonar a Shakira, porque ella tiene su estilo. Da igual que te cante «Cumpleaños feliz» que su último éxito. Con la poesía, sin embargo, somos menos conscientes de este fenómeno; a mí eso me molesta un poco, porque nos encontramos con poemas que, a partir de su traducción, han pasado a ser versiones muy libres, piezas independientes. Llevo algunos años con un proyecto sobre Emily Dickinson y su obra encaja en este caso. Dickinson tiene una voz muy personal y lo que se observa en buena parte de las traducciones al español —no en todas— es que lleva la voz del traductor pegada.

Para terminar con el asunto de la traducción en poesía, ¿es partidaria de conservar la rima cuando se traduce?
Eso depende de muchos factores. Porque hay pares de lenguas en los que la rima se conserva sin ninguna dificultad, ya sea porque son lenguas que pertenecen a una misma rama o porque el poeta no carga el verso de tal manera que haya que enfrentarse al dilema de qué es lo que se va a conservar y qué hay que sacrificar… Y luego están los traductores que dan con ciertas soluciones naturales que no necesariamente encontrarán otros. No tengo una respuesta rotunda. Por más que se parta de unos presupuestos, suele pasar lo mismo que con las reformas… Tienes un plano y, en cuanto empiezas a hacer la obra, surgen muchos problemas que hay que solucionar en poco tiempo y con escasos recursos. Soy partidaria de conservar, por encima de todo, la singularidad, los rasgos que distinguen a un poeta de otro.

Una parada obligatoria en su carrera como traductora y estudiosa es Georges Perec. ¿Cómo llegó a él?
Llegué a Perec en mis últimos meses en Estados Unidos, allá por 2004. En aquel momento trabajaba en maneras de explorar el lenguaje creativo en el aula de lengua extranjera. Los autores de OuLiPo, el grupo francés al que Perec pertenecía, tienen una serie de libros sobre juegos lingüístico-literarios que son muy fáciles de aplicar en talleres de escritura creativa. Durante las semanas de vacaciones de invierno fui traduciendo el Me acuerdo, de Perec, poniéndole notas académicas y personales, y, bueno, a partir de ahí, se fraguó un proyecto que vio la luz un par de años más tarde, gracias a la intermediación del escritor Juan Bonilla, que lo utilizaba en sus talleres desde los años noventa, y del editor David González.

Y diez años después, cuando usted está en otra cosa, se encuentra el desagradable episodio del presunto plagio de su versión de Me acuerdo… ¿Le había pasado antes algo parecido?
Creo que todos hemos oído casos de plagio, en todos los ámbitos, en el editorial, el periodístico y el universitario… El plagio siempre ha sido una práctica común y frecuente, aunque poco denunciada, porque España no tiene una legislación especialmente fuerte sobre el plagio; la tiene sobre el papel, pero los casos que reciben una condena a la altura del delito siguen en su mayoría un mismo patrón: el rendimiento económico que haya podido obtener el plagiario. He examinado muchos casos de plagio —dirigí un proyecto universitario entre 2010 y 2012—, pero nunca uno tan evidente y descarado como este.

¿Se puso antes en contacto con la persona que firmaba la traducción, Mercedes Cebrián?
Con Mercedes, no, ni siquiera me hizo falta. Empezaron, la traductora y su editor, negando en redes sociales que conocieran el libro, pero ambos aparecen en distintos vídeos en los que se habla de mi edición. Mercedes y yo compartimos en septiembre de 2012 unas jornadas de homenaje a Perec en Buenos Aires que había organizado el escritor, traductor y poeta Jorge Fondebrider. Nos sentamos frente a una mesa, la una junto a la otra, a escuchar los «me acuerdo» de Perec que yo había traducido y anotado en 2006. Sobran los comentarios.

Pero con el editor de Impedimenta sí tendría amistad, porque publicó su traducción de Wyndham Lewis…
Sí, durante años tuve amistad con Enrique [Redel] y para mí fue una situación muy desagradable. En primer lugar, porque quise ser muy clara desde el principio. No buscaba ningún tipo de compensación económica, pero tampoco podía quedarme de brazos cruzados ante algo tan descarado. Solo quería que reconocieran que habían utilizado mi edición, publicada once años antes. Se negaron, a pesar de que, por si fuera poco, la edición de Impedimenta llevaba en su contratapa el título de mi prólogo, «Viaje a la memoria colectiva de un país». Fue todo tan surrealista… Las notas a pie de página estaban plagiadas con tanta desfachatez que muchas frases eran las mismas y solo cambiaban verbos por sustantivos o directamente por sinónimos. El caso llegó a Latinoamérica y me alegró, por mi afán reivindicativo en la profesión, pero terminó volviéndose en mi contra. Iba a presentaciones de libros y la gente me preguntaba «¿tú eres la del plagio?», y tenía que aclarar que yo era la de la edición original, que la del plagio era Mercedes Cebrián.

¿Nunca obtuvo el menor reconocimiento por parte de la editorial?
Nunca. De hecho, llegaron a mentir públicamente en los medios diciendo que habían contratado a un «prestigioso perito forense», que, como es obvio, nunca apareció… Los plagiaros suelen ser, además de vagos, mentirosos: primero hubo declaraciones acerca de que no conocían el libro; luego, dijeron que se habían puesto en contacto conmigo, pero que yo no contestaba; se echaron atrás ante una posible mediación de la ACEtt… Fueron actos censurables y de enorme deslealtad a distintos niveles. Cuando Impedimenta empezó su camino en el sector editorial, Enrique [Redel] no tenía demasiados contactos en Sevilla y yo lo alojé en mi casa. Conservo todos los emails de aquel episodio, que, por cierto, dejan a la editorial y a otras partes implicadas en muy mal lugar, pero, bueno, me quedo tranquila por haber hecho lo que tenía que hacer: no ser cómplice de este tipo de prácticas y denunciarlas públicamente. Las pruebas están en los textos y son fáciles de apreciar. Muchas veces, las cosas se solucionan con el diálogo, basta con sentarse a hablar, pero no hubo voluntad por la otra parte. Y no soy amiga del sensacionalismo. Podría haber hecho una campaña en prensa sobre la indefensión de nuestros derechos ante ataques de este tipo, pero, sinceramente, no quise entrar en el juego, porque, al final, esto es como los fuegos artificiales, nos quedamos con una última imagen y pagamos justos por pecadores. Hay gente que escribió sobre el asunto y llegó a recibir alguna presión al respecto. No creo ciegamente en el sistema legal británico o estadounidense —que, a veces, pecan de lo contrario, de querer judicializarlo todo—, pero, si algo me ha enseñado este tipo de cosas, es que en España hay un sentido de la impunidad bastante arraigado entre personas de ciertos colectivos.

Me gustaría volver a lo que comentaba antes de cuando era estudiante y le decían que ser filóloga no tenía salidas. Treinta años más tarde tiene usted alumnos, ¿qué les cuenta?
Que, al contrario de lo que se suele decir sobre los estudios sobre la lengua, la literatura y la cultura, hay poca gente de nuestro sector en el paro. Cuando organizamos cursos de orientación profesional en la Universidad, lo primero que hacemos es mostrarles las tasas de inserción laboral. Y mira que tampoco son muy fiables, porque gran parte de nuestros egresados se van al extranjero, como es lógico en quienes son expertos en dos o más idiomas. Una de las profesoras que participa en estos seminarios, Elisa Calvo, les suele hablar, entre muchas otras cosas, de la «música de miedo» que abunda en los sectores lingüísticos. La imagen es muy acertada: hay muchas películas de terror en las que, si suprimes la música, lo único que ves es a una mujer caminando por un pasillo. Y nosotras somos esas mujeres que caminan por el pasillo; de hecho, las Facultades de Filología y Traducción cuentan con un alto porcentaje de mujeres. En este punto, tu trayectoria inicial depende del volumen al que tengas tu música de miedo. Si la música de miedo está muy alta, es posible que tú misma te paralices y ya no puedas avanzar. La mayor parte de la gente a la que yo he tenido en las aulas y que quería hacer cosas interesantes las está haciendo. ¡Y mucho mejor que en mi generación! Además, a una edad más temprana y con mejor sueldo. Las cosas para ellos se han vuelto más fáciles en determinados aspectos a pesar de los tiempos difíciles que atraviesa nuestra economía, que es inestable y precaria, como en los noventa. Pero hay más redes, mayor posibilidad de establecer contactos. Mis doctorandos viajan a otros países europeos, se avisan de los congresos y becas, colaboran en actividades en un tiempo mucho menor que en la época en la que todo era fax, carta y teléfono. El problema ahora es que llegan a la facultad con menos competencias personales, con más inseguridades. A veces comentamos que primero de carrera es una especie de tercero de bachillerato… ¡muchos vienen con los apuntes del instituto! Al terminar, por el contrario, les espera un mundo muy burocratizado y competitivo. Ojalá pudiéramos ser sus mentores, pero en cursos en los que das clase a más de cien personas resulta inviable. Solo puedes llegar a un grupo muy reducido de personas.

Sobre la Universidad, que usted ha conocido en distintas ciudades, ¿por qué parece pesar un tabú? ¿Nadie se atreve a cuestionarla desde dentro?
Bueno, yo soy una persona muy reivindicativa —quien me conoce lo sabe— y siempre he hablado abiertamente y me he implicado allí donde hubiera una posibilidad para cambiar las cosas. Algún precio ya he pagado por ello. No es ningún secreto que la Universidad acumula en estos momentos una montaña de males. Para empezar, es una institución que reúne a un grupo heterogéneo de profesorado (hemos llegado a tener más de diez figuras laborales y funcionariales distintas), que coexiste en un mismo espacio de trabajo, al que ha accedido con reglas distintas, con sistemas de evaluación que cambian cada vez más rápido y que deja a los más jóvenes, o a quienes no han permanecido en esa misma institución a lo largo de los años, con menos capacidad de reacción para responder a esos continuos cambios. En un ecosistema en el que los mecanismos de control son insuficientes, las tensiones, por llamarlas con diplomacia, son cada vez más frecuentes. Ni siquiera tengo que citar casos personales; solo hay que leer la prensa. Creo que, en general y como punto de partida, cualquiera que trabaje en la Universidad española dirá que está asfixiado por la burocracia y por la arbitrariedad de ciertas decisiones.

Creo que hasta en Primaria y Secundaria se quejan de eso…
Lo que sucede es que, para el profesor universitario, al contrario de lo que ocurre en el resto de los cuerpos docentes, el peso que se le otorga a la docencia apenas llega al 40 % de su trabajo. Se piensa por error que nos dedicamos a dar clases a un grupo escogido, pero luego no solo no es verdad, sino que hay una interminable lista de tareas que tienes que llevar a cabo para completar ese 60 % restante. Tienes que ser gestor, investigador en proyectos extranjeros, hacer estancias y dar conferencias en congresos internacionales, diseñar planes de innovación y transferencia al conocimiento, hasta crear vídeos… ¿y de dónde sale ese tiempo? Hace años que muchos hemos hipotecado las pocas vacaciones que teníamos. Luego está esa otra asimetría de la que no se habla demasiado. Como funcionarios del Estado, cobramos lo mismo en todo el territorio nacional y se nos juzga con los mismos baremos. Pero no es lo mismo trabajar en una universidad pequeña, con una ratio de entre nueve y veinticinco estudiantes por clase, que enfrentarse a grupos grandes, en instituciones como la nuestra, a la que acceden anualmente más de ciento cincuenta estudiantes por curso y grado. Cuando heredas unos grupos con tasas de suspensos tremendas, porque las asignaturas se van repartiendo entre el profesorado por orden de antigüedad en una misma categoría profesional, y te encuentras con trescientos estudiantes a los que tienes que ayudar y examinar, yo no puedo plantarme y decirles «mirad, ese no es mi problema». Con situaciones como estas en las aulas, tan distintas de una institución a otra, que se juzgue con los mismos criterios el desarrollo de nuestra investigación y transferencia es de todo menos justo. ¿Qué haces? ¿Abandonas al grupo? ¿Les haces un examen tipo test? Ahí es donde se ve tu grado de implicación y compromiso. Creo que, en esto, los que tenemos vocación en la Universidad nos parecemos a quienes se dejan la vida en Primaria y Secundaria.

¿Cómo se conserva esa vocación?
Hace ahora diez años me escogieron para ser la madrina de la promoción de Traducción e Interpretación de Francés en la Universidad Pablo de Olavide. Como parte de la ceremonia, la madrina ofrece un pequeño discurso. Recuerdo que les dije que, para mí, la vocación se asemeja a ser hincha de un equipo de fútbol. Tú no estás en el campo, pero, cuando tu equipo gana el partido, se convierte de repente en el mejor día de tu vida. Para mí, cuando los estudiantes ganan, cuando consiguen becas, proyectos, puestos de trabajo o algo de estabilidad, es cuando experimento verdadera satisfacción. Lo que me emociona es que alguien me escriba y me cuente que ha conseguido lo que se proponía (o incluso lo que no se proponía, pero es algo que ahora le hace feliz). Desde pequeña, uno de mis grandes pesares era ser muy miedosa con la sangre y las inyecciones. Me preguntaba cómo podría ayudar a alguien sin ser médico. Esta es la única manera que tengo.

Vamos con el último hito en sus investigaciones. ¿Cómo se le ocurre meterse en el jardín de Chaves Nogales, cuestionando lo que se había hecho antes?
Yo entro en Chaves Nogales como traductora, aunque con total ignorancia de los jardines que lo rodean. Cuando empecé a traducir por encargo sus artículos en el exilio, como era contemporáneo de muchas de las figuras en las que yo había trabajado previamente, me pareció un autor interesante, poco explorado en el marco temporal en el que yo investigo, que es el periodo de guerra y entreguerras. Aunque se ha hablado mucho de la recuperación de su figura en estas últimas décadas, tengo que decir que, además del Belmonte que publicó Alianza, la primera edición comercial de Chaves Nogales que se lanzó en España con una gran tirada vino precisamente de la mano de Juan Bonilla, en Espasa, y ese es un dato que rara vez se nombra.

¿A sangre y fuego?
Sí. Por eso, cuando cada uno empieza a colgarse medallas como si esto fueran los Juegos Olímpicos, la situación me desencanta un poco. Renacimiento es, sin ninguna duda, la editorial que ha publicado a Chaves de manera sostenida en el tiempo, como apuesta personal de Abelardo Linares. Siempre digo que la investigación es una tarea de equipo y una carrera de relevos. El problema llega cuando el que te da el relevo, en lugar de dártelo en la mano, lo tira al monte [risas]. En un comienzo desconocía las dinámicas de este universo. No era consciente de que, en esta carrera de relevos, estaban los que corrían por una pista, los que iban por la montaña y los que tenían testigos abandonados en el fondo de una piscina. Buena parte de mi investigación nace de la observación de todos estos detalles. Cuando empiezo a contrastar una serie de datos, de hechos históricos que no casan…, me convenzo de que hay que poner las cosas en orden. En un principio entré pensando que iba a escribir un artículo extenso, pero terminé con un mamotreto de mil páginas, que más tarde quedó reducido a un tercio, para que fuera una versión más asequible porque… son años y años llenos de errores por todas partes y tampoco puedes martirizar a los lectores con una relación interminable de problemas. Hay que saber dosificar.

¿Qué había fallado?
Además del texto de Josefina Carabias y de Las armas y las letras, de Andrés Trapiello, hay dos autores que reúnen los primeros datos sobre Chaves Nogales: el primero es Luis Monferrer Catalán, al que se ha nombrado muy poco, a pesar de estar entre los primeros en investigar el exilio español de Chaves; la segunda es María Isabel Cintas Guillén, que hace un par de años reeditó su primera biografía del periodista sevillano, pero, en lugar de corregir los errores, los amplió. La situación actual es un verdadero quebradero de cabeza para la investigación, porque, a partir de esa primera biografía, los libros y artículos de figuras de referencia en este país se contaminaron con esos errores. Hablas con historiadores, periodistas, investigadores que te confiesan abiertamente: «¿Yo cómo iba a pensar que la biografía tenía todos estos datos erróneos? Yo me he basado en las fuentes que había disponibles». A partir de la conciencia de estos fallos comienza necesariamente una labor de reconstrucción: hay que buscar registros alternativos, volver a contrastar todas las fuentes… en resumen, empezar desde cero. El lado positivo es que me ha permitido recuperar más de dos mil páginas de artículos que permanecían hasta ahora en la más absoluta oscuridad.

Pero los doctores de esa iglesia ¿se han puesto en pie de guerra contra usted?
De todo ha habido. Con Chaves Nogales se da una especie de síndrome de Gollum, el personaje de Tolkien: hay quien cree que Chaves Nogales es su anillo… La investigación no puede convertirse en un asunto personal, porque es ciencia. Tampoco puedes dedicarte a intentar destruir a la gente que venga a sumar, ni utilizar las redes sociales o los contactos personales para cargar contra una edición determinada… Quien empieza a hacer jugadas sucias deja de ser investigador y se convierte en fanático.

Siento curiosidad por su proyecto con inteligencia artificial para reconstruir la voz de Chaves Nogales. ¿No venía la IA a quitarnos el trabajo a todos?
Con el asunto de las herramientas basadas en IA me gusta recurrir a la imagen de la cuerda de Antonio Escohotado: es un elemento que te puede servir tanto para escalar una montaña como para ahorcarte… La idea de reconstruir la voz de Chaves se me ocurrió hace cinco años. En aquella época estaba haciendo análisis con una herramienta distinta, AntConc, un software de licencia libre para trabajar con un gran volumen de textos y analizar corpus lingüísticos. La creó Laurence Anthony, un profesor universitario de la Universidad Waseda de Tokio. Es muy buena, por su simplicidad, para examinar frecuencias y patrones lingüísticos. Esto, para que nos entendamos, es reconstruir mediante un conjunto de datos lo que en lingüística llamamos idiolecto. Cada uno de nosotros se expresa de una manera distinta según el destinatario, el registro y el canal en el que estamos. Si te enseñan un mensaje que has escrito en WhatsApp, aunque no tengas nociones de lingüística, sabrás de inmediato si es tuyo o no. Pues bien, con esta herramienta se puede obtener un análisis individual a gran escala. Analicé los patrones de la escritura de Chaves Nogales y, con esa radiografía, obtuve el idiolecto del escritor y rehíce las traducciones que había publicado previamente para que sonaran a él y no a mí.

Usted empezó a investigar estas herramientas antes de este boom, ¿no?
Empecé con los modelos de automatización lingüística en 2008, a raíz de un curso sobre traducción automática. Ahora, con el boom del que me habla, los alumnos me preguntan si pueden utilizar ChatGPT y siempre respondo: «Pues como si le preguntas a un matemático si puede utilizar una calculadora, o a Joan Roca, el róner y otros sistemas complejos de procesamiento de alimentos, o a un arquitecto, sus herramientas para el diseño de planos…». Las aplicaciones lingüísticas de la inteligencia artificial están hechas de lenguaje humano, las controlan y las utilizan los seres humanos, pero el resultado no deja de ser artificial. En esta serie, la máquina no es más que un enlace, no el culpable de nuestros males. Cuando los usuarios no han aprendido a utilizar con eficiencia este tipo de herramientas, el boom corre el riesgo de distorsionarse. Por ejemplo, hay mucha gente que le pregunta a ChatGPT como si fuera Google, pero sus mejores funciones lingüísticas son otras: sintetizar párrafos, acortar o condensar frases, elaborar listas con los puntos principales de un texto… Es muy bueno si se le ofrecen las instrucciones o prompts adecuadas, pero no le puedes pedir que te entregue un texto que sea coherente, que suene humano y que contenga datos correctos y actualizados. Sería como pedirle a tu abuela que te diera recomendaciones de las mejores discotecas [risas].

El caso es que teníamos las obras completas del sevillano, y ahora resulta que tenemos que hacer el hueco casi para un espacio similar… Pero ¿cuándo llegaremos a eso?
Todo lo publicado y sin recopilar está básicamente en Latinoamérica y en dos lenguas, por lo que tenemos mucho trabajo por delante. Estamos cotejando todo lo publicado en lengua española y francesa que no está recopilado (y que ha reunido Abelardo Linares) con lo que he localizado yo en inglés, francés y portugués brasileño. Solo con eso, ya se sobrepasan mil artículos y más de cuatro mil páginas… Es un trabajo arduo que vamos realizando paso a paso y sobre seguro. En 2025 ya veremos los primeros frutos.

Creo que una de las conclusiones más chocantes de su libro es descartar a Chaves Nogales como el paradigma de esa Tercera España, una opinión que usted no comparte en absoluto.
Mi punto de vista es que en los conflictos bélicos es difícil mantener una posición estable e inamovible, porque las guerras son lugares complejos, metafísicos, donde hay que tomar decisiones sobre la marcha que quizá no se habrían adoptado en otras circunstancias… Los exilios tienen muchos condicionantes externos difícilmente controlables. Y si estás en tu segundo exilio, has escapado de una guerra en tu país y ahora estás en tu segunda huida, en otro territorio donde ni siquiera te desenvuelves con solvencia en su idioma, hay muchas decisiones que tomar. Lo que sí sabemos es que Chaves estaba en contacto con representantes de todas las ideologías, algo que, lejos de ser una desventaja, resulta maravilloso, porque no tienes a un personaje aislado, sino a un personaje total, que te abre puertas en todas las direcciones. Comparo muy a menudo su coyuntura con la serie The Wire. Cuando empiezas a ver los primeros episodios, puede resultar un poco pesada, pero, conforme se van tejiendo las redes de personajes, no hay quien se despegue de esa trama. Empiezan a aparecer personajes que creías secundarios y que, de repente, asumen un papel protagonista… En el universo de Chaves hay cosas que yo no llegaré a ver, sobre todo porque hay archivos para cuya desclasificación hay que esperar décadas. Los británicos tienen carpetas en las que puede haber siete folios o siete mil. Y contienen de todo. Pudiera parecer que lo digo en broma, pero hace tiempo que no duermo demasiado: solo para encontrar una mención al nombre de Chaves Nogales tuve que leer durante años montañas de informes de inteligencia en los que lo fui rastreando hasta dar con él…

Le propongo acabar hablando de su obra poética, en la que usted abre una ventana a su intimidad y a la vez expone asuntos que pueden compartir muchos lectores. ¿Es la poesía un buen espacio de debate?
Creo que la poesía es otro lugar que, por lo general, tampoco se conoce demasiado, como demuestra el reducido número de lectores con el que cuenta. Poca gente disfruta de la experiencia de encontrar poemas que le permitan establecer una conexión o una forma de sentirse reflejada en las palabras de otra persona. Normalmente, la poesía se enseña como algo mecánico que hay que aprender a desentrañar en el colegio, y muchos estudiantes, incluso en Filología, te dicen: «a mí es que la poesía no me gusta». Es una generalización, como la mayoría de las generalizaciones, bastante peligrosa. Es como decir que no te gusta el arte… ¡pero si cada cuadro es un universo en sí, y cada poema, un mundo! La formación es insuficiente y suele someterse a los estilos individuales de un número de autores mal enseñados. Con tantas reformas educativas, es un espacio que ya se ha perdido hace tiempo. Al final, el punto débil de nuestro sistema es la metodología de la enseñanza. Es muy grave tener que depender de que te toque un docente que te lleve por un camino interesante y, si no tienes suerte, pues qué le vamos a hacer. En un sistema público, el azar no puede convertirse en el factor fundamental que guíe tu camino. Yo escribía poesía desde muy pequeña, pero muy, muy pequeña, y no sabía decir por qué. Estoy casi convencida de que quizá fuera por mi primer contacto con la poesía, con Lorca, gracias a una profesora que nos hacía aprender sus poemas de memoria, como hacen ahora los niños con el rap, el trap o el reguetón. De ahí a escribir hubo un salto muy fácil para mí. Ayudó mucho la ingenuidad, la inocencia, pero también los referentes. Como es obvio, eran poemas infantiles, pero eso me llevó a pedir durante muchas Navidades que me regalaran libros de Gloria Fuentes, que era una de mis poetas favoritas…

Ahora muy reivindicada
¡Claro! Aunque en mi escritura ni siquiera fui consciente de todo esto hasta mucho más tarde. Creo que ocurrió cuando estaba en el instituto en los noventa y montamos una revista literaria que yo quería dirigir. Ese fue mi primer acercamiento; luego me presenté al concurso de poesía, y ahí me di cuenta de que lo que estaba haciendo se había convertido en algo distinto de la intimidad. Mis textos podían tener una salida o una proyección que los alejaba de mí. Y empecé a escribir muchísimo, incluso durante las clases, lo que pasa es que, al llegar a la carrera, el consejo de nuestros mejores profesores era que no escribiéramos poesía. ¿Y quién se atreve si lees todos los días a T. S. Eliot o a Dorothy Parker?

Pero al mismo tiempo era inevitable… La tentación de imitar es irresistible.
Sí, pasé muchísimos años escribiendo, pero no volví a publicar nada después de acabar COU en el instituto. Confié en el consejo de mis profesores universitarios y creo que hice bien. Hoy me habría arrepentido. Lo que me hizo dar el primer paso para publicar un libro fue meramente accidental. Sufrí un ictus y como tenía posibilidades de que se repitiera y pasase a ser algo serio, decidí publicar un libro en el que recopilar los poemas que más me gustaban.

¿Ha seguido todo bien hasta ahora?
Sí, ya hace once años de aquello.

¿Causa?
Estrés laboral. Tenía treinta y seis años y lo que hice fue marcharme a León, con eso lo digo todo [risas]. Estaba en la Olavide, había montado la primera asociación de profesores asociados para defender nuestros derechos: cobrábamos trescientos euros netos y nos dejábamos allí la vida. En mi departamento, buena parte de los que éramos asociados caímos enfermos. Yo no fumo ni bebo alcohol y siempre he tenido la tensión muy baja, todo eso fue lo que me salvó. Una mañana me levanté de la cama, me caí y vi que había perdido el lado izquierdo. Desde entonces soy sorda. Cambié de vida porque el médico me dijo que eso había sido solo una llamada de atención, un aviso de cortesía: «ya sabrá usted lo que tiene que hacer…». Y salió León. En mi familia, la mayoría ha muerto con noventa y pico, pero el estrés es lo peor. Es necesario hacer campañas de concienciación.

Pues la última cosa, para no entretenerla más…
Tranquilo, esa es otra cosa que he aprendido. Cuando estoy hablando con alguien, me dedico a esa persona. El tiempo es un bien preciado que hay que saber aprovechar.

Quería acabar de nuevo con la tecnología, y con una anécdota que me contó de sus problemas en algunos aeropuertos…
Sí [risas], el inconveniente de buena parte de las herramientas tecnológicas es que suelen basarse en parámetros de comparación y contraste… Eso se vio muy bien cuando apareció el software antiplagio, que son programas que detectan la similitud entre dos o más fuentes. Lo que te indica cualquier fragmento marcado es que ya se encuentra previamente en otra parte, pero puede ser una cita, una referencia bibliográfica, un cliché… El problema crece cuando se pierde el control de la herramienta, ya sea un software antiplagio o un escáner biométrico. Durante un par de décadas he sufrido de primera mano los problemas y sesgos de estos instrumentos en los aeropuertos. A partir del atentado a las Torres Gemelas, en la base de datos de Estados Unidos entró una persona que tiene —o tenía— los mismos marcadores faciales que yo. Desde aquel momento, pasé a ser sospechosa en un gran número de aeropuertos, donde me invitaban a ir a salas de interrogatorio con demasiada frecuencia. Se podría pensar que es fruto de la selección aleatoria, pero, como le dije una vez a un policía, el problema con la palabra aleatorio es que en mi caso significa «siempre» [risas]. Después de perder vuelos porque estás en una habitación con la policía, terminas por viajar con muchas horas de margen, por el miedo a no llegar a las conexiones y porque sabes que te van a parar. En cuanto deposito el pasaporte electrónico en el cristal del escáner y le toca el turno a la biometría, un mensaje me aparta de la cola. Digo con humor que, si alguien quisiera escribir la historia de mi vida, solo tendría que pedir un registro de mi paso por los aeropuertos, donde encontrará todo tipo de preguntas y respuestas acerca de adónde iba o de dónde venía, con quién y por qué estaba allí. Y eso que soy europea y tengo ese privilegio, soy muy consciente de ello. Si llego a ser de otro país, quizás me hubieran pasado cosas más graves, y eso es un peligro que no podemos sufrir los ciudadanos. Con la irrupción de la inteligencia artificial, hemos conocido el caso de Amazon, que discriminó a todas las candidatas en el proceso de selección para un puesto de trabajo por el mero hecho de ser mujeres; o el de una agencia inmobiliaria estadounidense que rechazaba a los afroamericanos que buscaban vivienda identificando las características de sus voces… Esos sesgos están ahí. No podemos dejar en manos de sistemas no controlados el futuro de cualquier ser humano. Hay que revisarlo todo. Lo que hoy creemos indiscutible es muy probable que mañana resulte ser un error. Por eso me gusta partir de cero y empezar por la sospecha.

jueves, 7 de mayo de 2020

Cuestiones sobre derechos de autor (4)

Marietta Gargatagli, con la precisión a las que nos tiene acostumbrados, presenta acá uno de tres casos relativos a derechos de autor birlados. El caso se refiere a una causa judicial que, en la década de 1960, tuvo como protagonistas a una Abraham Finkelstein, José O. Díaz, Angel J. Pellizza, Héctor A. Arenales, Nicolás R. Barbieri, Raúl C. Gestoso y Rafael P. Zorrilla, librero y editores de la ciudad de Buenos Aires, quienes vendieron una edición adulterada de un libro publicado por Juan Goyanarte Editor. 

El caso Goyanarte (I)

Los hechos

El 11 de mayo de 1959, Juan Goyanarte denunció que Abraham Finkelstein, José O. Díaz, Angel J. Pellizza, Héctor A. Arenales, Nicolás R. Barbieri, Raúl C. Gestoso y Rafael P. Zorrilla, librero y editores de la ciudad de Buenos Aires vendieron una edición clandestina de la novela Chocolates for Breakfast de Pamela Moore.

En la denuncia(donde consta el contrato de edición en inglés entre la autora y Goyanarte, la traducción del contrato al castellano, la inscripción en el Registro Nacional de la Propiedad Intelectual establecida en el artículo 23 de la Ley 11.723) se recordaba la protección acordada por la ley citada y por la Convención de Ginebra, suscripta por la Argentina y de ámbito internacional.

Los procesados (Finkelstein, Díaz, Pellizza, Arenales, Barbieri, Gestoso y Zorrilla) confesaron haber vendido ejemplares de la edición clandestina, aunque adujeron en su descargo que ignoraban que era fraudulenta. Para justificar que los libros que vendían carecieran de pie de imprenta (donde figurara la inscripción del contrato y el depósito de ejemplares tal como manda la Ley 11.723) pretendieron que se trataba de una edición uruguaya (ajena a las disposiciones de la Argentina) o, como sostuvo el procesado Barbieri, una edición chilena.

En la sentencia, destinada a exaltar los derechos de propiedad intelectual y a recordar lo dispuesto por los artículos 366 y 411 del Código de Procedimiento Criminal, se decretó la prisión provisional para los acusados por el delito de defraudación a la propiedad intelectual y el embargo de sus bienes hasta cubrir la suma de $ 5.000 cada uno.


El libro
Pamela Moore (1937-1964) escribió Chocolates for Breakfast (1956) cuando tenía dieciocho años. La novela tuvo notable éxito comercial: once ediciones en Estados Unidos y traducciones inmediatas a una docena de lenguas. La historia de Courtney Farrell, protagonista de Chocolates for Breakfast no termina bien: dieciséis años, padres divorciados, madre actriz en Hollywood, padre editor neoyorquino, sofisticados y mundanos. Mucha fiesta, mucho alcohol. Enamorada sucesivamente de la tutora del college, de un actor bisexual y de un europeo, corrupto y aristócrata, la narradora traslada al lector experiencias eróticas y reflexiones (propias o psiquiátricas) sobre sí misma, la homosexualidad y el amor libre. La novela compitió en la imaginación de los editores con el soporífero Bonjour tristesse (1954) de Françoise Sagan, otro éxito de perversiones juveniles de la época. 

En las tapas de Chocolates for Breakfast, de diseños artesanales y anticipatorios (parecen más bien de los setenta), ilustrados a lo mejor por Castagnino, figuraba bien grande el nombre del traductor: Patricio Canto. Una costumbre de Goyanarte. La décimotercera edición, de 1963, quizás fuera la última.

De 1963 también es una edición mexicana, de la Editorial Selecciones, que podría pertenecer al Reader's Digest. O no.


Editorial Goyanarte

A la manera de prólogo se diría que la editorial de Juan Goyanarte (1900-1967) merecería un atento estudio que excede a estas notas. Y que haría si pudiera volar por el espacio. Goyanarte fue editor de un catálogo muy curioso de unos ciento veinte títulos y de Ficción, revista-libro bimensual (1956-1967) que formó parte de la colosal vida cultural argentina que se multiplicó a partir de esos años. Era tal la locura que sólo en Buenos Aires aparecieron cientos de revistas literarias, incluso otra Ficción, la de Eduardo Dessein, que duró pocos meses. La revista de Goyanarte, dedicada a la prosa, tuvo colaboradores ilustres, Clarice Lispector, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Arturo Roa Bastos, también Borges que protagonizó en sus páginas una de sus conocidas polémicas. En este caso, un cruce de artículos furibundos con Ernestito Sábato. Diminutivo que borró pero respondía a la ofensa de llamar a Bioy, Adolfito, lo que no sé si Sábato eliminó.

La editorial Goyanarte (1954-1990) tuvo una vis comercial basada en autores como Pamela Moore o Guy des Cars, aunque la define lo contrario: un catálogo de escritores argentinos (Bernardo Verbitsky, Ezequiel Martínez Estrada, Arturo Cerretani, Silvina Bullrich, Antonio di Benedetto, Dalmiro Sáenz, Pedro Orgambide,), latinoamericanos (Miguel Ángel Asturias, Erico Verissimo) y un repertorio de versiones al castellano de autores en otras lenguas (Truman Capote, Cesare Pavese, William Saroyan, Jean Giono, Norman Mailer, Albert Cohen, William Faulkner, Gore Vidal). Obras, todas, con el nombre del traductor en la tapa.

Antes (también después) de la venta de la editorial, Goyanarte publicó a escritores vinculados al cine como Hellen Ferro, Tulio Carella, novelas que fueron guiones como El libertino de Frederic Wakeman y dramaturgos de la vanguardia teatral que ya se representaba en Buenos Aires (Joe Orton, Israel Horovitz, Terence Rattigan o Adrienne Kennedy del Black Arts Movement).


Juan Goyanarte

Juan Goyanarte fue también autor de once novelas, la más famosa, Lago argentino (1955), (traducida al francés, italiano y alemán) inspirada en un viaje a caballo por el sur más sur de la Patagonia. Un capítulo puede oírse grabado por el propio autor para el archivo de la palabra de LT 9, radio de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Vivió la mayor parte de su vida en un campo en Goyena (provincia de Buenos Aires) de donde salió para viajar y ocuparse de la editorial y al que volvió, en 1963, después de venderla.

Se sabe poco de él, al parecer por voluntad propia, aunque se conoce una infancia triste y un padre totalitario (internado y colegio militar) de los que huyó para venirse a la Argentina a los dieciocho años. No es difícil imaginarlo sensible, agradable como todos los vascos y con energía para los negocios que emprendía.

David Viñas le dedicó una reseña en Contorno criticando que no era Roberto Arlt. El siempre recordado Capítulo de literatura argentina (1966) describía su “realismo áspero”en una pequeña sección de escritores extranjeros radicados en el país. David William Foster lo eligió entre los doce autores analizados en Social Realism in theArgentine Narrative (1986). Abelardo Castillo recordaba los consejos de escritor que le dio al editarlo (2017). Etcétera. En la voz de la grabación de la UNLP se oyen dos o tres acentos, la cadencia de alguien que vivió en diversos lugares, una entonación, en esos años y después, típicamente argentina.

Fue amigo de Ezequiel Martínez Estrada, de Borges, quizá colaboró de alguna manera con Victoria Ocampo en Sur (se dice que fue “socio gerente”, dato que no pude corroborar) porque compartieron algunos libros y sobre todo a los traductores: Patricio Canto, Estela Canto, Pedro Lecuona, Rubén Masera.


Continuidad de los hechos en 2ª instancia

Con fecha 4 de marzo de 1960, casi un año después de la denuncia, el auto de apelación consideró lo siguiente: “En cuantas oportunidades tuvo para hacerlo el tribunal ha declarado que la conducta típica que reprime el art. 71 de la ley 11.723 debe cumplir alguno de los esquemasdel delito de defraudacióndescriptos en los arts. 172 y 173 del Código Penal. Como de toda evidencia la venta de ejemplares de la traducción no autorizada de la obra Chocolates for breakfast denunciada por el titular del contrato de traducción (…), no realiza objetivamente aquella exigencia y tampoco puede ser subordinada a ninguno de los supuestos específicos enunciados en los arts. 72, 73 y 74 de la ley referida, por la decisiva consideración de que la traducción de la obra fue inscripta con fecha 4 de agosto de 1959, es decir, con posterioridad a las ventas denunciadas que se habrían realizado cuando la protección legítima no tenía protección legar, forzoso es concluir que no configuran delito alguno, ya que el ataque a los otros derechos específicos que el contrato de traducción antes recordado, no tienen tutela penal en las figuras represivas de la ley 11.723.

Por ello se revoca el auto apelado en cuanto dispone la prisión preventiva de los acusados, procesados por devaluación a la propiedad intelectual. Firma la sentencia: Horacio Vera Ocampo.

Los datos por el proceso contra la propiedad intelectual están tomados de revistas jurídicas argentinas. Los atributos personales de Juan Goyanarte se agradecen a José Ramón Zabala Aguirre, especialista en la diáspora vasca y autor del único ensayo biográfico del autor. No encontré estudios sobre la editorial, por tanto, las referencias literarias de Goyanarte empiezan (y no terminan) en catálogos, archivos y bibliotecas.

Juan Goyanarte lee un capítulo de su novela Lago Argentino. Radio Universidad de La Plata. http://sedici.unlp.edu.ar/handle/10915/39896